Imagen de cabecera: Búho real (Bubo Bubo). Fuente: Archivo web
El frío seco de la meseta castellana. Los dormidos robles soñando el sol del estío y las estoicas encinas sin molestarse por el afilado viento. En la inmensidad del profundo invierno del páramo conquense, un pastor va con el ganado. Está en la Torca del Águila, en el término de Fuentes, ya que este año, debido a las lluvias otoñales, se ha llenado de agua y es un buen lugar como abrevadero. Mientras baja por el empinado y resbaladizo camino, va levantando algunas piedras en busca de algún aletargado lagarto y murmurando el popular dicho: “Cuando llega el agua al pie de la peña del Águila, rompe en Fuentes su nava”1. Aunque este año tiene agua, ya hace muchos años que no alcanza la peña. “Cada vez llueve menos”, suspira. El silencio desmesurado de la tarde sólo se rompe con los balidos de las ovejas y el gruñido de algunas cornejas. Al bordear una rocosa encina un envolvente soplido, una llamarada sin fuego, una inhalación profunda despeina el aire. Una silueta silenciosa y elegante sobrevuela su figura. El pastor sonríe; conoce al anfitrión.
La silueta, esta vez milagrosamente, no ha huido y se ha posado a pocos metros de él, en lo alto de la Peña del Águila. Desde ahí, puede reconocer sus ojos grandes, naranjas y penetrantes que ya llevaban un buen rato observando y analizando sus movimientos. La posición frontal de los ojos, su redondeada cabeza y sus orejas con llamativos penachos recuerdan indudable e instintivamente a un rostro humano. Su chaqueta -parda y elegante, leonada y vanidosa- le otorga un plumaje críptico con el que camuflarse en bosques y grietas. Su cuerpo termina en unas garras poderosas que tienen el olor de la muerte. Hermoso diseño de la evolución. El pastor reconoce al búho real: el gran duque (Bubo bubo).

Aunque sigue atónito y conmovido por su impactante presencia, no es ninguna sorpresa. Ya venía escuchando durante los meses de otoño el cortejo nupcial de la pareja de búhos reales en la torca. Además, ese año, la pareja parecía que iba a criar allí mismo. Siempre había escuchado que la puesta de huevos era en enero o febrero, pero, ¿quizás haya comenzado antes este año? “Últimamente todo va un poco desajustado”, dice para sí mismo.
El inmenso azul se va adueñando del cielo y las últimas luces del día pintan un horizonte púrpura anaranjado. Al este, Aldebarán, Capella y Marte empiezan a puntear el firmamento cuando de nuevo el gran duque despliega sus alas y, cómo deteniendo el aire en su vuelo, se abalanza contra el suelo firme de la ladera de la torca. Un ligero chillido rasga el silencio del atardecer. De vuelta a la peña, un ratón se deja entrever entre sus infalibles y letales garras. Como la mayoría de búhos, sus plumas están desflecadas y cubiertas con una sustancia cerosa, lo que permite que vuele mudo, extremadamente silencioso. Esto, junto a su imponente tamaño, su mirada estereoscópica y su preciso oído, lo convierten en un superpredador. Aunque, generalmente, suele basar su dieta en conejos y roedores, no hace ningún asco a cualquier tipo de ave o mamífero de considerable tamaño. De esta forma, consigue quitarse de en medio potenciales competidores dentro de sus territorios.
“Buhuuuuu” rompe la quietud de la torca y el eco le responde. ¿Sería el canto de victoria por aquel ratón o estaría llamando a su pareja en el nido? Anonadado, el pastor recuerda que cuando era joven y la noche lo atrapaba, le encantaba imitar el grave ulular del búho real mientras volvía a casa. Esas sílabas guturales y sollozantes de canto gregoriano que tan lejanas quedan de los trinos y gorjeos de los pequeños pajarillos. Se quedaría toda la noche viéndolo, pero era hora de marchar. La visibilidad empezaba a escasear y aún tenía que encerrar las ovejas en el corral. Aunque iba a volver tarde y helado a Fuentes, había merecido la pena pasar un rato con el gran duque en la torca del Águila.
De vuelta por el camino, tiritando por el frío, pensando en la lumbre y cubierto por la clara noche vestida con miles de blancos lunares, el pastor va recordando aquellos refranes que le contaba su abuelo: “Cuando el búho en diciembre canta o mucha lluvia o nada”. Pero también, las leyendas mitológicas y ancestrales que había leído, ya que dependiendo de las culturas y civilizaciones la familia de los búhos (Strigidae) se había asociado a distintas y variopintas situaciones: “Ave infeliz y de mal agüero. Sin embargo, afortunada para Cangio, rey de Tartaria. En el Levítico, representa los hombres carnales y lujuriosos, que con la oscuridad de la noche y de la hipocresía buscan sus deleites”2. Pero también asociada a la sabiduría, como viene reflejado en diosas como la romana Minerva y la griega Atenea; a malos augurios, debido al llanto desesperado de su ulular; a las brujas y a la magia negra en la edad media; como imagen de melancólica sospecha sobre los cementerios y campanarios en el romanticismo; o como símbolo de la filosofía adoptado por Friedrich Hegel. Su rostro casi humano, el sigilo de su vuelo, su mirada atenta e inquisitoria mientras gira el cuello casi trescientos grados y su mortal letalidad lo han convertido en un ave misteriosa y sagrada, amada y desdeñada por el ser humano.
El búho real, el gran duque. El enigma de las tinieblas. Rastreador de lo sobrenatural. Amigo de la muerte, quien le entregó la más precisa vista, el más agudo oído y el más sigiloso vuelo, amante de la luna y testigo de los secretos de las estrellas desnudas. En las noches interminables de invierno bajo el reino del frío, el silencio y la oscuridad, es la hora del búho real.

El ojo inmóvil, pez de tierra firme
que se enciende de noche en su fijeza.
La garra desasida para el vuelo.
Las uñas que se adentran en la carne.
El pico en punta para el desgarramiento.
¿De cuál sabiduría puede ser símbolo
sino de la rapiña, el crimen, el desprecio:
Todo lo que hizo tu venerada gloria, Occidente?
José Emilio Pacheco
1 En la torca, hay una peña remarcable y que le da nombre, llamada Peña del Águila. Suele, o solía decirse entre los habitantes de Fuentes que cuando la torca se llenaba de agua y llegaba al pie de la peña, “rompía” la nava -llana extensión en un hondo-, convirtiéndose en un humedal por un tiempo.
2 “Tesoro de la lengua castellana o española” (1611) de Sebastián de Covarrubias.z