Desnuda

Desnuda

«Duerme, “Rosquillita”, que ya son las ocho, ni una oveja bala, ya duerme Pinocho, hasta el río se ha quedado dormido, encogido en el pozo». Solía cantar. Veo en la pared unas sombras, me recuerdan al herbazal donde tumbada apoyaba la cabeza en las piernas de mi mamá, mientras con sus tres dedos me acariciaba la frente despeinando mi flequillo. Cantaba esa canción y sonreía. Recuerdo que era una dulce mujer. Después me balanceaba con sus brazos, me sentía como una flor en las ramas de un árbol suaves y acogedoras. Yo me reía mucho. Antes de ir a casa, pasábamos por un quiosco de castañas asadas. Me gustaba sobre todo el olor. Y ya en casa, me sentía a gusto y cansada. Mi mamá me arropaba cariñosamente, mientras cantaba bonitas nanas. Me daba un beso en la frente y yo dormía plácidamente, como en una nube.

Ahora, duermo sobre hojas secas de otoño; no recuerdo cuándo fue la última vez que alguien cambió estas sábanas.

Está atardeciendo, durante largos minutos el sol se va deshaciendo por toda la habitación, dibuja siluetas, y yo me refugio en ellas. Me gusta esconderme detrás del aparador, me cobijo en su sombra y dejo que me arrope. Miro atentamente cómo toda la habitación va sucumbiendo a la oscuridad. Juego al escondite, como si alguien pudiera encontrarme a través de la ventana.

Antes, mucho antes de que entrara aquí, creo que fue mucho antes de que entrara aquí porque recuerdo el olor del bosque y la humedad subiendo desde la tierra por mis muslos, jugaba al escondite con algunos chicos. Una de aquellas veces, después de haberme escondido en una vieja madriguera durante horas, el sol empezó a descender. El silencio se entrelazaba entre los pinos mientras el sol se cobijaba en el horizonte y yo me iba hundiendo en la madriguera poco a poco. Nadie me buscó. Me encontraba reconfortada, arropada entre las paredes de esa madriguera, segura bajo toda la naturaleza que amablemente me iba acogiendo. Pronto el frío empezó a recorrer la tierra, por lo que, arrastrándome, descendí de espaldas por el agujero para esconder mi cabeza por completo. La oscuridad nubló mi vista hasta que mis pequeños ojos pudieron acostumbrarse. Una enorme luna llena se levantó entonces y pude ver las altas copas de los pinos alzándose hacia un cielo vano en estrellas. Creo que después de aquello me quedé dormida, aunque no debió pasar mucho tiempo cuando un crujido lejano me desveló. Asomé la vista, curiosa, y busqué en la profundidad del boscaje con todos los sentidos alerta. Más allá de los primeros troncos de los pinos un claro era iluminado por la luna con una luz tenue. Pude ver una elegante cierva irguiéndose para alcanzar las ramas bajas de una sabina. Sentí la tentación de salir de mi escondite y situarme tras el tronco de algún pino para poder disfrutar del espectáculo desde más cerca. Por primera vez me asusté. De repente, creí descubrir una presencia observando desde lo lejos. No pude captar nada hasta donde me alcanzaba la vista. Así que agaché mi cabecita de nuevo y desprecié la idea de salir; fuera lo que fuera que había allí tendría que llegar a la madriguera para encontrarme.

  • Gisy —escucho su voz juguetona—. Me lo he pasado muy bien, me has hecho muchas cosquillas esta vez.
  • Siempre lo pasamos bien juntas —digo mientras sigo acariciándola con ternura. Su piel rosada y tersa, todavía humedecida.
  • Hace mucho que no nos juntamos con los animalitos del bosque, ¿qué pasa, Giselle? ¿No quieres ver los sátiros? ¿Y las pequeñas ninfas? Son tan divertidas.
  • Creo que ahora tenemos que estar aquí…
  • ¿Te has olvidado de lo bien que lo pasábamos con ellos?
  • Claro que no, no puedo olvidarlo, pero ese es el motivo de que estemos ahora aquí.
  • ¿No te apetece que nos den caramelos?
  • Me encantarían unos caramelos, jo —lloriqueo—. Me gustaba verlos sonreír…
  • Lo mejor es su sonrisa después.

Me subo a la cama y me recuesto, me quito el zapato del pie izquierdo, y luego, con más esfuerzo, el del pie derecho. Me entristece recordar el motivo de mi encierro, no sé si llego a entenderlo. Los médicos no usan palabras sencillas cuando te hablan. Dicen muchas cosas, pero solo entiendo que debo estar aquí.

  • Solo sonreían ellos —le empiezo a decir con calma—, y eso no está bien, no del todo.
  • Pero conseguíamos caramelos y éramos muy felices.
  • Lo sé, tienes razón —hago una pausa, tratando de medir mis palabras—. Pero bueno, tú también oíste lo que dijeron los hombres de las batas.
  • ¿Por qué les tenemos que hacer caso a esos paliduchos?
  • Mira, no estoy segura de por qué, pero ya no puede ser como al principio.
  • ¿Recuerdas cuando nos conocimos?
  • Casi todos los días —me tapo la cara con la almohada para recordar mejor—. Estaba sola y perdida y entonces apareciste tú.

«Una, dos, tres, al escondite inglés a esa niña de rojo ya no la ves» escuché el soniquete de una canción familiar y volví a levantar la cabeza por encima de la apertura de la madriguera. «Jugaba con naranjas, les mordía el zumo, arrancaba tomillo, niña de humo». La brisa nocturna trajo un olor a ropa apolillada y naftalina que reconocí enseguida, lo que me tranquilizó. Arrastrándome hacia afuera, busqué esa voz cantarina. El frío y la humedad de la noche me sobrecogieron. Entonces reconocí la silueta de un hombre acercándose a través de la oscuridad, tenía que ser mi tío, por fin venía a buscarme. Él se había encargado de mí cuando mamá se fue. Vi su rostro serio y me abalancé para abrazar sus anchas piernas. Pero noté que algo no iba bien. No devolvió mi abrazo ni me dijo nada. Yo esperaba una fuerte regañina ya que era demasiado tarde y nadie había sabido de mí en demasiado tiempo: sin embargo, se mantuvo en silencio, rígido y frío como una estatua hueca. Con la cabeza baja miraba fijamente en mi dirección, pero noté que sus ojos estaban apagados. Un cosquilleo prematuro caló estrechando las edades. Él no parecía responder a mi presencia; una sensación de peligro se despertó dentro y salí huyendo hacia la madriguera instintivamente. Al dar los primeros pasos escuché detrás el crujido de hojas pisadas. Me seguía. Corriendo, traté de meterme en la madriguera; antes de entrar, unas manos fuertes y firmes me agarraron por la cintura. Fue entonces cuando te vi, desde la oscuridad del agujero me mirabas con dulzura. Luego, solo el frío en los muslos.

  • Aquel primer caramelo fue de fresa, ¿te acuerdas?
  • Guardo todos los envoltorios —le contesto con pesar—, están todos en ese cajón.
  • Eso no vale para nada, Gisy —su voz suena ansiosa—. Los médicos suelen guardarlos en sus bolsillos…
  • No, no, ellos nunca nos los darían, sabes que no —me levanto de la cama y estiro las piernas, abro el cajón y con la mano dentro estrujo los papeles sueltos de los viejos dulces.
  • Eso me trae tantos buenos recuerdos… —dice sugerentemente—. Jobar, ¿no te aburres otra vez?
  • «Una, dos, tres, al escondite inglés a esa niña de rojo ya no la ves» —le contesto canturreando mientras me escondo tras el diván para tratar de distraerla.
  • Gisy —escucho su voz juguetona otra vez.
  • ¡Chsss! Calla, que nos descubren.
  • Corre, bajo la ventana —dice con convicción.

«Una, dos, tres, al escondite inglés a esa niña de rojo ya no la ves», repiquetean en las paredes de mi cabeza los versos del poema. Me abalanzo bajo el marco de la ventana, por la que se cuelan los últimos rayos débiles de la tarde. «Una, dos, tres, al escondite inglés a esa niña de rojo ya no la ves». Apoyando los dedos sobre el borde inferior de la ventana me alzo y pongo en pie. Pego la frente al cristal y miro más allá de las cuatro paredes que me guardan. Fuera, el otoño desnuda los árboles, sus hojas cubren la tierra húmeda. Un coche sale del recinto y toma la carretera que lleva al pueblo. «Una, dos, tres, al escondite inglés a esa niña de rojo ahora la ves.» Bajo un álamo veo su silueta, tristemente erguido sobre sus dos anchas piernas. Ese olor a naftalina me envuelve suavemente desde las manos hasta los tobillos, empujándome hacia él. La satisfacción final de agradarle y poder ver en su rostro, siempre tan serio, un ademán sonriente.

  • Pídele los caramelos —dice relamiéndose.
  • No —ya te dije que no podemos.
  • ¿¡Por qué no!? ¿¡Te has cansado de jugar!?
  • No, y no. No me cansé de nada, pero tengo que quedarme aquí.
  • Aquí nos aburrimos. Necesitamos sus sonrisas.
  • ¿Y las nuestras? ¿Dónde están nuestras sonrisas?

Entre cuatro paredes no hay un mundo. Nada te puede hacer daño, aunque es verdad que a veces no hay lo suficiente en un cuarto. Puede parecer que esas cuatro paredes se abalancen sobre mí. O que haya nuevas geometrías sombrías. Quizá, esos cambios sean lo único que mantiene mi tiempo ocupado. Fuera, las sonrisas son ajenas, me divertía tratando de dibujarlas en los demás. En cambio, aquí, aislada, cobijada, no puedo divertir a nadie. En esta madriguera solo me puedo usar yo, solo me puedo hacer sonreír a mí misma, la dependencia será sobre mí, la satisfacción será plenamente mía.

Adrián Heras Martínez

Javier Barreda Planelló

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