Mandaba la tradición que las cuadrillas se echaran al monte, hoz en mano, dispuestas a recoger las aromáticas ramas florales del espliego. Era en plena agostada, casi coincidiendo con el final de las labores a las que obligaba el parco cereal serrano. El paso siguiente era la extracción de la fragante esencia. Cultura popular que algunos se esfuerzan por no dejar al arbitrio del olvido.
Miradas rurales, vidriosas miradas abocadas a guardar silencio. Callosas manos que huelen a terruño y sol, condenadas a mendigar el apoyo de dudosos bastones. Las piernas —los remos, dirían ellos— apenas aguantan el peso de los años. Un buen tronco, al sol de la calle solitaria, da la callada bienvenida a un cuerpo abatido, cansado de recorrer esos montes trashumando ganado, valles y cerros que azulean en la distancia. Pero la memoria no está preparada para descansar, sino para seguir viajando en el tiempo, a aquellos tórridos días de estío en que esas nudosas y curtidas manos, provistas de zoqueta y hoz, habían de abrazar y cortar aromáticos haces de espliego para luego extraerles el alma, su bálsamo fragante. Era este el primer paso para lograr una esencia altamente valorada por las gentes del campo, un extracto que apenas se conoce y reconoce entre las apresuradas masas que cada vez se alejan más de los pueblos.
La cuadrilla de segadores ha llegado a la soleada ladera donde aguarda una buena cantidad de sielvas de espliego. A pocos metros observan la escena unas piedras apiladas en perfecto orden hace varios decenios para conformar los muros de lo que fue una tiñá, como llama esta gente a las majadas o parideras. Al fondo, desdibujada por la distancia, se eleva la densidad boscosa de la Sierra de Valdemeca. Sielva, un vocablo que al siegacantano que torpemente trama estas líneas llama poderosamente la atención, y que una experta voz define como cada una de las matas o arbustos de espliego que a estas frescas horas de la mañana recibe el alivio del rocío. Y la inquieta curiosidad del aprendiz le lleva a pensar si no tendrá su origen en el latino silva, donde también nacen las familias de “selva” y “silvestre”.
Los tallos verdes de espliego esperan pacientes a los segadores, acaso sabiendo que el paso de la hoz será una promesa de fertilidad para la siguiente temporada. La habilidad de los recolectores impresiona al absorto novato en estas labores, que observa con atención cómo agrupan las ramas con la hoz y recogen con la mano enzoquetada antes de cortar. La zoqueta de madera no solo sirve para proteger la mano de la afilada hoz, sino para aumentar la capacidad de recogida de espliego. Una pieza, sin duda, de probada eficacia que se utilizaba cuando ni siquiera se había enfriado tras la siega del cereal.
—Cuando se me llena la mano, cojo dos lletas [ramillas del haz], las paso por el dedo pulgar y las cojo con el índice [ambos dedos quedan fuera de la zoqueta], con lo cual me queda disponible casi toda la mano. A esto se llama “rodear”. Sigo segando y aumenta el tamaño de la gavilla. Si no lo rodeas, cada vez que abres la mano se te cae —cuenta el diestro segador.
En algún momento lo intenta el neófito, pero el experto le hace saber que realiza la siega al revés. También le explica que van dejando los haces sobre las sielvas segadas para que estén bien visibles y sean recogidas por un miembro de la cuadrilla.
Tras la siega hay que abordar el trabajo que podríamos llamar “de laboratorio”, por qué no, de botica, lo que en la Edad Media sería la officina, ese lugar reservado para la elaboración de productos farmacéuticos, de herbolario, licores, perfumes y similares: la cocción y extracción de la esencia. Un viejo bidón de chapa, colocado sobre un túnel practicado a ras de suelo donde se ubica el horno, hace las veces de caldera, que se llenará con el espliego segado, convenientemente prensado para aprovechar el espacio, y una pequeña parte de agua, en una proporción aproximada de 9 a 1. Ambos elementos, planta y agua, quedan separados por una rejilla de metal. Aquí se cocerá el espliego a base de tiempo y llama. Ha comenzado la destilación. El humo del fuego, alimentado con ramas de pino, escapa del horno a través de una chimenea. De la caldera, cerrada herméticamente, arranca un largo tubo que dará salida al vapor, y este se irá enfriando poco a poco en un serpentín con la ayuda de agua fría. Esto provocará la condensación del vapor, dando como resultado un líquido que se verterá en una alcuza. Hasta hace unos años, el serpentín quedaba cubierto de agua en un tornajo de madera, pero se vio que esa agua se calentaba ligeramente, por lo que la condensación era limitada.
El proceso de alquimia sigue su curso. El líquido de la alcuza está formado por dos elementos: agua destilada, el hidrolato —llamado también agua floral—, y aceite esencial, la joya con tanto afán perseguida. La esencia queda en la parte superior, de modo que el hidrolato se irá derramando gota a gota, en delicados chorros, en el interior de un recipiente, que habrá que ir desocupando en garrafas. La caldera habrá de ser desocupada con la ayuda de una horca para una nueva cocción, que se repetirá varias veces hasta acabar con todo el espliego segado. Cada cocción tiene una duración media de una hora, y produce unos 20 litros de hidrolato.
Hubo un tiempo en que este hidrolato se dejaba perder, tal vez porque no era bien conocido su uso como tónico facial, corporal o capilar, como desodorante natural, como perfume suave, como loción para después del afeitado, como hidratante para después de la depilación o simplemente como aromatizador de la ropa en la plancha.
La separación final de la esencia y el hidrolato se realiza por decantación. Se desocupa poco a poco la alcuza teniendo en cuenta que lo primero en salir será el hidrolato, pues el canal de salida nace en la parte inferior del recipiente. El aceite esencial va quedando en la parte superior.
Han pasado los tiempos en que la gente del medio rural sentía de forma especial el aire impregnado con el aroma del espliego. No era preciso para ello segarlo o quemarlo. La cosecha del cereal y las consiguientes labores en la era no impedían que esa fragancia inundara las calles del pueblo. La destilación centraba el interés de todos y, en ocasiones, llegó a significar una importante fuente de ingresos para algunas familias. El destino del aceite esencial era la elaboración de productos farmacéuticos, por sus propiedades medicinales, o de perfumes, como aquella legendaria agua de lavanda. Era muy habitual el uso de la caldera, a nadie extrañaba ese humo que salía de una chimenea en pleno mes de agosto, un humo que venía aderezado por un aroma singular. Ahora mucha gente se acerca a los operarios de la destilación para satisfacer una curiosidad sana. Admirados por lo que han visto, probablemente se alejen llevando consigo la misma sensación que albergan las gentes del pueblo: esta es otra de esas tradiciones que no se ha de perder.
Estupendo artículo, muchas gracias.