“Cuatro veces dieron lugar las botas para ser empinadas; pero la quinta no fue posible, porque ya estaban más enjutas y secas que un esparto”
El Quijote II, 54
Ricote es un rincón de seca frescura, de deliciosa aridez. Donde se une el romano Campus Spartarius y la fronda hortícola morisca. Cerros puntiagudos de yeso con una sábana fértil de cultivos. Agua de oro en un paisaje blanco y verde que contrasta con el puro azul del cielo. Tierra rasa de lunares verdes con un cielo raso que cubría las propias techumbres de las casas. Casas en las que bajo sus dinteles se trenzaba el esparto. Hilos de acequias y esparto que unen la vida con la historia de Ricote.
La blancura de la tierra inunda los ojos. Tierra de yeso, o aljez, inmortalizada, junto al pueblo, en el Monte del Aljezar. Las piedras de yeso se extraían de las canteras, se cocían, ordenadas y pacientemente, en hornos, a veces improvisados en las hendiduras de la tierra, para después ser molido, en las eras, con rulos de piedra. Y era este polvo blanco madre de la arquitectura de Ricote. La plasticidad del mortero de yeso permitía ayudar en los tapiales de tierra y para enlucir las fachadas. El yeso, de apariencia yerma y estéril, sustentaba el hogar. Humilde pero generoso. Evitado pero necesario.
Y era este blancor grisáceo el que con su contraste con el verde de la vega y el celeste del cielo, crean un paisaje mágico. También con hoy un paisaje perdido. Pues fue Ricote, en los siglos XIV y XV, como el resto de Reinos de Murcia y Granada, núcleo de la seda. La seda no es más que el enmarañado capullo blanco de unas pequeñas polillas (Bombyx mori). Pero para su crecimiento de gusano a capullo se deben alimentar de hojas de morera (Morus nigra). Desde la época árabe hasta el siglo XVIII se mantuvo el cultivo de moreras, aunque en 1752, ya sólo quedaban “ocho fanegas de tierra de moreral”. Estos árboles, hoy apenas testimoniales en la Península, tuvieron en el sur una importancia incalculable y fueron sinónimo de ostentosidad y belleza. Un tiempo lejano para la memoria, que habla de una tierra en esplendor.
Curioso, ha sido, que mientras la morera desaparecía, se imponía entre las acequias y canales, una planta exótica pero familiarizada. Una planta que se alarga y alarga queriendo arañar el descubierto y limpio cielo. Es el cañizo (Arundo donax) altanera y enhiesta. Con sus tallos o varas secas creaba su propio cielo interno: el cielo raso. Y es que el cielo raso, bien conocido en cada casa de Ricote, se denomina al falso techo tradicional que se construía mediante un entramado de cañizo o cañas naturales. Para ello también se acompañaba de capas de yeso, el cual se tendía en la cara inferior del cielo raso y era esta la técnica durante los últimos siglos para construir las cubiertas y tejados de los hogares y construcciones de Ricote. Hoy, el cañizo, acompaña frecuentemente los márgenes de riberas y cauces naturales o infraestructuras hidráulicas artificiales como acequias, balsas y canales, pero es en realidad una de las plantas alóctonas invasoras más peligrosas a escala mundial, así catalogada por la UICN debido a su descontrol reproductivo asexual mediante rizomas. Uno de aquellos usos por los que se introdujo en Europa fue la construcción de techumbres y empalizadas.
Pero hay que volver a las tierras blanquecinas y resecas que rodean al municipio de Ricote, para encontrar su esencia. Siempre atesora cada pueblo algún elemento que la acompaña callado pero entregado. Y es que si las huertas dan su singularidad, el esparto (Stipa tenacissima) carga con la necesidad. Esta gramínea que el viento poliniza sólo se encuentra en el sureste peninsular y el norte de África pero es tal su abundancia que en época romana da nombre al romano Carthago Spartaria o Campus Spartarius en cuyo corazón se encuentra el Valle de Ricote.
Espartales como erizos de mar sobre un blanco desierto. Sus hojas son pelos enmarañados que brotan de la tierra. Y cuando espiga recuerda a un acerico con agujas. Agujas, altivas, doradas y coronadas con un penacho que las hacen nobles y gallardas. Y de repente, el paisaje árido y anodino se convierte en un espacio singular y maravilloso. Y este paisaje se funde entre los dedos de sus gentes.
Porque el esparto hila las zonas más profundas y hondas del alma de esta tierra y de sus gentes. Ricote no puede comprenderse sin el esparto. En palabras de su vecino José María García Avilés “recoger esparto, picarlo, hacer “lías” y de ahí utensilios, forma parte del ADN de Ricote”. ¿Cuántas generaciones no habrán pasado bajo los dinteles de sus puertas haciendo “lías”? ¿Cuánta hambre no habrán quitado? Su uso trasciende a la memoria y al tiempo de Ricote.
Se recoge entre julio y octubre que es cuando mejor se arrancan sus alargadas hojas. Cuentan Mari Paz, Dorita, Josefa y Rita que era tal su sinónimo de necesidad que “robaban el esparto en las fincas particulares donde crecía y, ay, si los pillaba la guardia civil”. Toda la mata del esparto rezuma humildad y necesidad. Aunque son sus hojas alargadas y ásperas las utilizadas, las ramas viejas, arremolinadas y secas al pie de la mata se utilizaban para ahumar y las espigas, para barrer la lumbre.
Tras ser recogido, el esparto podía tomar distintos caminos. Primero, secarlo. Tras ello, podía ya utilizarse como esparto verde. Sino, se cocía, lo que podía hacerse en casa o como cuentan las vecinas de Ricote en el molino. De nuevo, se secaba y teníamos el esparto cocido. Aún podía picarse con unas mazas de madera, llamadas “picaeras”, sobre una losa de piedra y así conseguir el esparto picado. Aún podía rastrillarse si se quisiera consiguiendo así un esparto más fibroso y fino.
Y después a hacer “lías”. Trenzar esparto, hacer “lías” o decir pleita en la artesanía del esparto es decir mucho. Estas lías, forma propia de llamar a la pleita, se hacía de una forma u otra dependiendo el utensilio que se fuera a realizar. Pero siempre número impar. Quince, diecisiete, veintiuna y así hacer la maraña, la ordinaria.
El esparto se encontraba en cualquier rincón, ocupando cualquier espacio. En la casa repleta de cestas y espuertas; para las faenas del campo y del día a día se vestían con albardas, alforjas, aguaderas, seras o serones a las caballerías. Cuerdas, sogas, soguillas, cinchas… Y, qué decir de las albarcas o alpargatas de esparto, las esparteñas, punto de encuentro del jornalero y el labrador con la dura tierra. Allá donde se posara la vista había esparto. Y en las manos del día a día. Como pasatiempo o como oficio, a la sombra en verano o evitando en el invierno el frío, bajo la puerta de casa o junto a la lumbre, las manos de mujeres y hombres se llenaban de esparto haciendo de la naturaleza, arte.
Este arte y estas técnicas se han plasmado en el paisaje interno del día a día. Es tan profunda la relación del esparto con la vida de los ricoteños que ni siquiera aparece en los documentos históricos. En 1752, en el Catastro de la Ensenada, no aparece mencionado entre las actividades productivas de Ricote. Sí, un siglo después, en 1855, en el Diccionario Geográfico de Madoz donde se precisa que “los habitantes de estos pueblos se ocupan sin distinción de sexos en trabajar el esparto, que lo exportan para Murcia , la Mancha y Madrid”.
Y es que fue en a partir del siglo XIX cuando el esparto se impone como una relevante industria en Murcia y con especial importancia, en la comarca del Valle de Ricote. Pueblos como Cieza, Abarán, Blanca, Archena o el mismo Ricote, herederos históricos de aquel Campus Spartarius romano, crearon una producción industrial y un comercio que llegó a muchos puntos del país. Ya en 1840 queda documentada una importante fábrica de picar esparto, a niveles industriales, en Abarán. Pero fue la llegada del ferrocarril y un aumento en la demanda papelera, la que propició un gran auge a la industria del esparto, especialmente en Cieza.
Y fueron, los años 40 y 50, de la posguerra, la época de mayor esplendor de la industria espartera. El esparto de nuevo como símbolo de la más pura humildad y la pobreza. En 1946 Ricote tiene ese mismo año dos fabricantes de cuerdas de esparto: José Guillamón y Brígido Saorín. Como espartería la de Fernando Guillamón y cuatro fábricas de manufacturas: Pelegrín Moreno, Antonio Pons, Sebastián Pons y la ya dicha de José Guillamón.
Cuentan Mari Paz, Dorita, Josefa y Rita que en aquellas décadas de los años 40 y 50, embadurnado el pueblo por la miseria de la posguerra, casi todo el pueblo estaba involucrado directa o indirectamente con el esparto. Y había dos formas: una en tiendas o “puestos” donde se compraban arrobas de esparto y de las que se tenían que sacar un número determinado de “lías” que luego se llevaban a Albarán para hacer alpargatas a modo industrial. Quedan registrados de aquella época los “puestos” de Sebastián, Constantino… Pero luego había una forma también cotidiana pero no industrial que era la que realizaban gran parte de los vecinos y vecinas de Ricote. Se obtenía de forma particular, asaltando el coto privado, y donde los hombres jugándose el tipo, debían evitar ser vistos por la guardia civil. Y ese era el negocio menos mísero.
Hasta que en la década de los sesenta la apertura del comercio exterior con la entrada de fibras extranjeras y el cambio tecnológico a las fibras de plástico acabaría con el esfuerzo industrial de las gentes del esparto. ¡Qué imágenes se lleva el tiempo, quizás, para siempre! Se ha llevado con ellas, también tiempos aciagos y míseros que ningún ojo quiere volver a ver.
Estepa y huerta. Y sobre ellas dos gramíneas son las protagonistas de una parte fundamental, labrada día a día y noche a noche, de la historia de Ricote. Una, el esparto anidado sobre los nativos aljezares; la otra, la moderna caña junto a las acequias. Yeso, esparto, agua y cañizo han trenzado su arquitectura y su historia.
BIBLIOGRAFÍA
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- Salmerón Giménez, 2000: 234-235
- Fernández y Bayona, 1994: 198
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