Enredos en la lengua

Enredos en la lengua

Fuente imagen de cabecera: Juan Romero Alonso

Andaba trabajando Pascual Cifuentes en su oficina, cuando notó cómo algo le molestaba dentro de la boca, y pensó que, como ocasionalmente le ocurría, se le debía de haber quedado enredado algún pelo en la lengua. Durante largo rato trató de encontrarlo sin éxito. Estiraba y pellizcaba su lengua y la removía contra sus dientes intentando localizar ese maldito cabello que le impedía concentrarse en los documentos que había de entregar. Finalmente, tenaz y testarudo, logró encontrarlo en la puntita de la lengua, y fue tirando y tirando para poder sacarlo y librarse del estorbo. Pero comprobó, asombrado, que aquel cabello nunca se acababa por más que él lo tensase, sino que continuaba tanto más lejos como quisiese estirar. Fue así, de repente, como Pascual Cifuentes comprendió que lo que estaba desenredando no era ningún pelito, sino su propia húmeda y enredada lengua, que le salía larga y desenmarañada de entre los dientes, como uno de esos regalices de chuchería que tanto le gustaba comer de pequeño.

Y cuando Pascual miró aún más cerquita, cuando observó el embrollo que era su ya deshecha lengua, fue cuando vio que ahí se encontraban guardadas, juntas, muy juntas, casi pegadas la una a la otra, todas esas palabras jamás dichas que, en un momento u otro de su vida, se le habían atragantado: estaba la confesión del robo de aquella chuchería en el quiosco de la señora Juana; el deseo nunca formulado de continuar viviendo en Buenos Aires en lugar de en su antiguo pueblo natal; también estaba aquel “No te vayas, te quiero” que no le dijo a Lola cuando ella se marchó, y que quizá, sólo quizá, habría cambiado su solitaria historia; “Hermano, te echo de menos. ¿Cuándo nos podemos tomar un café?”; “Ya te perdono, viejo, perdóname tú también”. “Lola, mi Lola, Lolita, no te vayas, no me dejes. Tengo miedo, sólo es miedo”.

Todo estaba ahí, todas esas palabras que habían sido tan fuertemente ignoradas a lo largo de los años, pensadas sin llegar a pronunciar. Ahí se encontraban, arrejuntaditas, extendidas en una finísima cuerda rojiza y colgando de sus manos.

Y Pascual sorbió, aspiró como si tuviese una pajita, y recuperó todas esas palabras que ya era tarde para que salieran, que quizá ya no tenían sentido tras tantos años silenciadas. Y a su lengua volvieron todas las confesiones. Todos los tequieros y los perdones. Aquellos adioses nunca dichos, que se quedaron para siempre en la garganta.

Carmen Jiménez Martos

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Esta entrada tiene un comentario

  1. Abril

    Totalmente de acuerdo con el artículo. No hay que dejarse nada dentro.
    Narrativa muy suelta y fácil de leer.

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