¿De quién es la culpa de que no haya agua?

¿De quién es la culpa de que no haya agua?

Esta Semana Santa quedará, sin duda, en el recuerdo de muchas personas. Para algunos, sin duda como triste, ya que muchas procesiones no han podido salir en todo el país. Pero para otros, dichosa, porque quizás, y sólo quizás, pueda suponer que pueden volver a dejar abierto el grifo con tranquilidad.

Y es que hace apenas unos meses, en una fría mañana de invierno, nos levantamos con la noticia de restricciones de agua en Cataluña. Atemorizados todos y todas sobre la ya probable posibilidad de no poder contar con innumerables piscinas donde refrescarnos en verano, despotricamos en las barras de nuestros bares favoritos sobre el indeseable enemigo a las puertas: el cambio climático.

Porque este terrible compañero se ha introducido en todas nuestras vidas y parece no querer abandonarnos. Y, sin duda, su influencia está ocasionando cada vez una mayor variabilidad estacional de las precipitaciones pues, a pesar de poder hablar de pluviometrías anuales similares a las de hace décadas (a nivel nacional al menos), estas se concentran cada vez más en determinadas regiones en detrimento de otras, así como en pocas semanas del año. Veranos e inviernos cada vez más prolongados y secos que comprometen nuestra demanda de agua.

Pero, ¿quién tiene la culpa de este cambio climático? Al fondo de la barra, la vecina de enfrente lo tiene claro: “¡El Gobierno!”. Más allá, una mujer que se aproxima a la tragaperras le rebate: “Eso es por culpa de los de los bancos”. Tu amigo, arreglándose su nueva rastra, opina que es culpa del sistema capitalista. Pero la guindilla la da el camarero, que no se pierde ninguna conversación: “¿No será que es culpa de los rojos?”, pregunta entre serio y con sorna.

La realidad es sencilla, pero enormemente compleja. El problema es de todos, como parte inherente de un sistema económico que depreda los recursos por encima de la capacidad de regeneración del propio planeta, con una serie de dolorosas consecuencias ambientales.

Pero, ahora bien, se trata de un problema deslocalizado. Es decir, que uno bien puede contaminar aquí y que las consecuencias puedan sentirse, en términos climáticos, en otra parte (o en todas, mejor dicho). Entonces, ya lo tenemos: la culpa es de los otros países, que contaminan, lo que hace que llueva menos y, por tanto, dispongamos de menos agua. ¡Menuda faena!

Embalse de Marismilla en 2022, completamente seco. Fuente: 19Tarrestnom65, CC BY-SA 4.0 , via Wikimedia Commons

Un problema de consumo

En fin, esta sequía que tanto escuchamos, aunque cierta, no deja de ser la cabeza de turco de un problema más profundo, y que poca gente, y menos aún instituciones, se atreve a atajar: consumimos agua de manera desorbitada.

Porque, aunque no queramos verlo, los números están ahí. El consumo mundial de agua se triplicó desde 1950 hasta el año 2006.

En España, nuestra realidad es bastante acorde con la tendencia de los países “desarrollados”. A pesar de la dificultad de encontrar datos históricos reales, con un largo periodo, que demuestren que cada vez consumimos más agua, el aumento en las últimas décadas de nuestra Huella Hídrica per cápita es evidente. Este indicador, que mide cantidad de agua necesaria para producir todo lo consumido por una población (en este caso, los habitantes de España) sería la medida más idónea para evaluar el avance o retroceso en este ámbito. Sólo observando la tendencia desde el año 1996 al 2011, se ha pasado de una huella de 5.800 a 6.700 litros por persona y día. Es decir, un incremento del 15% en tan sólo 15 años. Aun así, esto es aún más grave si tenemos en cuenta que ya a finales de los 90 el consumo de agua era completamente desorbitado si lo comparamos con la situación de primera mitad del siglo XX. Por eso, cuando escuchamos que nuestro consumo es de unos 130 litros por persona y día, y que está descendiendo sustanciosamente en las últimas décadas (en el año 2000 estaba por encima de 160 litros), sólo se refiere al consumo domiciliario que proviene de la red de suministro, prácticamente anecdótico comparado con los consumos agrícolas (en torno al 70% de la huella hídrica) o industriales (20%).

Macrogranja en la provincia de León. Fuente: Ecologistas en Acción.

Este indicador, aunque extremadamente útil, es también engañoso, ya que se refiere al consumo, implicando factores relativos a la exportación e importación de productos (y con ello, de “agua”). En España, por ejemplo, “importamos” más que “exportamos” agua. Si consideramos lo que producimos aquí, consumiríamos unos 4.900 litros por persona y día, por lo que en el balance entre lo que importamos y exportamos tocamos a unos 1800 litros por cabeza. No está nada mal.

Empecemos a regar

La respuesta que tanto buscábamos: el problema está en el regadío y en la reconversión industrial de la ganadería. Sin embargo, en muchas estadísticas, a simple vista, este consumo no se observa, al igual que pasa con el industrial, pues ambos hacen captaciones directas a ríos, embalses, canales o acuíferos, sin formar parte de la red de abastecimiento urbano y, por tanto, sin pasar por los contadores de las empresas que gestionan el agua, aunque sí por los datos de la Confederación Hidrográfica correspondiente (quiero pensar).

Como una imagen dice más que mil palabras, esta serie de gráficos, obtenidos del estudio “A grandes transformaciones agrarias, grandes impactos hídricos: un análisis histórico del consumo agrario de agua en España”, desarrollado por Ana Serrano, Vicente Pinilla y Rosa Duarte, aportan luz al incrédulo:

Agua incorporada en la producción agraria española,1860-2008. Fuente: Duarte, R. et al. (2022)
Área equipada para regadío en España, 1900-2017. Fuente: Duarte, R. et al. (2022)

En fin, si observamos la primera gráfica, el incremento del consumo de agua es evidente. Llamativo es observar como el “agua azul” (dicho mal y rápido, el agua de riego), se ha quintuplicado en siglo y medio, llegando a un consumo de 15.833 hectómetros cúbicos en 2012. Seguro que para algún lector o lectora le parece lógico, incluso positivo, considerando el “progreso” del último siglo. Pero los ríos y acuíferos son los mismos, si no menores debido al innombrable cambio climático.

Por supuesto, el avance en cuanto a superficie de regadío ha sido acorde, triplicándose desde 1900. Todo ello, acompañado por supuesto de la proliferación de embalses con los que nutrir a las comunidades de regantes.

Evolución de la capacidad acumulada de embalse en España, 1880-2020. Fuente: Duarte, R. et al. (2022)

¿Qué nos queda por hacer?

Empecé este artículo con la solemne intención de no mostrar muchos datos, por lo confusos y complejos que estos pudieran ser. Pero no me he podido resistir. Cuando se ven gráficas como las anteriores uno se vende al efectismo.

Pero, ante todo, no quería centrarme en los datos porque considero, honestamente, que no es tan importante una visión cuantitativa como una visión cualitativa del problema. Cada vez nos alejamos más de nuestro entorno, de los recursos que nos rodean, olvidando la relación de frágil dependencia que tenemos con ellos. Por ello, más allá de quejarnos en el bar (que también es necesario, te quedas como “nuevo”), tenemos que proponer soluciones.

Respecto a las consecuencias que ya sufrimos, tenemos que adoptar estrategias de adaptación, como el uso de tecnologías sociales o apropiadas, de bajo impacto y coste, que estén diseñadas al entorno donde vivimos. Captar el agua de lluvia en todos los edificios, implantar filtros verdes de depuración en todos nuestros pueblos, recuperar el secano como sistema agrícola predominante o apostar por la ganadería extensiva deben ser realidades, no sólo palabras.

Pero también debemos combatir a ese terrible Leviatán, el cambio climático, que amenaza nuestras cómodas vidas. Y la solución más sencilla y evidente, aunque a ciertos ministros no le entre en la cabeza, es el decrecimiento. Menos consumo de agua, de energía. Porque podemos vivir sin comprar tanto, sin tener de todo. Porque podemos consumir alimentos de cercanía y temporada. Porque podemos dejar de comer carne hasta en sueños. Porque podemos remendar nuestras ropas viejas. Porque podemos usar la bicicleta para ir al bar de enfrente.

Porque para el agua no existen ni sectores económicos ni fronteras administrativas. Sólo entiende de ciclos, factores físico-químicos y cuencas o acuíferos por las que discurrir o esconderse. El acuífero está donde está, la nube descarga donde desea. La naturaleza es caprichosa. Y ella, al final, siempre gana.

Referencias

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  • Duarte, R., Pinilla, V., Serrano, A. (2022). A grandes transformaciones agrarias, grandes impactos hídricos: un análisis histórico del consumo agrario de agua en España. Universidad de Zaragoza, Facultad de Economía y Empresa e Instituto Agroalimentario de Aragón (IA2).
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