ANTIGUO ROMANCE
Y al llegar a las cambras
empezaron a echar suertes
los que tiraban las chapas,
eran Guillermo y Cohete;
Cohete como ganó
escogió por la lantera
y era porque temía
el embarcar la madera.
En la madera que estamos
se compone de zagales
de maestros y cuadrilleros
y varios de nueve reales.
Luis Martínez Kleiser (1883-1971)
El pino negral o laricio es alma y cuerpo de la serranía de Cuenca. Entre sus claros braman los ciervos, roncan los gamos, saltan las ardillas y se percibe el eco de los lobos; sobre sus ramas repiquetean los carboneros garrapinos, herrerillos capuchinos, piquituertos; bajo sus sombras crecen guillomos, tejos, avellanos y sobre sus copas giran buitres y águilas… Con su madera de la Serranía se han levantado las casas de los pueblos serranos; con sus vigas se construyeron corrales, parideras y tinadas; con sus leñas se alimentó el hogar con el que enfrentar los severos y crudos inviernos… En su silencio aún se escucha el gélido atizar del hacha en la corteza.
Pero su importancia no puede comprenderse sin su principal vecino y aliado: el agua. La serranía de Cuenca, conforma un nudo hidrográfico donde manantiales, arroyos y fuentes tapizan el calizo suelo y brotan a doquier como saltamontes en agosto. Y es esta sinergia entre la madera y el agua la que forjó uno de los principales capítulos históricos de la Serranía de Cuenca: las maderadas. Este transporte fluvial brota de un tiempo inmemorial, aunque sus primeras referencias borbotean tímidamente de época árabe, en tierras de Al-Andalus. Madera y agua se entrelazaban a través de la figura de los gancheros quienes, con sus largas varas de avellano, apuntaladas con una flecha y gancho, dirigían diestramente el cuerpo inerte de los pinos. Estos hábiles y temerarios hombres se estructuraban en tres grandes grupos: la vanguardia o delantera, ingenieros que, salvando los obstáculos naturales mediante canales y presas o adobos, modelaban el curso del agua; el centro, núcleo de la maderada y parte encargada de dirigir la mayoría de los troncos; y la zaga o retaguardia, encargados de deshacer y desmontar las pertinentes construcciones elaboradas por la delantera. Todo ocurría a finales del invierno, tras el deshielo, siguiendo el dicho popular de que “Marzo con sus marzadas se lleva las maderadas”.
Junto a la cabecera del Tajo y el Cabriel, ha sido el Júcar, el río que más influencia ha determinado en la provincia de Cuenca. Esta arteria de agua, rumbo al sur, suministraba la madera a lejanos puntos como La Mancha y el Levante. Pero todo manaba, como un nido de golondrina, en Huélamo, corazón de la Serranía de Cuenca. Era en el paraje denominado Herrería de los Chorros, en la puerta norte de su término, donde comenzaba la odisea ganchera. Hasta entonces, el Júcar es arroyo, un fino cordón umbilical sin cortar, que nace bajo la Muela de San Felipe, en Tragacete, y que, por su humilde curso, hacía inviable el transporte maderero.
Y es que, en realidad, las maderadas no comenzaban en el Júcar, sino en su primer afluente serio: el río Almagrero o de la Herrería. Este curso serrano nace entre las cumbres y barrancos que separan Teruel y Cuenca, Aragón y Castilla. Sus aguas transparentes bajan entre saltos y pozas, protegidas entre la dura piedra y la tierna ribera. En este paraje, permanece aún erguido un edificio fantasmagórico y agónicamente decadente. Sus ruinas fueron un día, puerta de Castilla desde Aragón, un centro social y económico. Como queda reflejado en el Catastro de la Ensenada, en 1752 y bajo la propiedad de Miguel Franco, “contaba con un mesón, varias casonas, y una abacería, local donde se vendían productos de alimentación para la comarca” (1). Y por supuesto, como el nombre indica, con una herrería con un martinete para fabricar cobre, cuyo funcionamiento, como el de las maderadas, se nutría de la fuerza del paso del agua y del carbón de la madera aledaña. Aún en 1940, quedaban nueve habitantes… Era tras ser bordeada la Herrería, en su confluencia con el Júcar junto al Puente de los Chorros, donde, amontonadas las primeras cambras de troncos traídas desde las entrañas de la sierra por los arrastradores, se encontraba el primer embarcadero. Comenzaban, propiamente, las maderadas.
Desde aquí, ya en tierras de Huélamo, el Júcar se desprende del cordón umbilical, crece junto al cordel trashumante y gana su nombre de río. Su niñez termina de avivarla el río Valdemeca que, por el valle que viene desde el pueblo de mismo nombre, bajaban también pequeñas maderadas. Por tanto, como mencionan, ya en 1575, las Relaciones Topográficas de Felipe II el Júcar nace en “los ayuntaderos de tres arroyos grandes, que son el de Valdemeca, el de Tragacete y Royo-Herrero” (2).
Es Huélamo una figura maternal que atentamente observa el crecer intrépido del Júcar. Sus altaneras casas, sentadas sobre la platea de un teatro ancestral junto al pretérito castillo, contemplan como adquiere su verde personalidad. Es este pueblo, su tierra, y sus gentes, quienes lo han aprovechado, mimado, y cantado. Con sus aguas se han girado las ruedas de molinos y batanes; se han regado sus huertas y arboledas. El Júcar y Huélamo es un binomio familiar, una sinergia natural por la cual no puede comprenderse uno sin el otro. Y entre sus juguetonas hazañas, una de las más admirables y esperadas era embelesarse, cada febrero o marzo, con las maderadas. La madera y el agua, símbolo del tiempo y del espacio de esta tierra. El frío y salvaje Júcar procedente del deshielo, era domado por los gancheros para que, sobre su lecho, se deslizara la cotizada y descortezada madera del pino negral. Como un bando de golondrinas, surcaban los cielos del río, batiendo sus brazos como alas rumbo a una tierra lejana.
Pero si ya bajaban por el Júcar los troncos de las altas cumbres que separaban Castilla y Aragón, aún no habían comenzado las grandes maderadas. Aún no colmaban su caudal los estirados cilindros de savia serrana; aún no se contaban como incontables su número; y, aún no se camuflaba la verde piel del río por su ocre madera. Todo ello, comenzaba, en la puerta sur del término de Huélamo, en la Venta de Juan Romero. Esta pequeña aldea, junto al bravo Júcar, era el primer gran embarcadero. Aquí, procedentes de la contigua Muela de la Madera, meseta caliza y fuente de pinares, se abastecían las maderadas que comenzaban su viaje hacia el sur y Levante. Además, era este lugar, situado en mitad del Cordel de Huélamo, un descansadero para el ganado trashumante. Ribera y cordel, hacían de este bello entorno, idóneo para la agricultura y la ganadería. La Venta, unos metros aguas abajo se completaba con su fuente y su molino harinero. Este molino, de notable producción, estaba “dotado de dos juegos de muelas, máquina de limpia, cabria y cernedor” (3). La Venta estuvo habitada hasta no hace muchas décadas, y aún en 1940, vivían en ella 35 personas y el molino aún conserva el caz, la balsa y el salto, de unos quince metros de altura. Hoy, el silencio del monte y el rumor de las aguas lo habitan.
Desde aquí, el Júcar dejaba atrás el término de Huélamo, bordeando la Muela de la Madera, hacia Uña. Este primer tramo fluvial no era demasiado complicado y no requería de grandes acciones arquitectónicas por parte de la delantera de los gancheros. Principalmente, en comparación a lo que ocurriría más tarde entre Uña y Villalba donde la quebrada orografía, infernales pasillos de gargantas y saltos, obligaba a la delantera ganchera a construir continuos canales y adobos, lo que provocaba que se tardara lo mismo en bajar las maderadas entre estos dos puntos que luego de Villalba al pueblo albaceteño de Fuensanta, dos o tres meses. Y el viaje llegaba, tras recoger madera de Valdecabras y Verdelpino, a la histórica ciudad de Cuenca. Tras atravesar la cretácica hoz, cruzar el Puente de San Antón, y salvar la Presa de Santiago, llegaba al Desembarcadero de El Sargal desde donde, mediante carretas y, con camiones en sus últimos años, se llevaba a La Mancha y a Madrid. Pero aún seguía esta arteria de agua, rumbo al sur, para suministrar madera a otros puntos como Fuensanta o Alcira…
Pero poco a poco, mientras su caudal se amansaba y envejecía, el Júcar se iba olvidando de aquella niñez serrana. Su memoria cubierta del salitre marino iba resecando los recuerdos de aquellas nieves de las altas cumbres; la pureza virginal de las aguas del Almagrero; el trajín del ir y venir de los comerciantes en la Herrería de los Chorros; de aquel cordel trashumante que acompañaba sus aguas; de la mirada de las casas de Huélamo, del verdor montés de los prados y, a los pies de la Muela de la Madera, las familias de la Venta de Juan Romero.
Y lo mismo ocurrió con las maderadas. También el Júcar las olvidó. Aunque su decadencia fue progresiva desde que se alterara parcialmente su rumbo con la llegada del ferrocarril, fue el uso de camiones y nueva maquinaria la que sepultó los troncos de los pinos negrales en las remotas profundidades del agua. Agua que no es más que otra forma de medir el tiempo. Su constante fluir y por donde pasó, ya es un vago recuerdo, ligero como un sueño. Hoy, la Serranía de Cuenca y Huélamo siguen siendo un gran cuartel de pino y madera; y el Júcar, sigue su vida de fénix, naciendo y muriendo a cada instante. Pero ya no hay maderadas en sus aguas ni gancheros que las lleven, tampoco arrastradores ni carreteros en las entrañas del monte. Huélamo, en otros tiempos la cuna de las maderadas del río Júcar, hoy es hogar de unas golondrinas de madera y de agua y con alas gancheras, que vuelan lejanas…
Este artículo forma parte del proyecto está “Huélamo, cuna de las maderadas del río Júcar”, desarrollado por Vestal Etnografía, y financiado por el Ayuntamiento de Huélamo y la Diputación Provincial de Cuenca.
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