El candidato

El candidato

Los retratos que adornaban la pieza central de la casa no eran de su familia ni tampoco de los fundadores del partido político por el que se había presentado a las elecciones y había sido elegido alcalde del pequeño municipio serrano. Paradójicamente las fotos correspondían a dos personajes de ideología y conducta pública bien distintas de la de aquel político que propugnaba la igualdad de todos y la necesidad de elevar la palabra y la idea por encima de la espada en un ejercicio de esperanza en la fuerza de la razón, en el contagio expansivo de la bondad.

Uno de los cuadros recogía la imagen de un militar de poca estatura, bigote recortado, escaso pelo y condecorado hasta la náusea. El otro era el retrato de un hombre joven, de pelo engominado, ancha frente, mirada franca y pecho atravesado por los correajes de un falso uniforme militar en el que destacaba una camisa oscura y una corbata negra anudada como si de una horca siniestra se tratara.

Sentado en un escueto sillón, el alcalde miró a sus visitantes con la mirada átona del que hace tiempo que asumió la proximidad del final de sus días. Un enorme tumor en su cuello parecía ser el responsable de este amargo pronóstico.

“Siéntese y díganme qué les trae por aquí”, susurró con voz cansada.

Habló el más delgado de los visitantes que se presentó y señaló a su compañero identificándolo igualmente: “Soy Luis, el secretario del partido. Él es el compañero Pepe, responsable de las candidaturas municipales de la zona y veníamos a pedirle que volviera a presentarse a la reelección.”

El alcalde los miró con consternación mientras decía con voz apenas audible.

  • Lo siento de verdad, pero no puedo hacerlo. Estoy acabado.

Luis no se sintió con fuerza para seguir insistiendo. Tan solo preguntó:

  • ¿Tiene algún amigo, alguien de nuestra cuerda que esté dispuesto a sustituirle al frente de la candidatura?
  • No, hijo mío. No conozco a nadie. Este es un pueblo pequeño y la mayoría de nuestros votantes pasan fuera una gran parte del año, en Valencia, en Cataluña o en Andalucía con la trashumancia. Los que se quedan aquí no son generalmente de los nuestros.

Se quedó callado con la mirada desenfocada orientada en la dirección del fondo negro y frío de la chimenea apagada.

Cuando el silencio comenzaba a ser incómodo para todos, volvió hacia ellos la mirada y esbozó lo que podía ser una salida que diera fin a la tensión creada por el desaliento.

  • Vayan ustedes al bar de la plaza. Quizás encuentren algún parroquiano que quiera ser candidato- dijo como dando por terminada la visita.

Visiblemente aliviados, los visitantes se levantaron mientras decían a dúo y de modo maquinal:

  • ¡Buena idea, magnífico! Que se mejore usted, si necesita algo del hospital llámenos, ya sabe el teléfono.

Salieron al aire frío de la tarde de enero que declinaba sobre los pinares que rodeaban al pueblo. Se miraron para comprobar que el disgusto y el dolor eran compartidos. Después se dirigieron a la plaza en busca del bar del pueblo.

El local que vieron al traspasar la puerta era espacioso, de techo bajo, con una pequeña barra y varias mesas distribuidas de forma simétrica en torno a una estufa encendida que ocupaba el centro de la sala. En una mesa próxima a la barra y bajo una lámpara encendida estaba sentado el único hombre que ocupaba el recinto. Parecía entretenido jugando a los solitarios con una baraja. Al oír el chirrido de la puerta levantó la cabeza con gesto de sorpresa y saludó a los recién llegados de modo jovial.

  • Buenas tardes. ¿Qué querían?
  • Nada, no queremos nada. Lo que venimos a buscar no lo encontraremos aquí –respondió Luis.

El hombre del bar se levantó y adelantando una mano con el índice extendido les espetó, sin perder la sonrisa:

  • No hagan conjeturas, amigos, pueden equivocarse. ¡Vamos, díganme qué les trae a mi casa!

Con gesto resignado Luis le dijo:

  • De acuerdo. Se lo diré: venimos buscando un candidato para nuestro partido. Buscamos a alguien que quiera ser alcalde del pueblo, o intentarlo al menos.

Con una enorme sonrisa, el dueño del bar les dijo con resolución: “No busquen más: yo soy su hombre.” Les invitó a sentarse, mientras preparaba café y les contaba su vida profesional en Barcelona, sus escarceos sindicalistas y su prematura jubilación como consecuencia de una lesión de columna que le había supuesto una incapacidad laboral permanente. Dijo tener experiencia en gestión al frente de un programa cultural en el Centro Social del barrio del municipio catalán que lo acogió junto a miles de paisanos. Desde hacía dos años vivía de nuevo en su pueblo con su magra pensión y las también escasas ganancias del bar de un pueblo casi deshabitado, en el centro de una sierra, de belleza, eso sí, descomunal. “Bien, las setas y las trufas, cuando viene bueno el otoño, también ayudan”, concluyó, con un amago de sonrisa que parecía querer buscar la complicidad de sus nuevos amigos.

Luis y Pepe intercambiaron una mirada en la que quisieron resumir su decisión de aceptar, más como consecuencia del hastío que les producía la dificultad de encontrar alternativas razonables, que por el convencimiento de que aquel hombre pudiera ser una buena solución a su problema.

  • De acuerdo. ¿Cómo te llamas? –dijo, tuteándolo, Pepe. Y continuó: -Tendrás que darnos una fotocopia de tu DNI, firmar una aceptación de la propuesta y contarnos algún proyecto para elaborar un programa electoral mínimo- El tono denotaba confianza y escepticismo a partes iguales. Pepe era un profesional.
  • Nada de fotocopias. Llevaos el DNI y ya lo recogeré. Dame el papel que firme y en cuanto al programa, venid fuera, a la plaza, y comprobad que lo que pido para mi pueblo no es ningún capricho. Todo el mundo os dirá que tengo razón; por cierto, me llamo Ángel –dijo el flamante nuevo candidato.

Pronto los tres se vieron en la plaza, el candidato subido en el pilón de la fuente cuyo grifo estaba seco seguramente desde hacía tiempo. Luis y Pepe, uno junto al otro, miraban aquel busto parlante que interpretaba perfectamente su nuevo papel en el mitin improvisado.

  • ¿Y si yo prometo a mi pueblo que el agua de esta fuente volverá a manar, qué haremos, compañeros? –dijo con voz engolada.
  • Manará –contestaron los espectadores a dúo.
  • ¿Y si yo le pido a mi partido que en las fiestas haya encierro y corrida de vaquillas? –gritó después.
  • Haremos que las fiestas sean únicas –contestaron.

La única luz de la plaza se encendió con timidez recuperando de las sombras los testigos mudos e inanimados que contemplaban aquella inusitada escena. Cobraron vida, como por un encantamiento de la luz, los bancos gastados, unos pequeños árboles ornamentales, las cancelas cerradas de verano a verano, ventanas sin ojos y el silencio. Sobre todo el silencio, cuya densidad amenazaba con crecer hasta ahogar el gesto de la vida. Como en muchos otros pueblos de aquella sierra jugosa y sugerente, el silencio se hacía compañero indeseable de los pocos que se había resistido a perder sus referencias vitales.

Cuando percibió su intensidad, Pepe pensó estremeciéndose: “Este silencio en la ciudad te permite percibir que eres único, irrepetible, que eres tú porque te oyes a ti mismo. Te permite el acceso a las fuentes de la memoria, a la elaboración del pensamiento, a la certeza de la solidez de tu proyecto de vida. Aquí únicamente te hace percibir que estás solo.” Miró después hacia Luis que ayudaba a bajar del borde del estanque de la fuente a su nuevo amigo Ángel. Pudo contemplar su cabeza cana, sus brazos largos y todavía fuertes y la sonrisa que no lo había abandonado ni un instante.

Lo imaginó convertido en alcalde y pensó: “Pasará a ser parte de la constelación de hombres con poder. ¡Menuda historia! No habrá intermediarios entre él y los problemas, entre él y los enemigos que empezarán pronto a aparecer y lo odiarán pensando que tiene su exclusiva parcela de capacidad para tomar decisiones.” El poder. Siempre pensó que el poder de un hombre se mide por el número de intermediarios que puede poner entre sus enemigos y él, entre los problemas y su propia tranquilidad: y Ángel, si finalmente era elegido alcalde, sólo tendría como intermediario al silencio espeso que recorre las cárcavas, que se instala en los recovecos de las casas, que se oculta en la niebla hecha jirones sobre quejigos y sabinas. “Sólo lo habremos hecho más vulnerable”, pensó, mientras se despedían con un caluroso apretón de manos.

En el coche de Luis, Pepe pensó que también se había instalado el silencio mientras maniobraba para hacerlo salir del pueblo. Fue en el momento de abandonar la plaza cuando oyeron los gritos que les hicieron frenar en seco. Vieron llegar a Ángel corriente hasta alcanzarlos. Les preguntó entre jadeos:

  • Qué, ¿por qué partido?
  • ¿Que por qué partido, qué? –contestó Luis.
  • Que por qué partido me presento –dijo Ángel.

Se miraron con sorpresa y de pronto los tres comenzaron a reírse. Primero con una risa contenida, después a carcajadas, con una risa franca y divertida, convulsa e incontenible, con una risa que conjuraba el silencio de esa Sierra tranquila sobre la que la noche ya había caído con su mensaje de incógnitas y riesgo.

José Manuel Martínez Cenzano

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