El bandolero San Nicolás es un conquense que vivió hace dos siglos, célebre en sus tiempos no sólo en nuestra provincia y en toda la Mancha, sino en toda España. Sembró la inquietud y temor por su valentía, audacia, temeridad y ¿cómo no?, generoso corazón.
No tenía ni formaba parte de cuadrilla. Actuaba solo. Se apoderaba del dinero y alhajas que podía, parte de lo cual repartía entre los que creía más necesitados. Nunca manchó sus manos con sangre humana, ni maltrató a sus víctimas; al contrario, era correcto y cortés, fino en extremo.
De él se contaban cosas curiosas, aromatizadas con la gracia e ingeniero del que, siendo un bandolero, tenía la apariencia física y en cierto modo espiritual de gran señor.
Cuenta que, paseando por La Almarcha, un pobre hombre estaba cargando leña en un borriquillo flaco y de áspero pelaje, cuando apareció el bandolero. Saluda al leñador, le dice quién es, apunta con su trabuco y mata al burro, sin más.
- Me ha perdido Vd. No tenía otra ayuda para mi sustento. Ahora, ¿cómo ganaré el pan?
- No se apure, buen hombre. Daba pena ver ese pobre animal y los trabajos que pasarían él y Vd. y he decidido aliviarles a los dos.
- ¿Y cómo?
- Con esto –sacó una bolsa con bastantes monedas de oro–. Poca leña podría Vd. llevar con ese mísero y escuálido animal. Ahora con este dinero compre un buen caballo que venden en la posada de su pueblo. Adiós y ¡suerte! Su amigo San Nicolás le hace este obsequio.
Así lo hizo el asombrado leñador. En la posada, extrañados de que aquel pobrecito comprador tuviera tanto dinero en onzas de oro, ante las sospechas de todos, tuvo que contar lo ocurrido. Pero fue mayor el asombro después, cuando se enteraron de que aquella misma noche el bandolero había recuperado el dinero que el leñador había dado por el caballo.
También cuentan que un día, recorriendo San Nicolás su zona de trabajo, divisó una carroza que venía por el camino. Se acercó con su caballo, pensando en tomar un buen botín.
Quedó un tanto sorprendido al ver una dama, lujosamente ataviada, acompañada de otras de gran empaque y preguntó quién era aquella señora.
- Es su Majestad, la Reina Isabel II y sus damas de Honor…
Asombrado quedó San Nicolás, pero, quitándose su montera, se bajó del caballo y cortésmente, haciendo una graciosa reverencia, exclamó:
- Majestad: ante vos el más humilde servidor y rendido vasallo. A vuestras órdenes el bandolero San Nicolás.
Ante el asombro de la Reina y el temor de todos, añadió:
- Nada temáis, Majestad, que este vuestro leal servidor no os hará daño ninguno, sino ofreceros mi admiración y respetos.
- ¿Respetos, dices, y tienes atemorizada media España?
- Señora, eso ha sido hasta ahora; pero de aquí en adelante, no volveré a robar jamás, como tributo de cortesía a vuestra Majestad. Palabra de honor. De honor de un bandolero, convertido en persona decente como tributo de vasallaje a su Reina y Señora.
Admirada quedó Isabel II al oír a San Nicolás. Y tal sensación le hicieron las palabras y razones del bandolero, su cortesía, su selecto lenguaje, que enterada de que su asaltador tenía tres hijas, adolescentes y jóvenes, ordenó al padre las llevara a palacio, donde quedaron bajo su protección y servicio.
Adaptado de Leyendas Conquenses. Tomo IV, de María Luisa Vallejo, ed. 1ª.
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