La hidromiel, un descubrimiento ancestral

La hidromiel, un descubrimiento ancestral

En este breve texto les invito a viajar en el tiempo, a un momento perdido en la noche de los tiempos, cuando alguien como usted hizo un descubrimiento extraordinario.

Quién sabe si fue hace unos diez mil años, en algún lugar de Eurasia al final de la última glaciación, o en latitudes más ecuatoriales mucho tiempo antes, pero es probable que sucediese algo así.

En la incesable búsqueda de alimento que suponía la vida entonces, nuestro protagonista sintió sed. Encontró un árbol seco y en su interior, agua que tuvo que llegar allí con las lluvias que hubo un par de semanas antes. Con su mano pudo recoger la cantidad de líquido suficiente para probarlo, y al hacerlo, descubrió que aquello ya no era agua.

Un par de abejas flotando en el líquido y algunos restos de cera en el interior del tronco fueron las pistas que necesitó nuestro ancestro para averiguar lo que había pasado. Las abejas hicieron su colmena en el interior de aquel árbol seco y la lluvia se abrió paso hasta su interior mezclándose con la miel.

Pero durante esta investigación, nuestro protagonista comenzó a sentir algo que nunca había sentido antes. De hecho, nunca nadie había sentido nada parecido hasta entonces. Una agradable sensación de irrealidad le hizo pensar que quizá estaba soñando. Su consciencia, ligeramente alterada, le alentaba a seguir bebiendo de aquel líquido, el cual parecía ser el culpable de aquel extraño estado en el que se encontraba. Su adictivo sabor era algo más que el resultante de una mezcla de miel y agua. Había probado el hidromiel.

Como el ser humano es ingenioso por naturaleza, nuestro alquimista primigenio trató de replicar en su comunidad aquello que encontró en la naturaleza. Y lo logró. Una mezcla de miel y agua, reposada durante el tiempo suficiente, daba lugar a ese brebaje mágico que les hacía soñar despiertos. Desconocían exactamente por qué ocurría esa transformación, pero no importaba. Simplemente, sabían que ocurría.

Y es que sin saberlo, habían domesticado por primera vez a un ser vivo llamado levadura. Un microorganismo que la creación puso en todas partes para advertir a la humanidad del mal estado de los alimentos, había sido dominado para el provecho de la misma, convirtiendo los cereales en pan y las uvas en vino.

En el periodo histórico, muchos pueblos apreciaron el hidromiel como bebida de excelente sabor y propiedades. Los griegos lo llamaban melikraton, fue la favorita de los romanos más pudientes y los vikingos consideraban que era la única bebida que regaba los banquetes extraterrenales.

Nuestro país no fue ajeno al hidromiel. Por los autores clásicos sabemos que en la hispania romana había una gran industria apícola, incluso se conservan instrucciones muy precisas para fabricar hidromiel. Más cerca de Cuenca, en el entorno de Segóbriga, se han hallado restos de colmenas cerámicas, que dado que no son óptimas para la producción de miel, nos indican que había una producción muy considerable.

Dicho lo cual, estamos en condiciones de afirmar que el consumo de hidromiel estaba normalizado en nuestra tierra en aquel tiempo, como un subproducto de la actividad apícola. Imaginemos por un momento a un apicultor hispanorromano, quizá trabajando para el Dominus de Noheda, limpiando sus herramientas impregnadas de miel en un cazo de agua caliente. ¿Acaso iba a desechar esa mezcla de miel y agua resultante, sabiendo que podría convertirla en hidromiel? Resulta difícil creerlo.

Durante la alta edad media, los monasterios se convierten en grandes productores de hidromiel, en parte, por la ingente cantidad de cera que necesitaban para producir velas, y poder así iluminar sus templos, comedores y bibliotecas. Sabemos que los colmenares de los monasterios producían increíbles cantidades de cera de abeja, de lo cual deducimos que tendrían grandes excedentes de miel, que además de para su uso culinario, también se destinaba a la fabricación de hidromiel.

Pero el declive del hidromiel estaba próximo. Varios acontecimientos lo condenan poco a poco a la insignificancia. Un clima más benigno en los siglos posteriores, así como mejoras en la técnica agrícola, hacen extensivo el cultivo de la vid y los cereales cada vez más al norte del continente europeo, popularizando el vino y la cerveza, mucho más baratos que el hidromiel.

Por otra parte, el descubrimiento de América trae consigo la caña de azúcar, la cual desbanca en poco tiempo a la miel como primera materia prima dulce en Europa, dado su menor precio y su facilidad de cosecha. La producción de miel cae en picado, dejando muy poco lugar para una tremenda variedad de vinos de miel que quedaron, solo de manera temporal, en el olvido.

Sin embargo, no sería justo que un producto tan apreciado históricamente no pudiera disfrutarse hoy en día. Diversos amantes de la gastronomía y la historia, gente curiosa por descubrir los sabores de los que disfrutaban nuestros antepasados, están tratando de popularizar el hidromiel de nuevo, para devolverlo al lugar prominente del que nunca debería haber salido.

Pequeños productores de hidromiel surgen por todo el mundo, acercando al público un producto de gran calidad, de carácter histórico y con un increíble potencial gastronómico.

La fabricación artesanal del hidromiel es además tremendamente beneficiosa para el medio natural y social. Para el primero, supone el mantenimiento de la biodiversidad a través del cuidado y protección de la abeja como polinizador natural. Para el segundo, promueve la actividad apícola y con ello, la fijación de población en el ámbito rural.

En definitiva, estamos asistiendo al resurgir de un producto beneficioso para la naturaleza y para quienes la cuidan, y que desde el principio de los tiempos ha estado íntimamente ligado a nuestra esencia como humanos. Si las grandes civilizaciones de la antigüedad consideraban la miel como el alimento de los dioses, el hidromiel se convierte en su bebida predilecta.

¡Sintámonos afortunados de poder disfrutar hoy de tal placer!

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