Fuego de escribir

Fuego de escribir

“En realidad no quieren escribir, quieren haber escrito”, dice Juan José Millás en La vida a ratos sobre sus alumnos del curso de escritura.

Aunque ahí puede haber algo de verdad para mí (esto pasa con muchas cosas, por eso tal vez la narración es más importante incluso que la vivencia en sí), no me refleja en el fondo.

Yo sí quiero escribir, deseo hacerlo. En sí, el proceso. No es que me divierta mucho, que me “lo pase bien” haciéndolo. No así, no con esas palabras. Me cuesta, lo sufro a veces, es un trabajo duro que requiere una disciplina singular, una soledad exacerbada e inadecuada al ser humano, y un lanzamiento al vacío (una suerte de vacío simbólico-categorial) que distancia mucho esta experiencia de escribir de lo que entendemos por “afición” u “ocio”.

No. Escribir es serio, es grave. No es solo que “te guste”. Es como una religión o un juego infantil o un delirio o el amor en su forma más perfecta de empeño, carne y magia. Es denso, es pesado. Lo opuesto a leve, poroso, líquido.

¿Me “gusta”? Sí, como me “gusta” lo poderoso y sagrado y ardoroso de la vida… Me “gusta”, sí, pero no solo es eso. Es más. Es todo.

Nunca es fácil, nunca es un ramo de rosas, no… Como todo lo profundo y complejo y duradero, es arduo.

Es sangrar (lo decía Hemingway) y querer seguir sangrando. De eso sabemos mucho las mujeres (de sangrar, y seguir sangrando…), tal vez por eso siempre hemos sido escritoras, aunque estuviera prohibido, sin habitaciones ni tiempos propios… aunque fuera en secreto y en lenguas que los hombres creían hechas para otras cosas.

Escribir, sí,

Como un afán telúrico, de algún otro planeta, que traducimos en palabras terrenales y concretas cada día.

Algunas de las cosas que más asocio con escribir, que más caras me son para el oficio de escribir, como la soledad, la intimidad, el tiempo detenido, la introspección, se dan de bruces con la híper-exposición en redes sociales, el exceso de luminosidad allí, la superficie lisa, la necesidad de la disponibilidad eterna.

La exhibición, incluso.

Escribir no es exhibir, sino velar en parte… no es denotar, sino connotar. Es crear secretos de la nada, o de muy poco. Hacer humo. Humo mágico.

¿Un “oficio”, escribir, he dicho? No, tampoco, es otra cosa. Oficio tiene matices de adiestramiento y contraprestación económica que alejan demasiado el concepto de lo que es. Mucho mejor “vocación”, esa inspiración hacia algo, esa “llamada” de algún dios remoto para hacer lo que hay que hacer.

Sangrar, escribir.

Es un fuego.

Es el fuego.

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