La niña juega inocente
con un ovillo en su celda.
Celda de calizos huesos
y amapolas tempraneras,
donde los sueños de otoño
despiertan en primavera.
Pulso de ajadas campanas,
torres solas de tristeza,
laberintos de silencio
en su alma de escalera.
Agujas de verdes aguas
tejen con hilo de hiedra
y con la rueca del tiempo,
cicatrices en la piedra.
¡Oh, cárcel de paganos dioses
en resinosas vidrieras!
¡Olvidada por los hombres
que se olvidan bajo tierra!
Celda de luna creciente
que no emborracha mareas,
pero escarcha y riza el alma
cuando los álamos tiemblan.
Sus migajas de rocío
heladas en la ribera
rezan a los ruiseñores
que de su éxodo vuelvan,
y el eco de un mar lejano
entre sus hoces resuena:
son lágrimas esmeraldas
que traen mudas sirenas.
¡Oh cárcel envuelta de lana
donde se pierde la senda,
donde la sal nunca escuece
y las olas nunca llegan!
Un día… ¡la niña se escapa!
¡y vuela en la primavera
sobre el ala del halcón
entre redobles de cera
y callejones de color!
¡Y el ocaso se envenena
en su candente mirada
mientras juega con la hierba
en una fuente sin agua!
Y cuando el estío llega,
la niña se vuelve loca,
cantando se desespera,
sube y baja por las calles
carcajadas de canela.
Huele a aroma de endrino,
de cebada y de ajedrea,
los muchachos la persiguen
corriendo sobre quimeras.
Sus sueños viajan en barcos
de tinta y lona de seda,
con marineros sin miedo
a rumores de tormenta.
¡Niña etérea como el viento,
niña mora y paramera,
niña para ser pintada
sin pinceles ni paleta!
Niña de encina y romero,
de romances en verbenas,
con ojos de escaramujo,
y besos de luna llena.
¡Niña olvidada del mar,
mimada por las estrellas,
que por amar su libertad
el olvido la hizo presa!
Y la niña irá a su celda
una madrugada tuerta,
a escribir su verso final
bajo la luz de una vela:
“No hay reina sin su jalea
a los pies de esta colmena,
y mis suspiros susurran
unas pupilas añejas,
un reloj lleno de enigmas,
y otro adiós que se acerca”
En esta celda del tiempo,
la niña que se hace vieja
es mi piel llamada Cuenca.