En Masegosa habitaba un avaro, llamado Don Isaac, que no sólo en Masegosa, sino en todos los pueblecillos serranos de aquella comarca se dedicaba a dar dinero o cosas que lo valieran, prestadas a subido rédito. Y los infelices que a él acudían en extrema necesidad, poniendo como fianza sus pocos bienes, al no poder corresponder la exigencia de los pagos, se ven desposeídos de lo que les queda.
Cuentan que el tal Don Isaac, entre otros, traía acorado al infeliz Quique Martínez, al que había vendido una mula a plazos. Don Isaac venía en su borriquilla desde Lagunaseca, ya al caer de una fría tarde de invierno, sin duda de recorrer aquellas aldeíllas del contorno, para ver si podía cobrar las deudas del dinero prestado. Sin duda iría haciendo las cuentas de lo cobrado y las ganancias obtenidas cuando, en una revuelta del sendero, de sopetón se encontró con Quique, su vecino.
Fuerte viento soplaba por aquellas empinadas latitudes. Densos nubarrones estaban encapotando el cielo y de vez en cuando una culebrina, seguida de fuerte descarga eléctrica y del trueno, hicieron temblar al usurero.
Al encontrar a su moroso cliente, a aquella hora, con la tormenta que iba aumentando, solos en aquellos parajes avaro y cliente, con un miedo que trató de disimular, el avaro paró su borriquilla y tras el saludo cordial, preguntó a su cliente:
- ¿Dónde vas tu por aquí, a estas horas, a pie y con este tiempo? Me dijeron ayer que estabas malucho y que habían llamado al médico de Huélamo… Mira que tienes mala cara, más vale que hubieras continuado en la cama, con el frío que hace…
- Voy a darle una razón, un recado urgente a mi hijo, que está de pastor en los Hocinos.
- Bueno, ¿y cuándo me vas a pagar el plazo de la mula que te vendí? Ya sabes que de sobra está vencido…
- Señor Isaac, sabe usted que el animal estaba enfermo, se murió al mes siguiente de comprarla, que le di el primer plazo y no pude trabajar con ella. Y si esto fuera poco, sabe el mal año, que el pedrisco nos quitó lo poco que teníamos, que ni la simiente cogimos. ¿Cómo iba a poder pagarle?
- Sí, pero el trato es el trato, no lo olvides. Bien listos que estáis cuando vais a pedir mi dinero o cualquier otra cosa que necesitéis. Porque entonces no os duelen las promesas…
La cabalgadura de Don Isaac parecía espantada. Resoplando y con las orejas tiesas se mostraba inquieta, como si sintiera o presintiera algo enigmático. Una bandada de cuervos revoloteaba bajo los nubarrones grises; refulgentes relámpagos, seguidos de un espantoso trueno, avisaron a los caminantes que empezaban a caer las primeras gotas de lluvia.
- Bueno Quique, date prisa que el panorama es amenazador. Tienes mala cara. Has debido permanecer en cama, en vez de levantarte y salir, con esta tarde. Hasta luego, Quique… Y no olvides el plazo de la mula.
- Hasta pronto, Don Isaac…
La cabalgadura del avaro partió como un rayo, en cuanto Don Isaac aflojó las riendas, mientras Quique se perdía caminando en sentido contrario. La cabalgadura de Don Isaac caminaba tan aprisa que parecía llevar alas. Y eso que era cuesta arriba, así hasta llegar a Masegosa.
A la entrada del pueblo, al pasar junto al camposanto, vio a un grupo de vecinos en la puerta. Las puertas estaban abiertas de par en par y vio mucha gente dentro del sagrado recinto. Intrigado, preguntó:
- ¿Qué pasa?
- Es que hemos traído a enterrar al pobre Quique Martínez, que falleció anoche, casi de repente, agobiado por sus penurias y achaques.
- ¿Me queréis gastar una broma pesada o qué?
- Es la verdad.
- ¿Cómo puede ser Quique, si hace un momento he estado hablando con él a la salida del monte?
- Pregúnteselo al señor cura, que no miente, o a cualquiera de las personas de ahí dentro…
Un escalofrío de terror sintió por la espalda. Los perros aullaban tristemente, la mulilla inquieta resoplaba y cabeceaba, como si presintiera algo sobrenatural. Quique, el Colodro, viniendo de ultratumba; un difunto que cuando habló con él ya estaba enterrado. Tal aparición no podía ser cosa natural y corriente.
Y tal terror sintió que, castañeteándole los pocos dientes que conservaba, a toda prisa llegó hasta la puerta de su casa y ya no pudo descabalgar, cayéndose como herido por un rayo.
Acudió su familia que, al verlo caído y sin conocimiento, rápidamente lo acostaron, recurriendo a todos los medios, desde la visita del médico al responsorio de las ánimas, a las brujerías de una curandera…
Todo fue inútil. A los pocos días fallecía Don Isaac, sin haber recobrado el conocimiento. Deliraba, deliraba, mezclando las palabras: Colodro, plazo, tormenta, cementerio…
Y con ese rosario, casi incomprensible, viendo que se moría, fue atendido por el mismo sacerdote que pocos días antes enterraba al Colodro Quique, mientras se abría en el cementerio de Masegosa una tumba para recibir al avaro, al que no se sabe si podrían salvar las oraciones del sacerdote, o el estaría aguardando “Pedro Botero” para bañarlo en alguna caldera de hirviente pez, donde de ninguna manera podría encontrarse con el infeliz Colodro, que sería por las calamidades pasadas en su mísera vida guiado por su ángel de la guarda al Paraíso, donde jamás lo encontraría Don Isaac para reclamarle su deuda.
Adaptado de Leyendas Conquenses. Tomo IV, de María Luisa Vallejo, ed. 1ª.
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