“Tenemos derecho a decir lo que ya se dijo una vez” A. Artaud
El plagio, la copia o imitación han sido en literatura un terreno prohibido y censurado. Las obras literarias acusadas del crimen del plagio son puestas directamente en el contenedor de la vergüenza. A la literaria se le exige originalidad y unicidad, como emergida de un caldero hirviente de creatividad. Esta, la creatividad, aún se guarda con mucho recelo en la idea de la genuina literatura. Otras artes hace mucho tiempo que han transformado la diversidad de las formas creativas, contribuyendo al ensanchamiento de sus posibilidades.
Tal y como expresa David Foster Wallace en La broma infinita, que la copia literaria significa recorrer un camino previamente explorado. Recoger las ideas y temas que otros han elaborado y hacerlos pasar por un filtro nuevo: el contexto sustituyendo al contenido.
Tengo la férrea convicción de que los buenos libros, los buenos autores, o la buena literatura es aquella que ejerce sobre el lector el irresistible placer de participar de ella. Como si la literatura fuera la propia musa de la literatura. Como si la literatura fuera el alimento de los escritores voraces y de los inocentes, de los escritores pueriles y de los escritores desaparecidos y de los olvidados y de todas las escritoras de todos los rincones del mundo fétido y opresivo desde donde escriben. La literatura se alimenta de sí misma. Es este un sueño en el que el arte de la palabra no cede nunca, no desiste nunca ni se aleja jamás de esta secuencia caníbal en la que unos cadáveres rebosan sobre otros, apilados como libros en una vieja biblioteca. Así, la literatura nunca se acaba, ni vuelve a empezar, ni tropieza, ni se estanca como el agua sucia de un charco; la literatura continúa apilándose sobre sí misma.
Y es que todavía se puede estrechar más la delgada línea que existe entre la influencia y el plagio. Hay que olvidar de una vez por todas la idea del genio romántico que crea desde una atalaya construida sobre la base de su propia gracia innata. Hay que acabar con el concepto del creador divino, ex nihilo, con la fantasía de las musas de la inspiración original y espontánea. La creatividad literaria está enclaustrada bajo estos clichés vacíos, que han sido a su vez, quijotescamente, añadidos al imaginario de lo que debería ser un escritor. Si esto es la creatividad, hay que huir de ella decididamente.
Al contrario de lo que sucede en el mundo del arte, la literatura ha sido tradicionalmente ajena a muchos de los mecanismos y procesos que han tomado el plagio o la imitación como un método constructivo válido y artísticamente conspicuo. Lo original se ve sacudido para siempre con los readymades de Duchamp; la identidad y unicidad se resuelven en Warhol de formas inesperadas; en la música el sampleado es una práctica habitual; con la aparición de la fotografía y el cine la reproducción y apropiación se insertan en el discurso dominante del mundo del arte.
Por suerte, la incipiente literatura de las últimas décadas nos deja también ejemplos de cómo podrían trasvasarse estos métodos al lenguaje y su composición. En los últimos años hemos visto por ejemplo obras como la transcripción completa, en un blog, de En el camino de Jack Kerouac, una página al día, todos los días, a lo largo de un año; un poema que no es más que la lista de tiendas de un centro comercial replanteada de forma poética; una abogada que representa los informes legales que recibe en su despacho como poesía, en su totalidad y sin cambiar una palabra; otra escritora que pasa sus días en la British Library copiando el primer verso del Infierno de Dante de cada traducción al inglés que la biblioteca posee, uno tras otro, página tras página, hasta agotar las existencias de la biblioteca. En España, Cristina Morales, ha hecho pasar fragmentos del fascista Ramiro Ledesma por proclamas izquierdistas en su primera novela Los combatientes, copiando fragmentos de Ledesma sin citarlo.
Todas estas prácticas se encuadran bajo lo que se ha denominado patchwritting, un concepto que deja claro que la construcción, concepción y composición de un texto es ahora tan importante como lo que dice. Que nos permite apreciar cómo el contexto renueva y refresca el contenido. Que nos recuerda lo obsoleta y trasnochada que es la idea de una creatividad pura y virginal. Y que nos advierte de las inmensas posibilidades que se abren con la aparición de Internet, la disponibilidad y reproductibilidad del texto en variedad infinita de formatos. Se trata de elaborar una escritura no-creativa, tal y como la ha llamado Kenneth Goldsmith.
Buen artículo ! Un saludo compañero.