Escucha bien Anton: “En Cuenca, la luz de la moribunda tarde se desliza por sus desnudos cerros. Sólo algunos pinos dispersos ensombrecen el manto de tomillos, espliegos, rudas y aliagas. Bajo ellos, la omnipresente gris y fría piedra. Piedra de musgos y líquenes que acuna la ciudad volandera. Por la ermita de San Cristóbal verás al ganado marchar parsimonioso a sus majadas, como motas de polvo blanco que se desvanecen. Y en la ladera del Cerro de la Cruz, escucharás sus balidos arremolinarse con el ladrido de los perros y la voz del pastor.
Cuenca es tierra milenaria de pastores. Sus campos rebosan de cabezas merinas de donde procede una de las más finas lanas de toda España, e incluso de Europa. Miles de ovejas que, al abrir el invierno sus alas de hielo, apezuñan las cañadas reales, camino de las sierras andaluzas. En esas fechas los fecundos pastos de la serranía conquense se convierten en páramos yermos y los pastores trashumantes buscan el fresco sabor de la jara y el calor de la encina de Sierra Morena. Son los pastores conquenses gente humilde, cantarina, risueña, de morral vacío y bota de vino llena. Si te acuerdas, fíjate en una de las tantas ovejas que rondan por allí y verás una marca en el costado. Está impresa con pez, extraída de las más compactas y resinosas tedas en las viejas pegueras de los pueblos de la alta sierra como Uña, Beamud o Valdemeca y sirve para diferenciar un ganado de otro. ¡Ay, Cuenca y su aroma de ganado!
Y desde las muelas de la sierra rapadas por el viento a las profundidades de las hoces labradas por el agua. Cuenca la de los dos ríos. Erigida por los empapados e incansables cuchillos del Huécar y Júcar. Cuenca es un juego entre el viento y las parameras; entre el agua y la piedra. El juego fugitivo, firme e imperecedero de la naturaleza. Dueña y heredera del sueño que permite viajar en el tiempo. Es el hoy y el ayer y el mañana.
Los buitres y halcones te vigilarán constantemente en las alturas. Verás al roquero solitario observar desde lo alto de una peña el cantar del petirrojo entre los zarzales. Y escucharás el ulular del búho en la fría noche. Bajo la ciudad, son los senderos de las hoces un continuo trajín de gentío: de aguadores con sus cántaros; de hidalgos hablando sobre libros de caballerías; de hortelanos silenciosos de sombreros de paja y azada al hombro; de molineros con las mulas de alforjas llenas; de huellas pisadas por el calzado de esparto.
En los caminos de la umbría, que trae recuerdos de la frescura del norte, acompañan impertérritos los arlos de ácidas y tiernas hojas que comen los muchachos; los guillomos para varas firmes; las morrioneras para la diarrea y los avellanos cuyos frutos anuncian el otoño. En los de la solana, revolotea la esencia mediterránea: romeros, rudas, tomillos y salvias. Fragancia de primavera que utilizan en sus condimentos y en un sinfín de usos medicinales. Y nacido de la roca, el famoso té de risca con el que se preparan deliciosas infusiones. Y en el fondo, entre olmos y sauces, el rumor fresco de la ribera.
Por el camino que viene de Tortosa, se encuentra el pueblo de Palomera. Es allí donde nace el Huécar. Tiene este río la humilde grandeza de una madre y la tierna inocencia de un muchacho. Su alma está hecha por las incesantes voces de las lavanderas que, de rodillas frente al agua clara del río, llenan el aire de vida: riendo, cantando, regañando a sus muchachos y contando chismes cotidianos. Mientras, aclaran las ropas y llenan los cestos de mimbre. Ropa de lino y de lana. ¡Ay! Siempre Cuenca y su lana.
Y siempre su eterno rodar del agua que tiene como eco el constante susurro de la hoz. Junto al caudal principal del río, los caces o acequias construidas en época árabe, son los capilares principales que nutren los ancestrales tesoros de la vega del Huécar: las huertas y los molinos.
De Palomera a los pies del recién construido puente de San Pablo, todo es un laberinto de huertas, sendas y caces donde el hortelano es el guardián de la memoria. Las huertas con tapiales de calicanto esconden viñas, higueras, guindos y ciruelos que dan la sombra en verano y en invierno proporcionan el sueño a los verderones, pinzones y jilgueros. También al omnipresente nogal, de gran y redonda copa, de nutritivo y sabroso fruto, que es en Cuenca profundamente venerado. Bajando por la hoz encontrarás los famosos molinos de papel, instalados hace más de tres décadas para nutrir a la emergente imprenta de la ciudad. Como curiosidad, quiero que sepas que una legua de la hoz del Huécar pertenece a la jurisdicción parroquial de San Martín, barrio de gran importancia en la ciudad y de donde proceden la mayoría de hortelanos. Famosos son Juan de Requena y Bernardino de Ciudad. El cabildo catedralicio goza también de una gran huerta, a los pies del convento de San Pablo. Y cuando cruces bajo los magnos e imponentes pilares de piedra del puente, aparecerá una casa a mano izquierda. Es la acogedora casa y fértil huerto del regidor Bartolomé del Pozo, quien allí te será presentado. Es el nieto del canónigo Juan del Pozo, fundador del convento de San Pablo y quien mandó levantar también el puente de mismo nombre que ya te he mencionado y que tus propios ojos juzgarán.
Y al cruzar el puente de San Martín junto al molino de su nombre, donde la ciudad parece elevarse en las alturas, llegarás al famoso coso de los toros. En este lugar tan apreciado, delimitado con el juego de las rocas, se sueltan los toros y vaquillas para que los conquenses disfruten en sus fiestas. Ver aquel acto ancestral en un escenario sin tiempo, conmueve a cualquier visitante.
Luego pasarás la antigua puerta de Valencia; te entristecerás al observar como el Huécar se convierte en un río maloliente teñido de mil colores; seguirás el olor a tierra regada de sus extensas huertas bajo la muralla árabe y finalmente, tras sortear el puente de Puenseca, verás como el agradecido y sucio Huécar se deja engullir por las aguas verdes del imponente Júcar.
¡Ay, verde Júcar de sangre serrana! Su mansedumbre contrasta con el tajo que un día abrió en la piedra. Sobre sus aguas, descienden continuamente los troncos de los pinos de la sierra. Troncos mojados, descortezados y brillantes que proceden de los extensos pinares de la sierra, y que llegan a la ciudad gracias a los gancheros, los transportistas de la madera. Son estos gancheros conquenses afamados en todo Castilla pues es este un arte sofisticado y peligroso. La madera de aquellos troncos habla de viejos pueblos en mitad del monte; sobre historias de hacheros malhumorados; de leyendas de pastores y lobos; de las lágrimas de resina y nieve. La madera que, bajo la mirada atenta del cerro de la Majestad, cruza el puente del Canto y, entre el barrio de olleros, alfareros y curtidores llamado del Arrabal del Puente y la presa de Santiago, finalmente llega a la Haza de los Sitios o Desembarcadero del Sargal. Allí, se levantan enormes pilas de pinos que se suben en carros, cruzando el hospital de Santiago el cual precisamente será tu aposento, a su ajetreada calle de Carretería. Es de tan impecable calidad la madera conquense que se está trayendo para utilizarla en la construcción del nuevo palacio en el Escorial.
Pero, si famosa es la lana, es porque tras esquilar los ganados entre mayo y junio, comienza el trabajo que da lugar a uno de las industrias más importantes de Castilla: sus famosos paños, telas y alfombras. Y es en esta zona del Júcar, tras cruzar el puente del Canto, uno de los núcleos productivos más importantes de Cuenca. Es un complejo de molinos, batanes y lavaderos que hacen del agua una poderosa herramienta económica. Allí también se encuentra la histórica presa de Santiago, que pertenece a dicho hospital y que en tiempos árabes formaba una gran laguna artificial. De la presa nace el caz que alimenta los molinos y batanes del Hospital de Santiago. Son estos de gran importancia para la economía local de Cuenca. Junto a ellos hay un importante tirador donde se secan las lanas lavadas. Aguas más abajo, tras pasar el desembarcadero maderero del Sargal que ya te he mencionado, se encuentra otro batán al que llaman el molino lanarera. Y finalmente, la zona de los lavaderos que llegan hasta la desembocadura del río Moscas: los de Esteban Imperial, Pablo Terrín o Domingo Burón. Y el más importante, en mitad de la isla de Monpensier, es el del negociante genovés Nicolas Interiano, construido una década atrás y el cual tendrás que visitar. En su patio se acumulan los grandes fardos de lana que, en verano, y dependiendo de su calidad, le van destinando a distintos usos. Luego, se lava, alternando, en agua fría y caliente para quitarle la grasa y otras sustancias extrañas de las fibras. Gracioso es ver al ocaso estival, las largas hileras de hombres saliendo del trabajo y volviendo a Cuenca ansiosos de llegar a las tabernas de carretería.
Como ves Cuenca no es más que agua y viento. Pero, ¡qué fácil es vivir cuando tienes todo tan cerca y la naturaleza te lo presta tan generosamente! Y luego qué decirte que ya no sepas, hilanderas, tintoreros, tejedores, tundidores y bataneros preparan las más finas telas, paños, alfombras y otros tantos textiles que se exportan por toda Europa, especialmente a tu tierra, Flandes, y también al norte de Italia. Te encontrarás con muchos de ellos, pues más de la mitad de la población se dedica a la lana o a los textiles. Eso es Cuenca, una industria muy potente a nivel español y muy nombrada en lejanos lugares de Europa. Como dice el refrán: “más calientan cuatro varas de paño de Cuenca que otras cuatro de limiste de Segovia”.
Pero todo, al igual que empieza, acaba. Pastos, huertas, molinos, maderadas y lavaderos atrás quedan. El agua del Júcar, mezclada con la de los tintes del Huécar sigue su incesante camino y tras recoger al río Moscas se lleva las cotidianas historias de Cuenca para las históricas tierras de Alarcón, rumbo a un mar lejano. Se lleva los ojos llenos de estrellas de los pastores. Los cantares de los hortelanos en las frescas mañanas de mayo. El escuchar paciente del agua por las manos blancas del molinero. Los ecos de los gritos primitivos de los gancheros entre las peñas. Se lleva la fría sequedad de los pinares y el suave murmullo de las alamedas. Los paños de alta calidad a Flandes y el dinero a Génova. El vuelo de los halcones y el reposo soñoliento de las truchas. Se lleva la luz de la tarde, hundida en el horizonte. Y, estate atento, pues en ese momento, la piedra negra y el cielo ardiendo, te hará creer que la ciudad levita en la penumbra. ¡Ay, Cuenca de lana y madera; de realidad y sueño; de agua y piedra! Huye lo que es firme y sólo lo fugitivo permanece y dura” Eso es Cuenca Anton. Así que ve y dibújala.