Cuenta una antigua leyenda que hace mucho, mucho tiempo, vivía en la histórica ciudad de Cuenca un joven muy agraciado, hijo del oidor de la villa. Este muchacho traía a todas las jóvenes de la ciudad de cabeza. Las seducía sin ningún tipo de escrúpulos intentando conseguir de ella todos los favores carnales necesarios para saciar su sed y posteriormente las dejaba tiradas sin ningún tipo de remordimiento. Evidentemente, además de guapo, el joven tenía grandes dotes oratorias, por tanto eran pocas, por no decir ninguna, las féminas que se resistían a sus encantos.
Un día llegó a la ciudad una forastera. Una joven tan bella que tanto hombres como mujeres no podían evitar mirarla cuando paseaba coqueta por las calles. Diana, que así se llamaba, se convirtió en pocas semanas en la sensación, y como no, el joven mujeriego se fijó en ella.
Embelesado por sus más que evidentes encantos, el joven decidió hablar con la doncella para llevársela a su terreno y conseguir una nueva conquista. La mejor de las conquistas, la más codiciada de la ciudad.
Diana, que no era tonta, se dio cuenta de las intenciones del joven. Es por eso que una y otra vez lo rechazaba sin miramiento.
El joven no se daba por vencido. Cada día inventaba nuevas argucias para conquistarla. No obstante, el resultado siempre parecía ser una rotunda negativa.
Una mañana, en la víspera de Todos los Santos, cuando el joven había llegado a la cima de la desesperación, recibió una carta de su amada Diana en la que lo citaba en la puerta de la Ermita de las Angustias. En esa carta la joven aseguraba que sería suya en la Noche de los Difuntos en ese mismo lugar.
Esa noche, nuestro galán no podía estar más emocionado. Por fin iba a culminar su tortuoso camino de conquista. Así pues, a pesar de que comenzó a llover y tronar, el joven se presentó rápidamente en el lugar en el que la muchacha lo había citado.
Cuando llegó encontró a Diana vestida con las más hermosas prendas. El joven enloqueció de pasión. Comenzó a besar cada centímetro de su blanca piel hasta que finalmente, preso por la lujuria, intentó arrancar parte de su vestimenta.
Los truenos seguían azotando Cuenca cuando la joven levantó su falda y el joven comenzó a desabrochar sus chapines altos. Justo en ese momento un rayo iluminó la oscura noche y los pies de Diana se convirtieron en pezuñas. El muchacho miró aterrorizado a su amada, la cual se había convertido en el mismísimo Diablo, el cual no cesaba de soltar estrepitosas carcajadas.
El joven salió corriendo, gritando, hasta que llegó a la cruz que había justo en la puerta de la ermita. Se abrazó a ella esperando que Dios lo salvara de esa bestia. El Diablo lo persiguió y justo en el momento en el que se abrazó a la cruz le propinó un zarpazo que le rozó el hombro y que quedó plasmado en la piedra de la cruz.
Cuando abrió los ojos, el Diablo ya no estaba allí, pero el zarpazo había quedado grabado en la cruz de piedra de la ermita. Un zarpazo que a día de hoy se puede apreciar cuando visitamos esta Ermita de Cuenca.
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