El puente de San Pablo

El puente de San Pablo

Una de las bellezas panorámicas de Cuenca (tan grandiosa en paisajes) es la Hoz del Huécar, río que, como se sabe, se une al Júcar dentro de la misma capital.

Pues bien, en el siglo XVI se construyó un hermoso puente de mampostería, que unió la capital con el cerro próximo, en cuya altiplanicie un gran conquense construyó un monasterio, llamado de San Pablo.

Por debajo de este puente corre el Huécar, y actualmente sólo existen del puente antiguo los postes que lo cimentaban, porque se hundió el primer arco y hubo que sustituir el puente por otro de metal, que es el que hoy tenemos.

Este hermoso puente, el monasterio, para residencia y colegio a la vez para dominicos, lo mandó construir a sus expensas el célebre Canónigo de Cuenca don Juan del Pozo. Dirigieron las obras los hermanos Alviz, que eran arquitectos de mucha fama en Cuenca.

Pero resultó que quedaba completamente aislado de la capital, y para ir a él había que dar un rodeo muy grande, sobre todo desde la parte alta de la ciudad –que era donde vivían entonces casi todos los conquenses–, y bajar hasta la Puerta de Valencia, atravesando el Huécar.

Don Juan del Pozo –que era muy rico–, nacido en Almodóvar del Pinar hacia el año 1525, hizo muchas y buenas obras, embelleciendo Cuenca, dando mucho trabajo a los obreros y empleando su capital en obras benéficas y piadosas. Tan rico era, que –según Muñoz Soliva– dijo que si le daban la catedral desmontada, la volvía a edificar en la parte llana de la ciudad.

Don Juan quiso completar su obra, y encargó hacer un puente a Pedro de Luna, de “cuatrocientos cincuenta pies de largo por ciento cincuenta de alto”, desde el que se divisa un grandioso y bellísimo paisaje, de idílicos huertecillos, pequeñas casitas, risqueras enormes que adoptan formas caprichosas, anunciando la Ciudad Encantada.

En el siglo XVI no existían aún los bancos. Por eso, las personas adineradas solían guardar sus caudales en pieles de cabritos o corderos curtidas, porque el dinero entonces era de metal (oro y plata). Pues bien, don Juan del Pozo, además de tener fama de muy rico, en verdad lo era. Y aunque gastaba respetables cantidades en obras pías, conventos, etc., aún tenía buenas reservas. Esto era del dominio público, así que los ladrones trazaron cautelosamente su plan.

Era una terrible noche de invierno. Las calles, entonces a oscuras, estaban desiertas. Soplaba un viento huracanado, que helaba hasta la respiración. Fulgurantes relámpagos cruzaban el firmamento, y los truenos –que por los montes que rodean Cuenca tienen varias resonancias– ponían pavor, sucediéndose cada vez más seguidos. Lluvia torrencial empezó a caer cuando la torre de Mangana daba la una de la madrugada.

Por las calles de la parte alta de la ciudad, cautelosamente caminan tres hombres bien embozados. De vez en cuando se paran, resguardándose en los huecos de la entrada de los portalones de los palacios, moradas, en aquel tiempo, de muchos nobles conquenses.

  • ¿Habéis oído? –dice uno casi al oído de los otros dos, cogiéndolos del brazo.
  • Alguien viene.
  • ¿En una noche como esta?

En aquel momento ya se oía claramente: era una tropilla de soldados, que indudablemente se dirigirían a hacer algún relevo.

Pasado el susto, y dejando unos momentos, reemprendieron la subida hasta la parte alta, deteniéndose, con muchas precauciones, ante las puertas del Canónigo don Juan del Pozo.

Unos ligeros golpes con los nudillos dio el que parecía jefe de la pequeña partida de bandoleros. Al momento, sin ruido alguno, se abrieron las puertas y pasaron los tres hombres, cerrando el que los esperaba silenciosamente la puerta.

Tenía don Juan del Pozo un criado negro, adolescente, al que él quería mucho, que se desvivía por complacer a su señor.

Creyó el joven oír ruido, y con la mayor cautela se levantó y fue hacia donde el ruido creyó que venía. Entre los tupidos cortinajes escondido observó lo que sucedía: los ladrones, guiados por el criado infiel que les había abierto la puerta, se apoderaron, saltando las cerraduras de un mueble de nogal tallado, de varias talegas, bien repletas de monedas, saliendo de la habitación, quedando todo en silencio.

El fiel criado no era torpe ni cobarde, y saliendo de su escondite siguió a los ladrones a distancia, recatando su negra personilla cuanto le fue posible. Y así observó que los ladrones, cargados con las pesadas talegas repletas de doblones de oro y monedas de plata, no podían caminar muy de prisa. Salieron de la ciudad, cruzaron calles y más calles, bajaron cuestas y más cuestas, llegaron a la puerta de Valencia, cruzaron el Huécar, empezaron a subir el cerro donde está edificado San Pablo, y allí, entre sus imponentes riscos escondieron el preciado botín.

El negrito, una vez percatado de dónde ponían los tesoros de su amo, volvió a la casa, y punto por punto contó a don Juan cuanto había visto. Así, las talegas –que ya podía haber dado por perdidas sin su fiel criado– volvieron a su dueño. Y entonces se dice que pensó el bueno de don Juan del Pozo: “¡Qué rodeo tan grande en una noche como esta!”

Qué fácil hubiera sido cruzar hasta el monasterio de haber tenido un puente apoyado en cada extremo en los riscos: uno en los que hay en la bajada de la catedral y el otro en las estribaciones del cerro donde está edificado en la altiplanicie el convento de San Pablo.

Y así es como la tradición cuenta que don Juan del Pozo hizo el atrevidísimo y precioso puente de San Pablo, que tenía cinco ojos, de piedra labrada, porque, considerando que milagrosamente había recuperado aquel tesoro, quiso emplearlo en embellecer la ciudad, comunicando la parte alta con el monasterio, donde dispuso fuera su última morada.

Las vistas desde este puente y desde el monasterio o convento de San Felipe son preciosas. Parecen pinturas orientales, ideadas por fantásticos pintores. Un poco más debajo de este puente es donde están las famosas Casas colgadas, declaradas Monumento artístico, que, además de su interesante historia, tienen también una trágica y poética leyenda.

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