(o historia de una explotación sistemática)
El otro día, hablando tranquilamente con unos amigos en la terraza de un bar de nuestra ciudad, me sentí indignado, sentí vergüenza. Era una conversación coloquial, rodeada con más de una cerveza, cuando me comentaron la situación de un conocido nuestro. Y no sentí indignación y vergüenza por lo que escuché, las sentí por la naturalidad y cotidianeidad con la que tratábamos el tema. Casi dábamos por hecho que “la vida es así”.
España y hostelería, hostelería y España… a veces nos parecen sinónimos. En 2018, un 6,2% del PIB nacional lo comprendía este sector. Pero si a estos dos términos añadimos el de “verano”, nuestra imaginación comienza a volar: terrazas, chiringuitos, “guiris”, casas rurales, apartamentos de playa, “balconing”, etc. Pero también trabajo, mucho trabajo, sobre todo para uno de los grupos sociales más desfavorecidos, principalmente a raíz de la crisis: los jóvenes (tanto con cualificación como sin ella).
Por tanto, un sector con luces y sombras, pero del que come mucha gente en nuestro país. Independientemente de la más que necesaria reforma del sistema productivo de nuestro país, alejándonos de la dependencia excesiva del turismo y su consecuente temporalidad, los trabajadores de dicho sector deben ser protegidos y, por tanto, también deben serlo aquellas empresas que les proporcionan su medio de vida. Pero… ¿a cualquier precio?
La pandemia actual ha ocasionado un tremendo golpe para nuestra economía (y lo que nos queda por ver), siendo la hostelería sin duda una gran perjudicada del mismo, sobre todo a raíz del confinamiento. Esto, sin duda, nos llevó a una salida quizás precipitada (dada la importancia del sector en nuestro país) para evitar que muchos de estos establecimientos tuviesen que cerrar. También se ayudó a muchas empresas de diferentes formas: los ERTEs, ayudas para la adaptación de los locales a las nuevas medidas de higiene, líneas de financiación para PYMEs y autónomos, etc. Probablemente, aun así se trate de medidas insuficientes (y es cierto que muchas de ellas aún no han sido ejecutadas), pero la verdad es que se está haciendo un esfuerzo para conseguir reflotar la situación. Una ayuda necesaria para un momento extraordinario, siempre con un claro objetivo: que los trabajadores sigan teniendo trabajo o, en su defecto, puedan cobrar un subsidio.
Pero aquí es donde entra mi indignación. No sé debido a qué mandamiento u orden divina (quizás a la dura competencia con otros países en lo referente al turismo de masas), pero nos hemos acostumbrado a que sea un sector altamente precarizado. Si bien es cierto que la temporalidad de dichos empleos es casi obligatoria (de nuevo, sin entrar en la más que necesaria reforma productiva de nuestro país para atenuar este factor de nuestra economía), la explotación laboral es sistemática, o mejor dicho, sistémica. Los salarios, a pesar de ser bajos, están ajustados al Convenio Colectivo de la Hostelería en nuestra provincia (Boletín Oficial de Cuenca núm. 57 de 18/05/2016) y, en general, se cumplen (sin entrar en los casos de trabajo sin contrato, en especial aprovechándose de la población inmigrante, bastante comunes en nuestros bares durante el verano). Pero lo que se da por hecho, y eso me produce vergüenza, al haberlo normalizado tanto, es que un camarero o una camarera va a trabajar muchas más horas de las estipuladas en su contrato, así como es posible que ni disfrute de sus días de descanso semanal o sus vacaciones obligatorias, todo ello sin que sean remuneradas como horas extra. Se ve bien, “es lo que hay”.
Aquella conversación con mis amigos… Me enfado cuando la recuerdo. Aquel conocido, trabajando en uno de nuestros queridos bares, no podía disfrutar del derecho de descanso semanal, ningún día. Como compensación, el dueño, en su infinita generosidad, iba a abonarle una cantidad correspondiente a 2,5€ cada hora. Vamos, con que alguien pidiera un café a lo largo de toda la hora, ese gasto estaba suplido. ¡Eso sí que es una buena plusvalía! Si Marx levantara la cabeza…
Con esto ni mucho menos quiero generalizar. Todo lo contrario, considero necesario denunciar una situación demasiado extendida que al final termina perjudicando a aquellos negocios que hacen las cosas bien, pagando sus impuestos y tratando adecuadamente a sus trabajadores, pues les termina haciendo imposible competir en precios con aquellos establecimientos donde la precariedad y explotación es ley.
Las ayudas a estos negocios son necesarias, más dada la situación actual, pero sin duda deben ser condicionadas. Las administraciones no pueden cerrar los ojos ante lo sabido por tanta gente. Se deben realizar más inspecciones de trabajo, con duras multas a estos y estas empresarias. Apoyo y fomento del negocio local sí, sin duda, pero no a cualquier precio. También nosotros, los clientes y consumidores, debemos de ser conscientes del poder que tenemos como tal, desechando entre nuestras opciones aquellas donde sepamos que se explota a los trabajadores. Eso sí que es un voto útil.
Con todo ello, con aquella indignación y aquella vergüenza, escribo estas líneas, y me quedo reflexionando: ¿algún día se indignarán los trabajadores de estos establecimientos? ¿Y los clientes? ¿Se avergonzarán los empresarios? ¿Acaso reaccionarán las instituciones responsables? Todavía no se ha apagado la llama de rebeldía y esperanza de mi juventud. Seamos optimistas…