Si algo se ha mantenido intacto e identitario en los pueblos de nuestro país ha sido el paisaje. A pesar de los cambios provocados por la agricultura y la ganadería durante milenios, tajantes en las últimas décadas, ha perdurado en ellos indemne un carácter primigenio y puro. En este escenario, la naturaleza estaba impregnada en el ser humano. También en sus deseos.
Como resultado, la historia del país y de sus gentes se entierra en cada paisaje. Campos, vegas, lomas, picos y valles son el camposanto por donde ha transcurrido todo aquello que hoy somos. Sus abrigos rocosos, sus riberas, sus caminos o sus fuentes, alegres criptas. Y como aves fénix, el verdor de las plantas, en su respirar de luz y agua, hacen renacer a la vida y la embadurnan con su florido aroma. Resurgen pinos, robles, encinas, jaras, juncos, gramíneas entre los que resoplan sagradas águilas, ciervos, osos, lobos linces y caracolean escarabajos, arañas, hormigas y lombrices.
Y entre toda esta amalgama de formas de vida, juego de ángulos, mosaico de aromas y colores…la garra voraz e infalible de la evolución: el ser humano. Especie jerárquica socialmente y deseosa internamente. De este profundo deseo, su mayor expresión se llama codicia. Y en este viaje milenario de deseos y posiciones sociales, generación a generación, se ha intentado apropiar de la tierra, sus usos y sus habitantes. Ha herido codiciosamente el paisaje.
Y hoy, les ha tocado a los últimos seres humanos que lo custodiaban. Los pueblos y sus gentes se preparan para ser arañadas y heridas. Motas de polvo dispuestas a ser barridas. Eclipsadas, en su ocaso, por el brillo de las efemérides: grandes rascacielos, infinitas avenidas, luces inapagables… Donde el aroma de romeros y tomillos, es alquitrán y asfalto y el primaveral canto de las aves, el ruido del motor acelerando.
Y si no fuera ya poco su actual dolor punzante y agonizante por las ausentes voces de los chiquetes; por el reniego a escuchar la sabiduría de sus últimos pobladores; por el cariño ausente por conservar sus casas donde habitaba la vida y sólo queda el olvido, si no fuera ya poco todo eso hoy su futuro se dirige a servir de despensa para la gula cárnica y consolador para el creciente consumo energético de las ciudades. En los últimos años el repunte de la instalación de macrogranjas con sus derivadas consecuencias a la tierra y al agua son inadmisibles. Respecto al proceso de descarbonización y el esperanzador modelo de energía renovable y sostenible es urgente y necesario, pero también urgente y necesario es que sea repartido y descentralizado. Porque, ¿qué tipo de vínculo van a crear estos megaparques eólicos y fotovoltaicos con la gente de los pueblos? ¿En qué va a repercutir laboral o culturalmente en ellos? Y, como sugerencia ya constatada, ¿cuántos tejados y azoteas de las grandes ciudades no podrían servir para esta misma utilidad? ¿no sería más sensato ubicar en la periferia de estas grandes poblaciones sus despensas y consoladores? O, ¿acaso esto ya no es rentable para el negocio oligarca? Son preguntas demasiado rigurosas y trascendentales.
Porque si algo le sigue quedando a nuestros pueblos es su paisaje. Y quizás ahí palpita su futuro. Que sin subyugarlos, en un intento lógico pero al parecer delirante, podrían ser reservas de aire puro, escuelas de biodiversidad, manantiales de agua fresca, refugios de la memoria y atalayas donde dejar flotar la mirada. Seguir siendo esa amalgama de formas, juegos de ángulos, mosaicos de aromas y colores. Los pueblos y sus entornos podrían ser entonces los reservorios de la vida. De la vida natural sobre la que se escribió nuestra historia como ser humano y donde seguimos siendo, aunque parezca otro delirio, una especie compañera de tantas otras. Si queremos seguir disfrutando de nuestros pueblos, no seamos un país ex-paisaje, porque un país es paisaje. Y como diría Labordeta, regular gracias a Dios, lo seguimos siendo.
Foto de portada: Planta solar de Olmedilla de Alarcón.
Fuente: Grupo Tecmo. https://www.tecmosa.com/proyectos/planta-solar-olmedilla-de-alarcon-cuenca/
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