Zeus visita Cuenca (IV)

Zeus visita Cuenca (IV)

Era media mañana cuando Zeus y Andreíta montaron en lo que el dios seguía considerando como una misteriosa biga sin caballos.

  • Sigue resultando un enigma para mí la manera en la que este artefacto se desplaza –comentó Zeus dubitativo–. ¿Acaso lo acciona algún tipo de magia?
  • Que yo sepa, no. Mi coche tiene un motor gasolina de noventa caballos –respondió Andreíta, la cual, viendo que su acompañante abría desmesuradamente los ojos componiendo una expresión atónita, desvió rápidamente la conversación– y nos llevará directamente a la finca donde está mi familia. No te preocupes, porque son todos muy agradables y te aceptarán como a uno más en seguida. Mi tío Fernando es un famoso velocista que llegó a ganar unas Olimpiadas. Es muy competitivo: cuando se entere de que juegas a la diana, seguro que te pide echar una partida.

Andreíta siguió charlando durante todo el recorrido, contando más cosas de sus familiares y respondiendo las inusuales preguntas de Zeus –¿Para qué sirven todos estos botones que hay aquí? ¿Esa “Casa de los Jamones” es una especie de templo? ¿Por qué hay un ciervo dibujado dentro de ese triángulo rojo y blanco?–. A la muchacha le extrañaba que una persona adulta no conociera esas cosas tan cotidianas, pero suponía que toda una vida dedicada a la perfección de una habilidad había convertido a ese hombre en una suerte de ermitaño al margen de la sociedad. Poco le importaba con tal de que siguiera tan encantador como lo había sido durante la noche anterior.

Así llegaron a la finca, un terreno diáfano rodeado por blancos muros cubiertos de enredaderas. En uno de los extremos se alzaba una casa de campo de planta rectangular, de un solo piso, que servía a la vez como dormitorio, salón y comedor. Próxima a ella se encontraba una construcción que hacía las veces de cocina, a la que se accedía atravesando una puerta corredera abierta de par en par. De entre las tejas cerámicas que cubrían el techo, una humeante chimenea se elevaba hacia el cielo, y parecía atraer con sus señales de humo a las personas para que allí se reunieran.

Andreíta aparcó el coche y bajó presurosa:

  • ¡Hola a todos! Escuchad, he venido con un acompañante. Se llama Zeus y es… jugador profesional de dardos.
  • ¡Aiba! Pues eso tendrá que demostrarlo… –exclamó el tío Fernando ahuecándose.
Zeus saliendo del coche. Fuente: Runtxu Cano

Cuando Zeus bajó del coche vistiendo el elegante traje, majestuosas las ondeantes guedejas y barbas de su regia testa, un admirado “Ooooh…” se escapó de los presentes.

“Buen comienzo el de estos mortales”, se regodeó Zeus.

Con movimientos cautos, semejantes al de curiosos animalillos, los parientes de Andreíta se asomaban unos sobre los hombros de los otros para observar al recién llegado. Estaban hechizados por la imponente aura del rey del Olimpo. Nadie parecía atreverse a hablar mientras Zeus se aproximaba a ellos junto a la joven, pero una aguda vocecilla rompió el silencio:

  • Mami, ¿es ese Papá Noel? –preguntó Carlitos, el pequeño de cuatro años.

Y la carcajada general disolvió la tensión en un instante. A continuación, y sin saber bien cómo, Zeus se vio rodeado por los familiares de Andreíta. Alguien puso en su mano una lata de cerveza y en sus narices platos repletos de diversos aperitivos. Lo acosaban para que contara si era de Cuenca, a qué se dedicaba, de qué conocía a Andreíta, si es que acaso estaban juntos… preguntas que se solapaban unas con otras sin apenas conceder al dios oportunidad de responder. Pero Andreíta, que sabía que eso iba a pasar, acudió a su rescate solicitándole que le acompañara a conocer a la abuela Bernabea.

La anciana se encontraba de espaldas en el interior de la cocina, afanándose sobre una ennegrecida sartén de hierro puesta sobre el fuego.

  • ¡Abuela! –vociferó Andreíta al tiempo que la tocaba en el hombro– Es que está un poco sorda, ¿sabes? Mira, te presento a Zeus, un amigo que viene a comer con nosotros.

La mujer se dio la vuelta y saludó alegremente al invitado.

  • ¡Hola, hijo! ¿Cómo dices que te llamas?
  • Mi nombre es Zeus, padre de los dioses y los hombres. Andreíta me ha traído hasta ti asegurando que elaboras manjares sin parangón.
  • ¿Eh?

Zeus repitió lo que había dicho más fuerte.

  • Vocea un poquito hijo, que no te oigo –solicitó la sonriente mujer.

Y Zeus, persistente como era, repitió palabra por palabra su declaración previa. Esta vez recurrió a su voz de trueno, causando que los pájaros abandonaran sus refugios en los árboles y que Carlitos se cayera de culo por el sobresalto.

  • ¿Dices que si adobo manzanas con pimentón? ¡Qué va! Esto es morteruelo –replicó ella, señalando cándidamente al interior de la sartén.

“¡Por todos los titanes!”, se desesperó Zeus. “Necesitaré la ayuda de Hermes, el mensajero del Olimpo, para que me ayude con sus artes a comunicarme con esta mujer”. Silbó una agudísima nota, imperceptible para el oído humano, y en un instante Hermes apareció junto a ellos.

  • Aquí me tienes, oh Zeus, asistiendo raudo tras tu llam… ¡¿Bernabea?! –se interrumpió Hermes, estupefacto.
  • ¡¿Fermín?! –respondió Bernabea, anonadada.
  • ¿Fermín? –dijo Zeus, extrañado.
  • ¿Os conocéis? –preguntó Andreíta, desorientada.

¿Cuál sería la sorpresa de la muchacha al ver que este misterioso aparecido conocía a su abuela? Y no solo eso, sino que, además, la anciana se estaba poniendo colorada por momentos, se retorcía las manos en el regazo y bailoteaba nerviosamente pasando su peso de un pie al otro.

  • ¡Bernabea! ¡Cuánto tiempo sin verte! –dijo Hermes (o Fermín) recogiendo con sus manos las de la vetusta señora– No has cambiado ni un poquito desde la última vez…
  • Por ti tampoco pasa el tiempo, Fermín. ¡Estás igual que hace cincuenta años!
  • Digamos que me cuido mucho, Bernabea –sentenció Hermes–. En fin, estoy a tus órdenes, Zeus. ¿Qué deseas de mí?
  • Hermes, en primer lugar, quiero saber de qué conoces a esta mujer y por qué te llama Fermín. Después necesito que me ayudes a comunicarme con ella. Su sordera es tan acusada que resulta imposible que me entienda –exigió Zeus.
  • En cuanto a la comunicación, no te preocupes más. Mientras yo esté presente su audición no será un obstáculo. Y acerca de qué la conozco… ¿Recuerdas que hace medio siglo me tomé un descanso? Pues bien, vine a Cuenca y Bernabea me acogió amablemente. Lo pasamos muy bien durante un año entero –dijo, observando sonriente de reojo a Bernabea– y, si no recuerdo mal, el día de la despedida me deleitó con el mismo plato que está preparando hoy aquí. Me llama Fermín simplemente porque así me presenté. Me pareció un nombre más… asumible.

Lógicamente, la confusión se adueñó de los asistentes. En primer lugar, Andreíta venía a la comida con un hombre de estrafalario aspecto que, al poco tiempo de llegar, invita a otro personaje, el cual, para colmo, ¡es un conocido de la abuela de hace cincuenta años! Pero fue precisamente Bernabea la que echó tierra al asunto:

  • Pues ale, Fermín, igual que nos despedimos, hoy nos reencontramos: con una buena sartenada de morteruelo. Venga, ¡todo el mundo preparado, que esto ya está!

Con mano firme a pesar de la edad, la anciana sacó la sartén del fuego y la depositó en una mesa colocada en el exterior.

  • Para comer morteruelo, Zeus, tienes que partir un cacho de pan y remojarlo bien –explicó Andreíta–. También puedes acompañar cada bocado con una guindilla, pero eso ya depende del gusto de cada uno. Venga, que yo te vea. Pruébalo.

Zeus hizo lo que se le ordenaba. Cuando degustó el famoso morteruelo, un torrente de visiones lo asaltaron. En primer lugar, se vio a sí mismo de niño, aprendiendo a cazar en el monte Ida de Creta; luego contempló su juventud, cuando su vigor estaba en su apogeo, impulsándole a comenzar la rebelión contra los titanes; y, finalmente, observó su coronación como Rey del Olimpo, tras la cual se afirmó su gobierno sobre los dioses y el Universo.

  • ¡Qué maravilla! –exclamó el dios– Este manjar ha invocado intensos recuerdos que yacían olvidados en mi interior. ¡Me siento poderoso de nuevo! –y volviéndose hacia la cocinera, visiblemente emocionado, continuó– Bernabea, mi señora: cuando llegue tu momento, yo personalmente vendré a buscarte. Ascenderás al Olimpo y allí convivirás con Hestia, diosa del hogar y la familia, a la que enseñarás tus artes en la cocina.

Bernabea, que no estaba entendiendo ni papa de lo que decía ese hombre, solo replicó:

  • Que te ha gustado, ¿no? Pues ale, ¡a comer!

No hizo falta que se lo repitieran. Finalizado el morteruelo, salió el resoli al terreno de juego. Fue declarado excelente por Hermes y Zeus, que no tuvieron reparos en bajarse una botella cada uno. La casualidad quiso que Hermes se posicionara junto a Fernando, el hijo de Bernabea que había sido un laureado velocista, durante el brindis. Al verlos, una revelación sacudió a Zeus, que lanzó una significativa mirada a Hermes. Este solo dio por respuesta un cómico levantamiento de cejas y un esquivo rodar de ojos.

“Ay, Hermes…” se dijo Zeus, meneando la cabeza.

  • Oye, Zeus –atajó Bernabea– habrás visitado ya la catedral, ¿no?
  • No he tenido la oportunidad.
  • Pues deberías verla. Es la casa de Dios en Cuenca.
  • ¿La casa de dios? Entonces sí, tendré que ir a visitarla cuanto antes…

Y, cavilando acerca de quién podría ser este dios, Zeus apuró su último vaso de resoli convencido de que muy pronto lo conocería.

Esta entrada tiene 3 comentarios

  1. jJuan Antonio

    Espero que la proxima vez que vuelva Zeus a Cuenca pruebe el otro manjar ,el alaju .Muy original este paseo por la mitologia

  2. Ana

    Y también tiene que probar el Resoli, seguro que ya no vuelve al Olimpo!! Muy entretenida la visita de Zeus por Cuenca.

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