En el pueblo de Boniches hay un banco de hierro con diez patas. Y eso sin sumar las cuatro que tiene el mismo. Desde lejos, el miriápodo banco permanece quieto y callado. Pero al irse aproximando uno, comienza a bullir una conversación ajetreada. Son cinco voces que se superponen entre ellas pero que, de repente, alternan con largos silencios; bálsamos de un río revoltoso y frenético.
El timbre de las voces que, podrían parecer, por el modo de comportarse a un grupo de adolescentes en un patio de recreo, esconde el sabor amargo de los calendarios. Son voces rasgadas por la afilada garra de los años; palabras desgastadas de tanto haberlas repetido; y, carcajadas que vuelan como un éxtasis glorioso. A pesar de ser una estructura de hierro moderno, con su respaldo y su reposabrazos, si se pretendiera adivinar la edad del banco, se debe comprender que suma no menos de cuatrocientos años.
Al vislumbrarse la conversación, una voz fina sobresale diciendo que “no teníamos nada y éramos felices”, a lo que la otra, más grave y parsimoniosa, le contesta “aquello era una ruina”. Pero “éramos todos más familia. En cada casa había cuatro o cinco personas y todas las casas estaban llenas. Me viene un recuerdo de que, en invierno, nos juntábamos a jugar a las cartas.” responde un timbre azul que carraspea.
El entorno es, ante todo, tranquilo y silencioso. Detrás del banco, situado en un pequeño parque con tilos y cipreses, hay un “riato” o arroyo cementado que en otro tiempo debió llevar menos cemento y más agua. Y, saltando el canal, se encuentran el pueblo de Boniches. Un batiburrillo de fachadas y tejados que dan una visión desorganizada de las calles. Sólo, y por encima de todos ellos, sobresale un cerro ocre y áspero donde se encuentran los restos de un antiguo castillo, también llamado La Picota. Pero a nuestras espaldas, el paisaje cambia drásticamente. Los variopintos y secos colores de las casas se transforman en un profundo y lozano verde. Estamos en la orilla de Boniches y aquí mismo comienza el interminable monte de pinar: alma y cuerpo de este lugar.
Tras un largo silencio, donde solo queda el recuerdo del cantar de las veraniegas golondrinas y el crujir del viento arrancando las hojas de los árboles, sobresale una voz veloz y desordenada “aquí la mayoría vivía de la resina y del pastoreo. En cada casa había ganado y entre veinte o treinta eran resineros. La resina se trabajaba en la época de calor, entre los meses de marzo y octubre. La mayoría se llevaba al Cañizar, en Pajaroncillo, que era propiedad de aquel Romero Girón…” La voz grave y parsimoniosa, de repente, entrecorta la frase “¿Pero recuerdas cómo era aquello? No era duro, era durísimo. Algunos trabajábamos cinco mil pinos o más. Con unas hachas curvadas que a base de maña y estirar, les sacábamos la viruta resina. Pero lo más duro era remasar, con aquellas latas de veinte o treinta kilos. Aunque lo peor de todo…era trabajar mal comido”. Tras, unas leves risas y unas miradas cristalinas, el de la voz fina, como en un propio soliloquio, dice: “Recuerdo también que cuando uno se hacía una herida, la resina la curaba. Era como una medicina”.
Un nuevo timbre, de color herrumbroso, pregunta a sus compañeros que si recuerdan cuando se bajaba la madera por el río Cabriel desde el “traquero” hasta el puente de la Unión. Todos niegan con la cabeza.
Otro largo silencio deja las campanas de la iglesia sonar. Marcan doce. Es mediodía y el sol ya no calienta como los meses anteriores. Al buscar con la mirada, es complicado encontrar la espadaña con las campanas entre el batiburrillo de tejados y fachadas. Finalmente, aparece humilde y poco llamativa, por haber sido reconstruida durante el siglo XX y no mantener la autenticidad arquitectónica e histórica que le precedió.
El timbre herrumbroso, de nuevo, agrieta el silencio “Aquí el agua era todo. Esta huerta llena de patatas, alfalfa, remolacha, hortalizas era una de las mejores… Toda la vega se regaba y agua nunca ha faltado.” A lo que contesta la voz veloz y desordenada “La vega y sus parajes… La Dehesa del Río, La Rinconá de los Capotes, Pino Cacho, Los Cerezos, Los llanos, La Noria, El Tortejón, El Portillo…” Mientras todos asienten con la cabeza, el de la voz parsimoniosa y grave añade “Lo que pasa es que hoy está toda la vega perdida”.
“¿Y cuántas fuentes no han echado agua y ahora están secas?” pregunta la voz de timbre azul y carraspero. Todos fruncen el ceño y la voz parsimoniosa y grave dice “Es muy triste”. Juntos e inteligiblemente, también recuerdan como el agua del río Cabriel no sólo nutría las fértiles huertas, sino que alimentaba tres molinos. Dos molinos harineros para moler el cereal, uno de los cuales fue también propiedad del empresario Romero Girón, y otro de luz. Este último se inauguró en 1915 y suministró luz, durante décadas, al pueblo de Boniches. Era una pequeña fábrica eléctrica que sólo producía luz por la noche. El de la voz fina recuerda cómo había que pagar dependiendo si tenías una o dos lámparas. “Y si no con un candil” dice la voz de timbre herrumbroso mientras el resto ríe. Fueron otros tiempos.
El tiempo se escurre mientras se habla de trabajos en Barcelona, Valencia y Madrid; de la juventud; de la agricultura; de la mili; de los grandes nevazos; de la vida… Entretanto no dejan de nombrar personajes, refranes, hazañas y anécdotas. Todas ellas carcomidas por el olvido.
Desde la iglesia suena una campanada. Seca y rotunda. Y, como si un gavilán hubiera entrado en un palomar, los cinco hombres se levantan del banco al mismo tiempo. Entre inentendibles murmullos, la voz aguda sobresale entre el resto “Ahora cuentas estas cosas y algunos ni se la creen”. “Según quien lo oiga”, responde la voz parsimoniosa y grave. Sin discernir una precisa despedida, cogen distintos rumbos y distintas velocidades: uno de paseo, otro al huerto y el resto cruza el “reajo” para volver al pueblo.
En un instante, el espacio se engrandece, la mañana se entristece, y el banco de hierro, quieto y callado, parece otro con sus cuatro nuevas patas. El crujir del viento arrancando las hojas se hace palpable y sonoro. Al sol lo tapa una nube y el eco de las veraniegas golondrinas sólo es suplido por el “bisbiteo” de las pajarillas de las nieves. Un aroma de venenoso silencio parece diseminarse, desde este rincón, por todo el pueblo. El banco y el aire parecen extrañar algo. Diez patas, cinco voces, que con más de cuatrocientos años destilan historias, conocimientos y saberes únicos que no deben permitir perderse. Pablo Villar, Tomás Martínez, Antonio Acebrón, José Ferrer y Vicente Gómez son libros que atesoran un conocimiento real; hoy mágico; pronto perdido.
Vestal es una consultoría que apuesta por el fomento del turismo cultural en el medio rural.
Vestal busca recuperar aquellos saberes ancestrales en riesgo de desaparición, así como poner este patrimonio etnográfico al servicio de la población de una manera atractiva, sirviendo de cimiento para el turismo cultural y la repoblación rural.