Me he propuesto, acompañado de los dibujos de Wyngaerde tan hermosamente impresos y tan bien estudiados por Pedro Miguel Ibáñez1, darme un garbeo por los observatorios desde donde supuestamente se tomaron, para después internarme por el entramado de calles y apreciar de cerca los edificios religiosos que el dibujante plasmó de lejos.
Es emocionante tener ante nuestros ojos lo que otros ojos sutiles contemplaron en 1565. Wyngaerde dibujó la fachada oriental del palacio episcopal. Era entonces bastante diferente a la que conocíamos. Pues bien, en 2001 se procedió a desprender el enlucido que la cubría. ¡Y debajo aparecieron las ventanas góticas de Wyngaerde!
Reconozco inmediatamente el entorno, los cerros y los ríos, el caserío erizado de campanarios de la Cuenca alta. Poco ha cambiado en su esencia la estructura urbana desde las extraordinarias panorámicas que Wyngaerde trazó minuciosamente. La geología que subyace es lo que da forma al cuerpo escalonado y amontonado como una piña larga y lo que determina la composición urbanística. Aunque muchos templos ya no sean los mismos, otros posteriores están en el mismo sitio y se capta del mismo modo el poderío secular de la Iglesia.
En la vista occidental de Wyngaerde destacan en primer plano cerca de la Fuensanta el convento de la Merced, un humilladero y la ermita de San Toribio. Ya no existen.
Sí existe la iglesia de San Antón con el rótulo de Santa María del Puente, pero es otra. La de ahora, del siglo XVIII, es considerada la obra más lograda de José Martín de la Aldehuela2 que rehízo también la de San Pedro y levantó la del Hospital de Santiago, la del convento de la Puerta de Valencia y la portada de la de Los Paúles.
Allá al fondo sobre la “acrópolis” sobresalen los campanarios de San Pedro, de San Nicolás, el Giraldo y la torre del Ángel de la catedral, San Miguel y un San Martin que se ha colado en este lado de Cuenca por despiste del dibujante.
La de San Pedro ofrece su mejor cara desde la Hoz del Huécar. En el dibujo llama la atención su alto chapitel puntiagudo. Me gusta más ahora con su cúpula de aspecto oriental con cuatro pináculos como pequeños minaretes y su perímetro octogonal.
San Nicolás, de lejos no ha cambiado tanto. Hoy en día sigue exhibiéndose esbelta entre el apretado caserío, y realzando desde la visual de Wyngaerde al gran edificio que hoy es la Casa Zabala. Da la sensación que el artista dio a este y a otros campanarios más altura que la que realmente tenían. Quizás para visualizarlos mejor.
Sigue todavía sobre el crucero de la catedral la torre de Ángel, pero su campanario, el Giraldo, se desplomó a principios del siglo XX. Y la fachada de la catedral, afectada parcialmente por el derrumbamiento, fue desmontada. La nueva imita las catedrales góticas, quizás a la de Reims o Paris, aunque el proyecto que contemplaba dos torres se quedó a medias.
San Miguel tenía casas delante hoy inexistentes que no nos permiten ver en el dibujo los restos de la muralla con su redondo torreón y sus contrafuertes. Hoy todo el conjunto está renovado y constituye un rincón maravilloso, aunque ciertamente muy diferente.
Santo Domingo, San Gil y San Juan sólo conservan los campanarios, pero sin campanas. Santo Domingo tiene una presencia imponente en el dibujo. Hoy conserva la alta torre y una de las paredes, Aprovechando ésta, se ha edificado un garaje, así que cuando entras a recoger el coche dan ganas de rezar. San Gil alto y vigilante junto al Jardín de los Poetas. San Juan encastrado entre edificios civiles y la imprescindible puerta a la que da nombre. San Vicente y San Esteban, han desaparecido sin dejar rastro.
La torre de Mangana y la torre del Salvador son hoy las atalayas de la Cuenca antigua. La del Salvador, levantada de nuevo ya en el siglo XX, pasaba entonces desapercibida por su altura muy inferior. Y la de Mangana, rodeada de casas y palacios junto a la sinagoga convertida en parroquia de conversos, parecía más baja; ahora, solitaria, se estira más hacia el cielo en la desolación de un barrio borrado del mapa.
En la vista desde la Hoz del Huécar destaca en primer plano el convento de San Pablo con su iglesia, donde apreciamos una fachada diferente a la actual del siglo XVIII, y el puente en construcción. Al fondo, la ciudad con los restos carcomidos del castillo, con San Pedro de nuevo en su mejor vista, con la catedral, San Martín, Santa Cruz, Mangana y Santa María la Mayor y San Esteban ya casi en el llano.
Vemos Carretería y el amplísimo Campo de San Francisco en la parte baja. Esta zona se ha constituido ya en la más poblada y activa de Cuenca. El convento e iglesia de San Francisco, los monumentos religiosos más importantes del llano, ocupaban el solar donde hoy vemos la moderna de San Esteban.
A las ermitas de Santo Toribio en la Fuensanta, del cerro de Socorro, de San Roque, de San Cristóbal, de San Sebastián o de Santa Ana se las tragó la sima del tiempo. A pesar de los errores de nominación y a la confusión entre algunas de ellas que cometió Wyngaerde, sabemos localizarlas gracias a las sabias correcciones de Ibáñez Martínez.
Estamos tan acostumbrados, que a veces nos pasa desapercibida la presencia totalizadora de los templos y conventos. La iglesia católica no fue sólo una entidad religiosa, lo fue fundamentalmente política y económica, incluso militar. La iglesia conquense llegó a ser una de las más importantes de Castilla. La extensión territorial de su diócesis fue enorme. Comprendía amplias zonas de las actuales provincias de Guadalajara, Albacete y Valencia. Había participado desde la primera línea de fuego en la conquista de Cuenca, había dado ideología y legitimidad a los reyes para ocupar tierras ajenas en nombre de una cruzada y de la restauración de la fe católica. Y por ello los reyes les concedieron grandes propiedades y privilegios.
La Edad Media, más tolerante en cuestiones de religión y con un poder local más robusto, pasó. Y la Edad Moderna nos trajo una monarquía absoluta basada en el catolicismo más intransigente. Tras el Renacimiento y el leve erasmismo del primer tercio del siglo XVI, España es el abanderado de Trento y de la uniformidad católica. Poco después de la visita de Wyngaerde se erigió un nuevo y más grande edificio para el tribunal de la Inquisición. Ahí lo tenemos en lo alto, en el solar del Castillo, cerca del convento de carmelitas que Wyngaerde tampoco conoció y de San Pedro, la más hermosa y encumbrada de las iglesias. Su objetivo primordial era vigilar la sospechosa fe de judeoconversos y moriscos. Se recrudece con fuerza la terrible limpieza de sangre.
A mediados del siglo XVI Cuenca se encuentra en la cumbre de su desarrollo urbano y económico. Sin embargo, todo está a punto de desmoronarse. El hundimiento de la economía supuso un deterioro de los monumentos en el siglo XVII. El siglo XVIII o siglo de la Luces fue un gran tiempo para la renovación de nuestros edificios religiosos antes que el siglo XIX y el XX trajeran un cataclismo urbanístico y una catarata de derrumbes. Desaparecieron para siempre muchos edificios en San Miguel, en el ensanche del Puente la Trinidad hasta la plaza Mayor, casi todos en San Martin, y todos en Mangana donde sólo queda, aislada como un espigado náufrago, la torre del reloj.
La Iglesia omnipresente, dueña del pensamiento, de la voz desde el púlpito y de la palabra escrita, propietaria de señoríos jurisdiccionales y de buenas tierras, de los más antiguos y mejores edificios, de catedrales y palacios. En ellos se guardaban cuadros de los artistas más cotizados, cálices y custodias de los más refinados orfebres, enormes rejas de impresionante filigrana. La Iglesia era para mí las casullas y dalmáticas de terciopelo y brocado, de sobrepellices de encaje como la nieve, de patenas refulgentes, el olor a incienso y a cera, a las manos blancas, finas y pulcras de los curas perfumados que contrastaban con las toscas manos callosas, como corteza de carrasca, de los hacheros y labradores olorosos a estiércol, a sudor y a romero, Ahora me parece más cercana mi infancia a los tiempos de Wyngaerde que a los actuales. Casas humildes de piedra sin labrar y yeso, tapiales de yeso y tozas, calles de polvo y barro, carros de madera y pares de mulas, burros y rebaños de ovejas regresando al pueblo al atardecer en una polifonía de balidos. La infancia y la Cuenca antigua.
No puedo evitar retrotraerme al recuerdo de aquellas filas de seminaristas ensotanados por Carretería, a las festivas enramadas y cánticos con que se recibía al señor obispo en el pueblo, acompañando al cura de larga sotana y amplia teja tras la que se escondía la tonsurada y misteriosa coronilla. Me veo besándole la mano, que dejaba caer lánguidamente, en una genuflexión que a veces me daba la risa. Eran mis tiempos de monaguillo. Y siempre las oraciones cotidianas de mi abuela a la hora de dormir. Y su frase clausural acordándose como siempre de los pobres en las noches de invierno: “¡Dios mío, dales tantas mantas como frío tengan!”.
1 Editadas espléndidamente por la Diputación de Cuenca y hoy lamentablemente inencontrables, a la espera de nuevas reediciones.
La vista de Cuenca desde el Oeste (1565) de Van den Wyngaerde, Cuenca 2003.
La vista de Cuenca desde la Hoz del Huécar 1565) de Van den Wyngaerde, Cuenca 2006.
Por Pedro Miguel Ibáñez Martínez.
2 José Martin de la Aldehuela (Manzanera, Teruel, 1729- Málaga 1802). Vivió muchos años en Cuenca y trabajó en muchísimos edificios religiosos, incluida la catedral.
Amante de la naturaleza. Agente medioambiental de la CH Júcar