Tras la ventana, la mañana es clara aunque perezosa. El cielo despejado parece no querer desperezarse de la profunda noche. Un año ha tardado en volver a llegar esta mañana de febrero. Es Carnaval y en la casa del paje se han juntado ocho jóvenes. Deberían ser nueve, pero esta vez falta uno. Con caras soñolientas se van atando una capa negra sobre la impoluta camisa blanca. Novedosa vestimenta, pues antes cada uno vestía a su parecer y sólo era necesario el complemento imperdonable: un sombrero negro adornado con una flor blanca. Al colocarlo sobre sus cabezas, está lista, un año más, La Ranra en Albaladejo.
Este encuentro, hasta hace unas décadas, comenzaba el domingo de Carnaval y duraba hasta el miércoles de ceniza, pero por la ausencia de gente durante el calendario, se trasladó al fin de semana. Por los mismos motivos, ya tampoco se les obliga a estar casados, ni tampoco a que sean los capitanes con el tambor redoblando quienes a primera hora de la mañana sean los encargados de recoger a los mandos de su compañía. Todo cambia. Quizás demasiado rápido en estos pueblos castellanos.
Pero al cruzar el dintel de la puerta, el tiempo parece fundirse. Afloran de los sombreros, los mismos nervios; y de las capas las mismas ganas. Y nervios y ganas irán polinizando las mismas viejas calles que tantos ranreros corrieron. Y así, los nueve oficiales se dividen en sus dos compañías: el alférez, teniente, capitán y albacea en la Compañía del Cuatro y alférez, teniente, capitán, albacea y paje en la del Cinco. Y cada oficial con su respectiva arma: alféreces y tenientes con sus bastones, capitanes con sus tambores, albaceas con sus doradas bacías, y el paje, mando supremo, con su sable y escudo comienzan A ellos, se suma el bandera quien con su tela vestida con una calavera los guiará por las calles del pueblo. Y tampoco faltan los dos cestilleros, que si antes debían ser niños, ahora puede ser cualquiera. Son ellos, junto a los ranreros, los encargados de recaudar el dinero.
Y, al son del redoble, comienzan a recorrer las calles del pueblo. Estos ranreros se han empeñado en mantener una tradición que es emblema de este pueblo y durante este fin de semana, una a una, recorrerán las casas de todos los oficiales. Por ello vuelven a abrir cada año las entrañas del tiempo. No sólo porque se lo enseñó su padre, y a su padre su abuelo, y a su abuelo su padre, y a su padre su abuelo. La Hermandad de las Ánimas debe seguir, con el dinero recaudado, cuidando, allá donde yacen todos ellos, el cementerio. Mientras en el cerro sobre el que se descuelga el pueblo, “la torre”, ruinas de la vieja Iglesia de Nuestra Señora vigila cada movimiento. Así siempre lo ha hecho. Junto a ella una silueta, con manta y sobre un bastón, mira hacia la larga vega invernal. Parece un forastero del tiempo...
Los nueve ranreros, divididos en las Compañías del Cuatro y del Cinco, acompañados del bandera y los dos cestilleros, paran en la primera casa. Allí los espera el primer trago y el primer aperitivo. Manteniendo la rígida tradición, no falta sobre la mesa ni el porrón de vino ni el de mistela.Tampoco las órdenes del paje, ni las multas por no cumplirlas. Cierto es que ya no son tan rígidas ni inoportunas como antes. Esta vez ha sido la madre del Paje quien ha preparado el aperitivo. Es esta reunión un momento íntimo, mágico y familiar Pero si el ruido y la recaudación viene del ranrero, el alma y el sabor de la Ranra lo entrega la mujer. Son ellas las que preparan estos aperitivos y las que, antiguamente, elaboraban uno de los grandes manjares asociados a estas fiestas: los nuégados. Este dulce de cañamones, miel y fideos, popularmente, se repartía el último día por las madres de los cestilleros. Hoy, desafortunadamente, cada vez son menos las que atesoran esta dulce receta.
Ya de nuevo en la calle, aunque es el paje el que mantiene el orden, es el bandera el que dirige la cofradía de la Ranra. Tras dar las vueltas que el bandera ha querido y precisado, se llega a la casa de un nuevo oficial. Al llegar a la siguiente puerta, se repite la misma acción: saluda el paje, y al recibir la respuesta, el primero que pasa es el Bandera. Luego de uno en uno, en fila india, hasta estar todos formados otra vez. Y de nuevo el Paje manda y ordena. Quien lo incumpla, una multa impuesta debe pagar. La mañana avanza y al salir, entre risas de la casa, es la hora de misa. Cuando termine, seguirán de casa a casa hasta realizar la parada en las nueve casas de los nueve oficiales.
Y al caer la temprana noche, ya se ha embadurnado la calle de colores de penumbra. Noches largas y oscuras, obligadas a pensar en los muertos. También es justo hacerlo. Pero en el proceso, La Ranra calienta sus gargantas, los tambores se descompasan y alguna capa va descolgada. Las farolas anaranjadas parecen guirnaldas y la noche un escenario sin guión ni dueño. Sólo queda una casa, la del oficial que cumple este año. Antes dijo el cura que debían ir, como siempre, al rosario.
Será entonces, tras este acto, cuando vayan a la última mesa, A ella está invitado todo el pueblo y se despide, con mistela, vino y cantando la canción de “la colombiana”. Todos cantan al ritmo de los tambores: “entraba la colombiana en el puerto con la capa arrastrando, diciendo viva el vinillo” (entonces toca el tambor y la gente canta “¡vuelve a beber y otro más largo!”) y para terminar y pasando el porrón se dice “deme usted el porrón con gracia y devoción”.
Porque La Ranra ante todo es alegría y diversión. Es ruido ante el silencio melancólico de febrero. Una efímera primavera para los aletargados campos en barbecho. Un canto de vida dedicado a la muerte y una tomadura de pelo para la propia vida. La noche de Ánimas de La Ranra se consuma bailando en la verbena donde los ranreros se juntan con el resto de pueblo disfrazado de carnaval. Años atrás se llamaba “el baile de la peseta” y era el apogeo de La Ranra. No sólo porque se obtenía mucho dinero sino porque su obtención era a través de apuestas traviesas: parar la canción y pedir que la cambie, sacar a bailar a alguien, mandar a la gente a la calle… Un día único donde sacar a relucir propuestas que llevaban esperando todo un año. Pero ahora, con las nuevas verbenas y la mayoría de gente viviendo fuera, es simplemente, una gran fiesta. Desde la puerta del baile, al mirar al cerro, junto a “la torre”, la misma figura parece vislumbrarse entre la oscuridad.
Y así va pasando la Ranra y el domingo será, de nuevo, la despedida. Pero no del todo. Pues el fin de semana que viene será cuando pongan la puntilla. Es el llamado “domingo piñata” y el momento de ajustar las cuentas. Ellas se siguen apuntando en el mismo cuaderno de actas desde la década de los 50 del siglo pasado. Con puño y letra quedan grabados para la posterioridad los nombres de los ranreros y sus mandos. También es momento de una comida entre los ranreros y sus familias.
Y finalmente, tras la comida, llega el momento esperado. Los oscuros restos acostados en el fondo de la olla se restriegan por las caras. Y ya “disfrazados de osos” se recorren en el pueblo, asustando y asaltando a aquellas vecinos y vecinas. ¡Qué imagen la de ver en la penumbra del atardecer una figura oscura, grande y vociferante acercándose con los brazos en alto hacia a ti! Con esto, La Ranra termina como comenzó, con una exaltación de la propia naturaleza y de la misma vida.
Los tiempos se funden por unas horas, pero tras el fin de semana, la silenciosa soledad se vuelve a adueñar de las calles de Albaladejo. Las casas cerradas guardan los ecos de la voz del paje mientras sujetan alto el porrón de vino los oficiales. Las esquinas parecen esperar el aparecer de las compañías al ritmo del redoblar de los tambores. La larga noche añora el baile y sus apuestas.
Todo cambia en estos pueblos castellanos. Lejanos quedan aquellos años cuando las calles hervían de gentes de diferente índole y de edad. También aquellos olvidados oficios. Sin pastores, ni fraguas, ni hornos de pan, todo parece diferente. Pero las nuevas generaciones se empeñan con tesón a no dejar morir a la gran fiesta de Albaladejo. Que no muera La Ranra. Por ello, las nuevas generaciones se van adaptando a los nuevos tiempos con nuevas fechas, nuevos vestidos o nuevas actividades. Pero no pierde su esencia milenaria y ancestral: ese canto de alegría a la muerte, ese cariño cuidadoso para ganarse el cielo, esa diversión por un instante, eterna. Porque las nuevas generaciones se empeñan con tesón en no dejar morir esta alegre fiesta de la muerte. Que no muera La Ranra.
BIBLIOGRAFÍA
- Catastro de la Ensenada, PARES.
- La Ranra en Albaladejo del Cuende, Coral Rodríguez Sánchez
- Los siguientes vídeos elaborados por Vestal Etnografía:
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