Torralba, ¿castillo o jaula?

Torralba, ¿castillo o jaula?

Mencía de Mendoza y Quiñones, mujer de Pedro Carrillo de Albornoz, fue la señora del castillo de Torralba, que algunos llamaron jaula.

En la capilla de los Caballeros de la catedral de Cuenca, está la tumba de su familia, su marido Pedro Carrillo de Albornoz, el hijo de ambos, Luis y su esposa Inés Barrientos, pero no la suya. También está la del canónigo Gómez Carrillo de Albornoz, hijo natural de su marido.

¿Por qué no quiso ser enterrada con ellos como era lo habitual entre las familias nobles de época? Con alguna excepción, por ejemplo, la de su tía Aldonza de Mendoza, duquesa de Arjona. En este caso estaba justificado que quisiera estar lo más lejos de su marido, que la maltrató en vida y hasta intentó matarla con veneno.

¿Habría recibido maltratos, también doña Mencía de su marido? ¿Sería esta la razón por lo que prefirió volver con los suyos? Afortunadamente, el belicoso Pedro Carrillo, jefe de los ejércitos de la Corona, pasó mucho tiempo fuera de Cuenca y de su castillo de Torralba, donde tenían la residencia familiar.

En Torralba nacieron sus tres hijos: Luis Carrillo de Albornoz, el primogénito, heredero del mayorazgo, Teresa de Mendoza, que murió siendo muy joven, e Isabel de Mendoza, que testificaría junto a su madre en el proceso inquisitorial de los Cazalla, a favor de los alumbrados.

Al morir su marido en 1493, Mencía, después de enterrarlo en la catedral de Cuenca, se marchó de estas tierras para irse a vivir a casa de su hermano, Iñigo de Mendoza, conde de Tendilla, alcaide de la fortaleza de La Alhambra y capitán general de Granada.

Nos queda la correspondencia entre los hermanos, ella le habla de cosas cotidianas, detalles banales como la clase de telas que ha comprado en una feria, y le pide ayuda para los suyos, cuando lo necesita. El hermano mayor le contesta cariñosamente, además de interesarse por su salud y pormenores de su vida. En las primeras cartas, dirigidas a la fortaleza de Torralba, le informa de cómo van los negocios con los que intenta ayudar a los suyos, marido e hijo especialmente, que son los que se meten en líos. Más adelante, cuando ya vive en la Alhambra y su hermano está fuera, por su cargo de embajador en Italia, recibe su encargo de cuidar de la hija natural que ha tenido con Leonor Beltrán.

Mencía se había educado junto a sus hermanos en la opulencia y prestigio de los Mendoza, en Guadalajara. Era la más pequeña de la familia, la única hermana, ya que Catalina había muerto de niña, objeto de todos los mimos y cuidados de los tres hermanos varones. En especial, del mayor, el primogénito y heredero de la casa, que tenía ya dieciocho años cuando ella llegó al mundo, en el año de 1460.

Su abuelo el marqués de Santillana, les había dejado la mejor biblioteca del reino. Eruditos y trovadores venían a los salones del palacio del Infantado y los niños aprendían de ellos, además de sus maestros o preceptores. Primero en Guadalajara y luego en Buitrago, Mencía, desde niña estaba familiarizada con los libros, que en su familia eran tan importantes. ¿Mandaría copiar algunos para traérselos a Cuenca?

En el castillo de Buitrago convivió con la princesa Juana, la hija del rey Enrique IV, quien le había encomendado su custodia a su madre, doña Elvira de Quiñones. Juntas jugaron de niñas hasta que las separaron en 1470, cuando pasó la custodia al marqués de Villena mientras se dirimían cuestiones sucesorias con su tía Isabel la Católica.

Mencía debió de echar en falta a su compañera de juegos, solo dos años menor que ella, más cercana en edad que sus hermanos, todos mayores.  Seguro que la princesa Juana también la echaría de menos. ¿Quién iba a decirles entonces que, de mayores, pasado el tiempo, las dos irían a parar a sitios tan cercanos la una de la otra? Juana, retenida en el castillo de Belmonte, a la espera de poder reinar algún día, cuando los partidarios de su tía Isabel fueran vencidos; y ella, en Torralba, también en tierras de Cuenca, con su marido Pedro Carrillo de Albornoz, general mayor de los ejércitos de Isabel y Fernando. Tan cerca y tan separadas, una en el bando enemigo de la otra.

El castillo de Torralba estaba sobre una colina. Más abajo podía verse el río y los campos de mimbre que cambiaban de color con las estaciones. La naturaleza y la maternidad llenaban sus días. Aun así echaba de menos el arte y la poesía que la habían rodeado desde su infancia. Su hermano le enviaba trovadores y libros para alegrarla y aquellas cartas suyas llenas de afecto. ¡Qué diferente esta familia del marido a la suya!

En la de los Carrillo de Albornoz se odiaban los hermanos. En vez de ayudarse mutuamente, como hacían los Mendoza, en esta se denunciaban y hasta se mataban.

Su cuñado Álvaro Carrillo, que había nacido después que su marido, quería toda la herencia para él. Para conseguirlo acusaba a Pedro de haber asesinado a su hermano mayor, que hubiera sido el heredero, para quedarse con el mayorazgo. El crimen había ocurrido hacía ya mucho tiempo, veinte años antes de la boda de Mencía, que fue en el año de mil novecientos ochenta y seis. El rey Enrique lo perdonó entonces porque fue por defender a su madre. Su marido confesó, fue en un arrebato, no pudo resistir ver cómo su hermano la golpeaba, ¡a su propia madre!, y la arrastraba por los pelos. El mismo año del crimen, en 1466, el rey le dio carta de perdón con escritura firmada por los demás hermanos, de que perdonaban el fratricidio.

La envidia y los cambios de bando entre nobles y reyes resucitaban el crimen. Álvaro, además, acusaba a su hermano de haberlo tenido encerrado en una jaula de hierro en Torralba.

La misma jaula en la que vivía ella ahora. Un torreón del castillo que tenía rejas en sus muchas ventanas para evitar que nadie los sorprendiera. Si fue prisión había sido para ahorrarle una condena mayor que le hubiera dado el corregidor de Cuenca. Al tenerlo en custodia lo protegía, porque la falta que había cometido no era baladí. Pero Álvaro ni siquiera mencionó estos hechos en su denuncia, solo dijo que Pedro lo había tenido preso siete años. Consiguió que el rey Fernando el Católico lo condenara a muerte y lo nombrara a él, el hijo tercero, heredero del mayorazgo.

Salió de Torralba creyéndose ya amo y señor, pero Pedro pudo demostrar la falsedad de las acusaciones y recuperó sus derechos. ¿Qué hubiera pasado si no hubiera podido demostrarlo?  Hubiera habido otro crimen en la familia, otro fratricidio, en este caso cometido por Álvaro, que habría conseguido que se condenara a muerte a su propio hermano.

También Alonso Carrillo, otro hermano, reclamaba más herencia y renegaba de la escritura de perdón que habían hecho. Solo Íñigo Carrillo se abstenía de resucitar aquel crimen y pedir venganza, aunque también habían tenido sus desavenencias cuando Pedro invadió el pueblo de Ocentejo y se llevó prisioneros a los defensores del castillo de ese pueblo al suyo de Beteta. No llevaban ni ocho años de casados cuando ocurrió aquello. Ya entonces contó con la ayuda de su familia política. Su hermano Íñigo López de Mendoza, que siempre los amparó, mandó sus tropas en apoyo de su cuñado. 

No debió dolerle quedarse viuda. Por fin se libraría de aquel odio entre hermanos que envenenaba sus vidas. Dejaría las tierras de Cuenca por otras más amables: los jardines de la Alhambra donde su hermano tenía el palacio.

Lo que no sabía era que, a la muerte de Pedro, ella heredaría el conflicto y los pleitos para reclamar lo que les correspondía a sus hijos por herencia. No iba a renunciar a sus derechos, aunque defenderlos supusiera no olvidar del todo aquel pasado doloroso y reavivar el carácter pendenciero de su hijo Luis, tan parecido al del padre.  

No renunció al amor, pero sí a volver a casarse. Al seguir viuda, pudo mantener la tutela de sus hijos y disponer de su patrimonio. En la casa de su hermano, convivirían con su cuñada, Francisca Pacheco, y sus ocho hijos. Los suyos recibirían la misma esmerada educación que sus sobrinos y sobrinas, con preceptores humanistas que les enseñarían latín, gramática, música y hasta griego.

Al morir su hermano, su nuera Catalina pasó a ocuparse de la dirección de la casa, y ella volvió a la ciudad de su infancia, Guadalajara, donde su tía Brianda había creado un Beaterio. Ocupó una casa de la familia y se entregó a cultivar el espíritu, a patrocinar obras de arte y grandes edificios religiosos, como era costumbre en las mujeres de su familia. Frecuentó el palacio del Infantado donde se reunían devotos de la nueva espiritualidad y practicó con ellos la nueva devoción, la oración mental y la confianza en la misericordia de Dios. Había cumplido ya los setenta años, una edad respetable para la época, cuando en 1533 testificó, junto a su hija Isabel de Mendoza, en el proceso inquisitorial contra Felipe Alcaraz y después en el de María de Cazalla, a favor de los acusados.

Torre de Torralba. Fuente: El Arte en Cuenca (https://www.elarteencuenca.es/blog/castillo/torralba)

Bibliografía

  • González Rubio, Luz. En Femenino plural. https://go.ivoox.com/rf/69157031
  • Alegre Carvajal, Esther. Damas de la casa de Mendoza. Historias, leyendas y olvidos.
  • Sánchez Collada, Teresa La vida cotidiana de las mujeres conquenses, Tesis doctoral, UNED, 2018.
  • https://elrincondealbalatedelasnogueras.blogspot.com/2012/05/el-fratricidio-de-pedro-carrillo-de.html

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