MONOGRAFÍA
ANTON VAN DEN WYNGAERDE
El flamenco Anton van den Wyngaerde es uno de los artistas singulares de la Europa del Renacimiento. A partir de 1557 trabaja al servicio de Felipe II, trasladándose en 1562 por tal motivo a España, donde muere en 1571. Aquí realiza un nutrido catálogo de vistas de ciudades españolas, que cuenta entre los tesoros documentales más trascendentes para el análisis de la historia urbana del siglo XVI. Ese es el motivo primordial del arribo del maestro flamenco a nuestro país, vinculado con los proyectos geográficos de carácter científico del rey. El afán de conocimiento del mundo propio de la época, se materializa en Felipe II con una búsqueda de la información más exhaustiva posible de España, y las panorámicas dibujadas por Wyngaerde cubren una de las líneas de actuación previstas. Es tal la riqueza documental que contienen, así como la complejidad técnica que acreditan, que sólo parece existir una metodología posible: analizarlas con detalle en el marco preciso de la ciudad que le ha servido de fuente inspiradora. A partir de esas premisas, les he dedicado desde hace tres décadas el mayor interés posible, tomando como referencia principal las dos espléndidas panorámicas de Cuenca elaboradas por el paisajista de cámara de Felipe II en 1565. [1]
El siglo XVI. ¿Qué hace un flamenco como tú en un sitio como este?
Darío Moreno Ortega
Los grabados de Wyngaerde, entre ellos los de Cuenca en 1565, son fruto de un cambio de mentalidad que se había ido gestando desde la última década del siglo XV. La llegada de los europeos al continente americano cambió las estructuras mentales de los habitantes del Viejo Mundo para siempre. Una nueva tierra invitaba a explorar e investigar, pero también daba un nuevo sentido a Europa: el horizonte occidental se extendía y ampliaba el pensamiento ecuménico de la conciencia terrenal y espiritual. A la hazaña del genovés le siguió la de Magallanes, quien emprendió la primera circunnavegación a la Tierra en 1519 en busca una ruta alternativa a la Especiería, aquellas islas envueltas en las brumas del misterio, hogar de unas plantas cuyo fruto superaba el valor del oro. La inversión y confianza por parte de los católicos reyes de Castilla y Aragón fue fundamental para la consecución de estas hazañas. El periplo del portugués confirmó que la Tierra era mucho más grande que de lo que se creía en ese momento. Al descubrimiento le siguieron las conquistas; a las conquistas las colonizaciones.
La primera mitad del siglo XVI había sido la de la ya mencionada primera circunnavegación del globo, con Magallanes comandando un periplo de dimensiones ciclópeas completado tras su muerte; de la irrupción del turco Solimán el Magnífico en el centro de Europa tras la derrota de Luis II de Hungría cerca de Budapest; del saqueo de Roma por parte de las tropas de Carlos V; del saqueo de Castilla también por parte del emperador y la Guerra de las Comunidades; la de la aparición del Humanismo y los tratados de Erasmo, Maquiavelo o los hermanos Valdés. Es en este contexto cuando Nicolás Copérnico recupera las enseñanzas de Aristarco y propone su loca teoría: que el Sol era el centro del Universo y no la Tierra. Pero es también cuando Lutero traduce las Sagradas Escrituras del latín al alemán y denuncia la hipocresía de la Iglesia Católica, prendiendo de esta manera la chispa del Protestantismo.
La Monarquía Católica Hispánica, autoritaria con tendencia al absolutismo, tenía su único freno en las Cortes de cada uno de los reinos ibéricos. Volvía exasperado en 1564 el rey Felipe II de lidiar con estas, las de Aragón, Cataluña y Valencia cuando, a su regreso a la recién nombrada capital madrileña, pasó por la humilde ciudad de Cuenca. Aunque venida a menos en la última década por las políticas comerciales de su padre, Carlos I de España y V de Alemania, aún conservaba la dignidad que la impregnaba desde la Edad Media por su fama en la producción de telas y paños. En la vega del Moscas, el 30 de abril de aquel año, una cabalgata formada por los más ilustres conquenses recibió a Felipe y así, rodeado de clérigos e hidalgos recorrió el último tramo del trayecto. Tanto se deleitó el monarca con la visión de las caprichosas casas colgadas sobre las hoces, los rascacielos, la catedral gótica y el puente de San Pablo durante su construcción que encargó a aquél flamenco que la incluyera en las Vistas de las ciudades castellanas. Quizás se acordó durante su visita de uno de los hombres de confianza de su padre, Alfonso de Valdés, natural de Cuenca y uno de los máximos exponentes del humanismo español. Hay quien atribuye la autoría del Lazarillo de Tormes a Alfonso. Eran los años 60 del siglo XVI y el poder universal de Felipe II se hallaba en su mejor momento. En 1559 se había firmado la Paz de Cateau-Cambrésis, que afianzaba la hegemonía de la monarquía hispánica sobre la francesa, así como la defensa del Catolicismo y la lucha contra herejes e infieles. Pero esta cruzada alcanzó su punto álgido en 1563 cuando, tras dieciocho años de debates, el Concilio de Trento se dio por concluido afirmando las posiciones de la Iglesia de Roma frente a los reformistas protestantes. La lucha contra estos pecadores fue la principal devoción en las políticas interiores de Felipe II. Su padre, Carlos I, los había intentado erradicar infructuosamente en Alemania y Flandes. Ahora aparecían los primeros casos en los reinos hispánicos. Y sobre todo en los Países Bajos, lugar de origen del pintor que tenía como empleado. El ambiente durante aquellos años era de un profundo temor a las acusaciones de herejía ante el tribunal de la Inquisición. ¿Qué pasaría por la mente de Wyngaerde ante tal persecución? ¿Se sentiría en peligro un flamenco como él en el centro del catolicismo político? Cualquier persona podía ser denunciada ante los jueces de Dios: el clérigo Agustín de Cazalla ya había ardido en la hoguera; y el proceso del arzobispo de Toledo Bartolomé de Carranza se alargaría durante la década.
Pero, si la década de los 60 fue la edad dorada de Felipe II, 1565 fue el punto álgido de su reinado. Coincidencia poética la que nos deparan estos hechos: cuando Wyngaerde se encontraba subiendo y bajando los pelados cerros a cuestas con sus aperos artísticos, su empleador se encontraba con la mente puesta en Malta, sitiada por los otomanos de un Solimán envejecido y derrotado. También se hallaban sus pensamientos al otro lado del océano, en la Florida. Allí, franceses y españoles disputaban por aquella península, en la que acabaron triunfando estos últimos. Ese mismo año se fundaría la primera ciudad europea del nuevo continente: San Agustín de Florida. Se celebraron, a su vez, las Vistas de Bayona, en las que la monarquía francesa se comprometía a luchar contra el protestantismo, declarándose fiel partidaria de la iglesia romana. Estos eventos históricos confirmaron el poder de la monarquía hispánica representada en la figura de Felipe, convertido ahora en árbitro del Viejo y Nuevo Mundo.
Sin embargo, la pax hispanica no sobrevivió al rey. Al año siguiente las provincias de Flandes, la patria del artista, se rebelaron contra el católico monarca, dando pie a un conflicto que se alargaría hasta bien entrado el siglo XVII. Anton, ¿qué hace un flamenco como tú en un sitio como este?
[1] Como no parece necesario incorporar notas a un artículo divulgativo de este carácter, remito al lector a algunas de las publicaciones que he dedicado al catálogo conquense de Van den Wyngaerde. Cabe subrayar en el apartado de libros: La vista de Cuenca desde el oeste (1565), de Van den Wyngaerde. Diputación Provincial de Cuenca, 2003; y La vista de Cuenca desde la hoz del Huécar (1565), de Van den Wyngaerde. Diputación de Cuenca, 2006. Y en el apartado de artículos y capítulos de libros, entre otros: “Dos imágenes de Cuenca en el siglo XVI”. En Memoria del Nuevo Mundo, Universidad de Castilla-La Mancha, 1992, pp. 71-85; Pintura conquense del siglo XVI, 1: Introducción. Primer Renacimiento. Diputación de Cuenca, 1993, pp. 38-47; “Anton van den Wyngaerde y la Vista de Cuenca desde el oeste (1565)”. Boletín del Museo e Instituto Camón Aznar, nº 81, 2000, pp. 41-59; “La Vista de Cuenca desde el este (1565), de Van den Wyngaerde”. Goya, nº 276, 2000, pp. 145-152.