Esperando el pan entre molinos

Esperando el pan entre molinos

Una conversación con los vecinos y vecinas de San Martín de Boniches

Unas figuras arbóreas sobresalen en el horizonte sobre el verde mar de pinos. Esbeltos y ordenados dan la sensación de haber superado la barrera de millones de años de evolución, y haber conquistado las alturas del cielo. El blanco que los caracteriza… ¿habrá sido robado de las nubes? ¿del pétalo de la flor del majuelo? ¿del ala del pinzón? o, ¿quizás sea del obispillo de los arrendajos que abundan en estos montes? A todos ellos los mueve el compás del viento; pero solo a estos árboles blancos los mece el compás del tiempo.

Al aproximarse, tras cruzar un helipuerto forestal que la imaginación no habría adivinado entre la vasta densidad del monte, se comienza a apreciar su altura y su majestuosidad. La mente se muestra quijotesca. El sol y el viento bañan continuamente a estos árboles metálicos que coronan estos picos de la Serranía baja conquense. Su blanco reina en los tiempos presentes y el giro de sus aspas marca el futuro de esta tierra. Hasta que, de repente, los ojos observan un cartel que indica: “Subestación del Pico Collalbas”. Son molinos eólicos.

La vista está asediada por pinos y encinas, y desde el coche, no se percibe el aroma de los espliegos y tomillos. La carretera se deja caer por un vallejo adornado con el frescor de juncos, sauces y chopos  hasta abrirse en un profundo valle donde la carretera, como el pensamiento, descansan. Es este cauce, el inicio del río San Martín: introvertido caudal que se fundirá con el imperecedero Cabriel. Allí, enfrente, unas motas se encuentran posadas sobre las peñas. Es San Martín de Boniches.

Figura 1. Vistas de San Martín de Boniches. Fuente: Autor

Al entrar en el pueblo, el espacio se achica. Las calles parecen de miniatura y, si se estiraran los brazos, se podrían tocar ambas fachadas con los dedos. Hasta la iglesia se ha quedado sin hueco. La nave y su aterrazado porche se levanta, para dejarse descolgar al río San Martín, sobre una pared de toba.  Entre el río y la tobácea iglesia, las paredes de piedra de los bancales y la parda tierra incitan generosamente al cultivo de huertos. Por nacer del carbonato cálcico acumulado entre los restos vegetales y por ser inigualable mirador de los montes, los riscos y el profundo valle, pocas iglesias se merecen un adjetivo tan “divino” como esta de San Martín de Boniches. 

Casi cualquier esquina, cualquier bocacalle, se convierte en una hermosa balconada. De marco, siempre un mar de pinares. Verdes y quietas olas que no saben dónde las llevan. Y en el centro, como queriendo abrir las aguas sin Moisés, la veta verde brillante de los chopos que esconden las aguas del río San Martín. Y, como guardianes del monte y del cielo, como figuras esqueléticas que bailan al ritmo del aire: los molinos eólicos no quitan ojo al pueblo. 

Figura 2. Vistas de San Martín de Boniches. Fuente: Autor

Deambulando sobre estas calles adoquinadas y entre las coloridas casas, tras cruzar el viejo horno de pan y el lavadero, se llega hasta la plaza del pueblo. Y ante el asombro del paisaje, la vista no se había percatado de la presencia de sus verdaderos protagonistas, los habitantes. Como si hubieran estado esperando un largo tiempo – ¿cuántos minutos, horas, días o años? – una fila de hombres y mujeres, están sentados sobre dos bancos junto a una fuente. Parecen golondrinas sobre el hilo de un cable. Uno calla. Dos mujeres charlan con una bolsa de tela bajo el brazo. Otro tararea silbando. Dos discuten. Son sus voces las que nos han traído hasta aquí. Pero no nos están esperando a nosotros, están esperando el pan. 

El torrente de sus palabras parece un canto. Una especie de trinos melodiosos que hacen que comience a bajar una niebla que parece convertir el adoquín de las calles, en piedra y polvo; el color de las fachadas, en el sucio blanco de la cal desprendida; los coches en burros y mulas; el silencio en un remolino de cacareos, balidos y relinchos. Sus gorjeos castellanos nos llevan a caminar por las viejas calles del pueblo y los viejos senderos del monte.

Figura 3. Calle Real desde el Trinquete, años 40. Fuente: Ayuntamiento de San Martín de Boniches

Era este un pueblo ganadero, de pequeño pero excelente terreno agrícola, y con pasada fama colmenera. Su sustento brotaba de la generosa aspereza de sus sierras. En ellas, el pino y la encina propiciaban una fecunda e interminable leña que, saqueada de la tierra al seco compás del hacha, alimentaba el hogar de la casa. Las lumbres y después las estufas, salvaban, a modo heroico, los cortantes fríos y las severas nevadas que durante meses aquí envolvían a los vecinos. Aún hoy, bajo el calor del sol de agosto, parecen temblar sus voces al hablar de cómo se cortaba y pelaba la madera y, de repente, dulcificar, al hablar del calor de la lumbre y su leña. Cortadores, peladores y arrastradores, también preparaban piezas para ser vendidas en aserraderos, como el de Utiel.

Pero el monte no sólo escondía la leña. La vecina de la chaquetilla azul comienza un dulce gorjeo al hablar que fue su familia, la última en trabajar el carbón. Este mineral vegetal, se producía al quemar cepas de brezos o leña de carrasca en unos hornos temporales en mitad de los claros del bosque. Estas piras de leña y cepas, quemadas a fuego lento, formaban el carbón vegetal que servía para cocinar, calentar o venderse en pueblos aledaños como Víllora o Utiel. Al quedar en silencio, el vecino de la garrota de avellano canta, apaciguadamente, al contar que, el monte, también daba otro trabajo a numerosas familias de San Martín: la resina del pino rodeno. Este material viscoso y ambarino, se llevaba tanto a las fábricas de Garaballa como a la del Cañizar, ambas propiedades de La Unión Resinera Española (LURE) durante las primeras décadas del siglo XX.

Figura 4. Calle Hontanarejo en la década de 1970. Fuente: Ayuntamiento de San Martín de Boniches

Pero no sólo el monte y sus entrañas proporcionaba la energía necesaria para que el pueblo de San Martín de Boniches avanzara en sus calendarios. Recuerdan varias melodías, como el río San Martín era el que daba “el pan” al pueblo. Y es que, en sus orillas, se encontraban dos molinos harineros que molían con sus grandes piedras circulares el grano del cereal. Uno de estos molinos, situado en La Masegosa, ya se menciona en el siglo XVIII. Y la madera y el río, se unían, como dos amantes o como una sola pieza, en el transporte de troncos por el río Cabriel camino de las tierras levantinas. Ya no llega la memoria viva a recordar el inclemente oficio del ganchero, pero ¡cuánta madera de estos ásperos pinares no se habrá arrastrado por tierra y agua hasta sus lejanos destinos! 

En un momento, otro vecino comienza una suave melodía para contarnos cómo las casas de antes se construían con los materiales del terreno: piedra, cal, yeso y teja. Todos ellos se obtenían y fabricaban en el pueblo y su entorno. Había entonces caleras, yesares y tejares. Mientras que las caleras se encontraban en el monte, el tejar y los yesares se situaban en el entorno del pueblo. Estos últimos recuerdan estar en el interior de las propias casas. Casas sensibles por dentro, pero infranqueables por fuera. Y, mientras, una dulce voz cuenta quien era el dulero; aquel que llevaba a las caballerías, mulas y burros, a pastar cada mañana a algún prado cercano del pueblo. Y, al querer imitar el sonido de la caracola con el que llamaba por las calles a las vecinas y vecinos de San Martín de Boniches, en lugar del sonido profundo de la caracola de mar, ¡se escucha un estridente pitido ensordecedor! 

Figura 5. Plaza Mayor de San Martín de Boniches. Fuente: Autor

El dulero no ha llegado; pero sí, la furgoneta que trae el pan. Y, de repente, los gorjeos y los trinos, se convierten en un barullo de voces casi inentendibles. Todos se han levantado de los bancos y los distintos timbres de hombres y mujeres, mezclados con el sonido incesante del motor, convierten la plaza en un bullicio caótico e inesperado. Las calles se adoquinan, las fachadas aparecen pintadas de colores, los coches vuelven a cubrir las esquinas y, un móvil suena entre la multitud. En un instante, quedan remotas las carboneras, los hacheros, los molinos harineros o las caleras…

En la despedida hay una sensación de no saber si se ha sabido decir adiós. Una voz parece decir a modo de moraleja: “San Martín, agua y pinos sin fin”. Toreando las esquinas, se desandan las estrechas calles y en cada rincón, nos asomamos a sus divinas vistas. Ahora sí, desde la carretera, siguiendo el hilo de juncos, sauces y chopos, se deshila el río San Martín. A cada curva, cada vez son más numerosos los pinos y encinas. Finalmente, en lo alto, no hay rastro de agua y sobre el mar verde los pinos, unos esqueléticos árboles de color blanco sobresalen en las alturas.

Figura 6. Vistas de la vega del río San Martín. Fuente: Autor

La energía mueve la altura de los tiempos del ser humano. En San Martín, como en otros tantos, nunca ha sido sencillo. La antigua forma de obtener energía era dura, incesante y fatigosa. La madera, leña y carbón, y el agua proporcionaron un modo de vida energético durante siglos. Hoy, la calefacción ha permitido olvidar aquellos tiempos de puertas para adentro. Sin embargo, la sociedad y el sistema ha propuesto que el futuro de estos pequeños pueblos pasa por la instalación de parques eólicos y fotovoltaicos. Dan dinero, pero no hay gente. Y, una pregunta brota hacia la gente necesitada de móviles, neveras, ordenadores, microondas y bombillas, ¿conoceréis aquellos otoñales trinos y gorjeos de aquellas voces que, sentadas en la plaza de un pueblo, esperaban el pan?

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