El sustantivo pueblo es posiblemente una de las palabras que mayor cantidad de evocaciones y sentimientos nos producen de las letras castellanas. No se puede decir “pueblo” y no pensar en tradición, estirpe, trabajo, tranquilidad, libertad, costumbres, gastronomía, y un largo etcétera.
Pero, sin duda, si hay una palabra que contenga peso y singularidad, esa es “antepasados”; aquellas personas por las que, gracias a su vida y consejos, hoy somos lo que somos. Quienes nos dieron a conocer las facetas más olvidadas de nuestra tierra, procurando que aquellos últimos reductos que han desafiado a la historia no se vieran abocados a un olvido inminente.
Se tiene constancia de que las primeras muestras de presencia humana en la provincia de Cuenca se remontan al periodo Paleolítico, específicamente al paleolítico superior. Desde entonces, numerosos pueblos con diversas costumbres, hábitos y creencias han pisado las extensas tierras de nuestra provincia.
Todos ellos han dejado tras de sí algo más que un recuerdo, más que una hoja de un libro de una olvidada biblioteca. Aquellos antiguos y lejanos inmigrantes, de una manera manifiesta, han determinado nuestra historia, cultura y sociedad actual.
La tradición, identidad de una tierra. Ese viejo olivo, cuyas raíces representan el conocimiento atesorado por nuestros antepasados y a las que permanecemos unidos a través de nuestros abuelos.
Abuelos que han mantenido el legado de nuestra tierra hasta nuestros días, enciclopedias vivas, hitos temporales que han sufrido en su devenir guerras, hambre, trabajo, penurias; pero que, con todo su esfuerzo, han logrado que nuestro país y nuestra sociedad hayan evolucionado a lo que somos hoy, una sociedad moderna de personas libres.
Raíces que sustentan el tronco y las ramas, nuestros padres, que imitando a los suyos, han conseguido mantener viva nuestra identidad. Finalmente, nosotros, las hojas de ese árbol encargadas de obtener la energía para el conjunto, los encargados de conservar los conocimientos de esa savia bruta ancestral para que los nuevos brotes puedan continuar con el legado.
Es cierto que este 2020 está siendo un año tremendamente triste para nuestros pueblos, que observan extrañados cómo sus plazas y calles, pese a acercarse el verano, siguen esperando vacías a los que un día pisaban diariamente sus serpenteantes tramos. A aquellos patronos y patronas, que este año no van a poder pasear sobre el hombro de sus fieles por sus villas, dando consuelo y esperanza a sus habitantes. Ermitas solo acompañadas por la naturaleza. Frontones y piscinas esperan un tiempo mejor para escuchar las risas de los niños.
No es la primera vez que hemos pasado por esto, y desgraciadamente no será la última. Pero, como tantas veces lo hemos hecho, venceremos esta pandemia y pronto volveremos a habitar calles y plazas. Y nuestros pueblos recobrarán la vida que este año no han podido disfrutar.