¿Viva la unidad de España?

¿Viva la unidad de España?

Imagen cabecera: “Manifestación por la Unidad de España” 7 de octubre de 1934. Fuente: archivo

El 19 de noviembre de 1979 se podía leer en el periódico El Alcázar: «La unidad de España ha sido puesta en trance de ruptura por decisión unilateral de quienes no se consideran españoles, en contra de la voluntad de los que tienen a honor serlo, como si a éstos esta unidad no les afectase o les fuese indiferente», unas líneas escritas por el falangista y ministro franquista Raimundo Fernández-Cuesta, que hoy en día podrían salir de la boca de más de uno de nuestros políticos nacionales. En el mismo número de la revista, el carlista J.E. Casariego teme que España, con las autonomías «en un bárbaro salto regresivo, disfrazado de falsos progresismo, retorne a las tribus celtibéricas y reinos de taifas». 

La vigencia de ambas declaraciones – ya algo trasnochadas en la Europa democrática de finales de los años setenta del siglo pasado – impresiona, y deja claro que la “Unidad de España” enarbolada históricamente por la derecha española no es sino una muestra más de lo poco evolucionado del pensamiento reaccionario español contemporáneo en este sentido; el cual, desde el acto de la Comedia y fundación de la Falange Española en 1933 hasta la actualidad siempre ha estado obsesionado con la grandeza y la unidad del Imperio Español: empezando por La Reconquista, El Cid Campeador, Los Reyes Católicos, la Invasión de América, etc.  hasta el desastre de 1898 y las Guerras de África, estableciendo el dogma de que cualquier atisbo de aspiración autonomista constituye – en ciertas épocas incluso literalmente – un crimen contra España y su sagrada Unidad. 

El caldo de cultivo del concepto de “Unidad” esgrimido por la derecha española podríamos encontrarla en los textos de la llamada “generación del 98” en los que se reflexiona sobre la decadencia de la nación española y se intenta desentrañar sus causas aludiendo a la Patria, la Nación, el Imperio, etc. En este sentido, Unamuno identifica la esencia de España con el alma de Castilla, que «un tiempo conmovió al mundo» y siente un imperioso deseo de liberación (En torno al casticismo, 1895), del mismo modo que Machado se conmueve al observar la Castilla de entonces «Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora» (Campos de Castilla, 1912). Posteriormente, Ortega y Gasset también tuvo gran influencia, definiendo el “nacionalismo particularista” como un sentimiento de vivir aparte de los demás pueblos y colectividades frente al anhelo «a saber, adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destinos que es una gran nación» (debate del Estatuto de Cataluña en mayo de 1932). 

Con todo esto, José Antonio Primo de Rivera ya comenzó a insistir a principios del siglo pasado en que el Imperio español, fundado bajo inspiración divina por Fernando e Isabel y desarrollado por sus sucesores, sólo fue posible como consecuencia de la unificación territorial y religiosa del país –argumentación probablemente incuestionable en el contexto histórico de finales del siglo XV –. Esta fue la base utilizada para la construcción de la doctrina falangista sobre la que, a su vez, se apoyó ideológicamente el régimen franquista, pese a que el propio José Antonio Primo de Rivera calificaba a los protagonistas del golpe de 1936 como «un grupo de generales de honrada intención, pero de desoladora mediocridad política».

Esta visión arcaica de España se encuentra totalmente despegada de las complejas realidades culturales y sociales de la España contemporánea, y su defensa es contraproducente en el proceso de construcción de una identidad nacional, que en la actualidad debería estar basada para su pervivencia en la multiculturalidad y el progresismo; es tremendamente complicado imaginar el papel que una España totalitaria que impusiese un modelo de Estado totalmente unitario pudiese tener en el mundo moderno en la actualidad.

En este sentido, la propia Constitución española aprobada hace más de 40 años tras otros 40 de dictadura, en el mismo artículo 2 que determina la fundamentación de la Constitución en la «indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» establece el reconocimiento y garantiza «el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Decir, además, que este precepto trae causa del artículo 1.3 de la Constitución republicana de 1931, cuyo primer artículo en su párrafo tercero establece que «La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones», y bajo el amparo de la cual verían la luz los primeros estatutos de autonomía de Cataluña y del País Vasco en 1932 y 1936, respectivamente.

“Manifestación contra el Gobierno de coalición” 19 de mayo de 2020. Fuente: Europapress

Así las cosas, cada día se hace más necesario construir conjuntamente un relato global acerca de la concepción unitaria del Estado español, dejando de apelar constantemente a conceptos vacuos y denostados que producen rechazo por su histórica significación política y comenzando a trabajar en la construcción de dicho relato echando mano de otros conceptos como el de solidaridad interterritorial, respeto institucional y cultural, etc., con el fin de construir puentes de entendimiento que lleven a un futuro común. Esta es la única opción posible; tomar otro camino llevaría de forma irremediable a la disgregación territorial – si no real y jurídica, sí social – del Estado español. 

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