El invierno es parte del verano y una parte de la primavera es el otoño. Una parte del calor es el frío y una parte del nacimiento es la muerte. El fuego es una parte del agua y la tierra es una parte del aire. (Olga Tokarczuk)
¿Cómo granará este año el trigo y la escaña? ¿Cuándo se llevará al molino? ¿Se recogerá la lenguaza para la corte del gorrino? ¿Y habrá almortas tostadas para San Antón y para almorzar gachas? El corral guarda los huevos de oro y el campo, el oro de la miel y el azafrán. En las trojes, trigos y cebadas, y las liebres, en sus camas. Entre las mulas de los caminos siempre ronda un aroma de pisado vino. Y otro de lana. Otro de migas duras. Y otro de blandas.
El viento de los siglos ha ido arrastrando semillas de sabiduría. Semillas que enraizaban y germinaban en el fértil corazón de las gentes de nuestros pueblos. Sabiduría que granaba con los años y que se transmitía de abuelos y abuelas a padres y madres; de padres y madres a niños y niñas. Niños y niñas que eran abuelos y abuelas.
Este conocimiento, impregnado por el entorno y adherido a la vida diaria, abarcaba todos los campos imaginables. La medicina, la alimentación, la artesanía, los juegos o las festividades manaban de las plantas, hongos y animales. Estos se conocían, se apreciaban y se cuidaban. Eran los recursos y aprovechamientos necesarios para la supervivencia de la sociedad y de la especie. El ingenio neolítico de la agricultura y la ganadería se fundía con el alma ancestral de la caza y la recolección. El tiempo y la vida se comprendían.
En una de estas semillas se atesoraba uno de los saberes elementales: la alimentación. Primero, mediante la observación del paisaje y la paciencia, se comprendieron los recursos naturales que proporcionaba la tierra. Se recolectaban frutos en otoño y brotes de tallos y hojas en primavera. También se diseñaban y creaban herramientas, como lanzas, redes, lazos y cepos, para la caza de animales como conejos, perdices, ciervos o jabalíes. El ser humano vivía en una lucha de aprendizaje constante con el paisaje. Pero no fue hasta el desarrollo de los asentamientos y las sociedades humanas, y como resultado de una interminable observación sosegada del entorno, cuando se domesticó la naturaleza. Las especies salvajes de plantas como el trigo, cebada, centeno, avena, vid, garbanzo o guijas se comenzaron a cultivar siempre eligiendo aquellos individuos con el grano o fruto más voluminoso y nutritivo. También las especies animales como ovejas, cabras, bueyes, así como la miel de las abejas. La selección natural se transformó en artificial y la tierra quedó a merced del hombre.
De aquellos tiempos pretéritos de experimentación aún quedan vestigios en los ribazos o lindes que acompañan a nuestros prados o campos de cultivo. Especies que colorean, en primavera, la triste monotonía imperante de los cultivos de cebadas, girasoles, trigos y avenas. Son las collejas, cardillos, lenguazas, borrajas, amapolas… Brotes, tallos y hojas tiernas, sin gran eficiencia energética que, por ello, a veces han vestido la denominación de malas hierbas. Sin embargo, poseen poder nutritivo y han acompañado durante siglos al acervo gastronómico de nuestros pueblos. Actuales estudios científicos teorizan que son retazos de las manos callosas de viejos campesinos. Especies renegadas que simbolizan cultivos de antiguas civilizaciones y por eso se han denominado criptocultivos.
La cultura gastronómica que ha llegado hasta nuestros tiempos bebe de la observación y experimentación con el paisaje natural y la domesticación agrícola y ganadera. El ser humano actual no es más que un fruto genético cargado de estos conocimientos. Lo salvaje se fue fundiendo y entremezclando con lo doméstico. Aire, fuego, tierra y agua se han transformado en ensaladas, guisos, dulces, condimentos, mermeladas y bebidas brotadas de la naturaleza. La propia salud y sus medicinas se han ido incorporando a este conocimiento de los recursos alimenticios.
Y, por ende, la alimentación o gastronomía tradicional es el resultado de la combinación de los productos naturales del entorno. Como ejemplo, el manchego y conquense pueblo de El Hito, producto del tiempo, atesora en su recetario gachas, migas duras, migas blandas, migas dulces o “puches”, patatas “escurrías” o caldosas, mojete de cebolla, papartas, terrona, tortas de mosto o tortas de chicharras. Una serie de recetas humildes pero consistentes que servían para acompañar el fatigado ir y venir de los días. Todas ellas elaboradas con una serie de ingredientes recurrentes que brotaban del corral, de la huerta, del molino, del horno y de los rincones cercanos del entorno. Un imaginario nutritivo y sabroso.
Sin embargo, el viento de los siglos ha cesado. El modelo de producción y consumo actual ha colmatado el aire de una artificialidad donde la naturaleza no tiene espacio. Tampoco en ellas pueden ya dispersarse las semillas de conocimiento ancestral que han germinado tras incontables generaciones. Se han quedado quietas mientras la invisible, pero tangible, mano del mercado las va poco a poco desmenuzando. Cada vez son menos quienes saben cuándo grana el trigo y cuando florece el azafrán; la fecha idónea para recoger el cardillo o la lenguaza; el significado de las trillas o las trojes o, como algo inaudito, de donde viene el huevo. Tampoco como preparar unas gachas, un moje, unas migas duras o unas migas blandas.
Por ello, surge una ciencia que pretende recoger en una semilla gruesa, dura y resistente estos saberes históricos y ancestrales que unen al ser humano con su entorno con el fin de que sigan su dispersión. Se denomina etnobiología y es un encuentro entre la antropología y la biología; una junta donde se unen los ríos de la naturaleza y la cultura. La etnobiología es una herramienta actual imprescindible para salvaguardar las semillas que no son más que las personas que atesoran estos saberes. Es una ciencia que estudia el valor y uso cultural del entorno natural de cada territorio y cada pueblo. Por eso también es una ciencia universal y al mismo tiempo, de particularidades que aspira a contribuir al conocimiento de los recursos naturales, sus usos y su explotación por el ser humano en regiones locales y definidas.
Las semillas rellenas de sabiduría ya no encuentran tierra donde espigar. Tampoco un fértil corazón. Por ello, la etnobiología pretende ser el ámbar que recoja el contorno de nuestro paisaje, el alma de nuestros pueblos; la memoria de nuestros antepasados; la identidad de nuestra tierra. La belleza de lo concreto y lo local. La esencia evolutiva de la especie Homo sapiens. El paisaje como ecosistema, la Historia como ecología. La acumulación de adaptaciones y transformaciones naturales, históricas y culturales para ser quienes hoy somos.
La etnobiología es un ámbar con una semilla de un tiempo que agoniza.
BIBLIOGRAFÍA:
Etnobotánica en la Serranía de Cuenca, (1998); José Fajardo, Alonso Verde et al.
Estudio etnobotánico del municipio de Enguídanos, (2004); Jesús Rojo, Paula García et al.
Inventario de los conocimientos tradicionales asociados a la biodiversidad (2014); Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente
Estudios Etnobiológicos I, (1940); Manuel Maldonado Koerdell; Etnobiología 10, Suplemento 1, 2012.
Esta receta forma parte del proyecto “Sabores en el olvido”, financiado por el Ayuntamiento de El Hito y la Diputación de Cuenca, cuyo objetivo es la documentación, digitalización y salvaguarda de las recetas tradicionales y patrimonio gastronómico de El Hito.
Vestal es una consultoría que apuesta por el fomento del turismo cultural en el medio rural.
Vestal busca recuperar aquellos saberes ancestrales en riesgo de desaparición, así como poner este patrimonio etnográfico al servicio de la población de una manera atractiva, sirviendo de cimiento para el turismo cultural y la repoblación rural.