Érase una vez un tiempo en que el paisaje era el patio de una casa, el lenguaje de cada día y el escenario de una vida. Cuando los polvorientos caminos llevaban a lugares familiares donde los árboles, las piedras y animales saludaban con su propia identidad. Cuando las lomas, los valles, los prados susurraban historias, cantares y anécdotas. Cuando los recuerdos y las esperanzas, entremezclados con el pesar y el pasar de los días, se refugiaban entre la tierra pedregosa de nuestros campos.
En este tiempo cada rincón del territorio tenía un nombre. Unas letras que al unirse mostraban un paisaje que las gentes de su territorio observaban con los ojos cerrados. Estos lugares, junto a su personal título, han sido durante siglos las oficinas, las carreteras, los supermercados, los restaurantes y lugares de ocio de nuestras generaciones anteriores. En estos espacios, como un gran centro comercial a la intemperie, se desarrollaba la vida de las gentes de nuestros pueblos. Todo se encontraba y todo sucedía aquí. Generaciones y generaciones faenadas en las labores agrícolas, la leña, el pastoreo, el agua de las fuentes, las plantas medicinales, meriendas y paseos. Niños y niñas que aprendieron sus nombres en la esponjosa infancia, los maduraron al hacerse adultos y que al acercarse a la edad última, eran tan suyos como sus propias vidas.
Los parajes del pueblo y sus nombres estaban ligados íntimamente a la vida de sus habitantes y los acompañaban, como escenario de una obra teatral, a lo largo de sus vidas. Formaban parte de esa memoria colectiva que une las distintas generaciones del ser humano y que, como si de un hechizo mágico, otorgaban al espacio y al tiempo un sentido lógico.
Desafortunadamente se ha roto la cadena generacional y el espacio – tiempo se ha distorsionado. El decorado de esta obra ancestral parece desmoronarse. Entonces, a partir de hoy, mientras el pueblo se va enmudeciendo ¿quién deletreará de nuevo el nombre de los campos?, ¿quién volverá a contar sus historias?, ¿quién los llenará de vida y personalidad para hacerlos eternos?, ¿quién los llenará de alegrías, infortunios, amores, risas, traiciones y llantos?
Nos encontramos en un punto de inflexión. Un momento donde saberes ancestrales sobre el entorno de cada pueblo ha sido almacenado por tantas generaciones y que hoy, apenas se cuentan con la punta de los dedos. Es nuestro deber salvaguardar esta memoria colectiva que nos fusiona íntimamente con cada rincón de nuestra tierra y que representa a nuestros pueblos, nuestras comunidades y, por ende, a nuestra especie. Y es por ello, la necesidad del trabajo realizado por Vestal Etnografía y la acertada implicación del Ayuntamiento de Almodóvar del Pinar en la identificación y protección de esta memoria colectiva en este municipio de la provincia de Cuenca.
Pero, ¿dónde encontramos el nombre de estos parajes? A priori, en los mapas. En ellos aparecen los nombres grabados como una navaja en la corteza de un árbol. Nombres que documentaron topógrafos en distintos períodos para crear diferentes herramientas geográficas y así poder situarnos, desplazarnos y conocer nuestro entorno. En el caso de Almodóvar del Pinar, el municipio aparece en mapas históricos como el de Juan Villega en 1543 o el de Thomas López en 1766. Más allá del nombre del pueblo, sólo aparece, en el segundo, la Ermita de las Nieves, el Convento de los Escolapios y el Camino que une las salinas con Paracuellos, dirección a Campillo. No aparece rastro alguno del nombre de ningún paraje. No será hasta la serie que en el siglo XX documenta y elabora el Instituto Geográfico Nacional cuando se desempolvan los nombres de los parajes. Estos minuciosos documentos están representados por cinco mapas en diferentes períodos: 1936, 1938, 1941, 1974 y 2003. Por tanto, a partir de 1936 afloran de la tinta de los mapas estos rincones ligados y fundidos a la historia de Almodóvar del Pinar.
Pero es este un primer paso frío, insípido y sin personalidad. Porque estos nombres manan, naturalmente, de la propia boca de los habitantes del pueblo. Y es aquí donde brota la verdadera sabiduría de los mapas. Los pies que andaron todos estos parajes, las duras manos que trabajaron lo que esta tierra daba, los arqueados ojos que tantas veces los contemplaron y la seca garganta que tantas veces los ha mencionado. Por ello, acercarse a sus protagonistas es un proceso envolvente y casi mágico. Conversar y entrevistar a las gentes que han habitado Almodóvar ha sido un viaje a la memoria de la tierra. Y es así como hemos tenido el gustoso placer de conocer a Lorenzo Martínez, 93 años, quien ha ejercido décadas como resinero en los montes del término de Almodóvar; Teodoro Monedero, de 90 años, hombre multidisciplinar que entre diferentes oficios destacó como carpintero; Julio Martínez, de 90 años, quien entre otros oficios fue pastor gran parte de su vida; Antonio “El Cuervo” de 89 años trabajador en el monte durante décadas, Anastasio Martínez, de 80 años, resinero y alcalde de Almodóvar del Pinar entre 1999 y 2007; Fernando “Motores”, de 73 años, resinero de larga trayectoria; Fernando Sánchez, de 77 años, amante de la naturaleza y de los rincones de los paisajes de Almodóvar y Francisco Ibáñez, de 67 años, también resinero entre otros oficios en el monte. A ellos hay que sumar hombres y mujeres del pueblo que transversalmente nos han destilado historias y saberes sobre estos nombres de los parajes ligados al pueblo y a sus vidas.
La Dehesilla, El Almodovarejo, El Romeralazo, Pino Cuatro Hermanos, Pino de las Hormigas, Puntal de la Berzosa, Los Calderones, Dehesa de Abajo, la Herrá, la Fuente de los Santos, la Cueva del fraile, Los Frailes, la Cañada de las Cruces… Son algunos de los numerosos nombres de los que han hablado de modo cercano, cariñoso y en ocasiones, nostálgico. Espacios llenos de sus oficios, sus historias y sus anécdotas. Espacios vivos donde han deambulado, durante toda una vida, sus sentidos. Así uniendo la voz viva de los protagonistas de estos parajes junto al estudio de los mapas históricos se da sentido al propio entorno y a la propia personalidad de Almodóvar del Pinar.
Pero el rostro del destino es silencioso y su palabra irrefutable. En menos de dos generaciones se han esfumado – ¿para siempre? – una cantidad inconmensurable de conocimientos que han ligado durante siglos a las comunidades humanas con su entorno. Hasta hace unos años, el espacio y el tiempo tenían unos límites concretos. Un sentido al que aferrarse. Historias, cuentos, sentimientos y sueños guardados en sus campos. La vida y la historia se perfumaban con el paisaje y con sus nombres. La palabra era la boca de la tierra.
¿Se perderán para siempre el nombre de estos parajes en los oscuros desfiladeros del tiempo? La tendencia actual muestra una separación con nuestro entorno natural. El campo comienza a quedar demasiado lejos. No conocemos nuestra tierra. Y, ¿si no la conocemos? ¿Podemos conocernos a nosotros mismos? Romper con nuestro pasado significaría romper con nuestra propia identidad. Por ello es nuestro deber como generación mantener estos conocimientos. Debemos seguir nombrando a la naturaleza para que los árboles, las piedras y los animales mantengan su identidad. Que las lomas, los valles, los prados sigan susurrando historias, cantares y anécdotas. Que nuestros recuerdos y esperanzas, entremezclados con el pasar de los rutinarios días, se sigan refugiando entre la tierra pedregosa de nuestros campos.
Vestal es una consultoría que apuesta por el fomento del turismo cultural en el medio rural.
Vestal busca recuperar aquellos saberes ancestrales en riesgo de desaparición, así como poner este patrimonio etnográfico al servicio de la población de una manera atractiva, sirviendo de cimiento para el turismo cultural y la repoblación rural.
“La palabra era la boca de la tierra”… Es realmente hermosa toda la reflexión que compartes, como siempre una delicia leeros/pensaros… ¡por muchos años! Gracias.
Altea Cantarero