Las tardes, de puro verdes,
De puro azul, esmeraldas
Plata pura, las auroras
Parecen de puro blancas
Y las mañanas son miel
De puro y puro doradas.
Miguel Hernández
Las nubes, como los coches de la autovía, pasan junto a aquellas casas arremolinadas sin mostrar atención. Sus campos de trigo y cebada verdean entre barbechos invernales y destaca el brillo salitroso de su laguna. El ruido de motores oculta los primeros cantos de las calandrias, pero ya no los trompeteantes “Grrrrr” de las grullas. Hasta hace unos días atrás, estos campos, donde hoy se desperezan callados los primeros ababoles, eran ocres silencios sólo rotos con las llamadas de estas aves que ahora irán camino de los bosques de Suecia y Finlandia. Hoy, entre el despeinado albardín quedan tres siluetas despistadas, quizás las últimas. Es marzo, y las puertas de la primavera se abren con coloridos sonidos en los alrededores de El Hito.
La entrada al pueblo es como entrar a una escondida colmena sobre aquella alargada llanura. Con la espadaña como guía, cinco esquinas separan el campo de la iglesia. Reina el silencio como lienzo y las calles no muestran señales de vida. El rumor de un motor lejano, la conversación de dos golondrinas, el cerrar de una puerta. Sonidos cotidianos e inexpresivos que no son antesala digna de la rica variedad rítmica y musical que en unas pocas horas va a comenzar.
El destino es certero: la antigua posada o paradero del pueblo. A mitad de la calle Cadena, enfrente del único bar, se encuentra este espacio histórico del pueblo entre cuyos muros ha reposado parte de la historia de El Hito. Una mujer menuda y risueña regala una bienvenida de viva hospitalidad a un espacioso corral lleno de arados, vertederas, hoces, trillas… Es Pilar. Aperos que en otras mañanas como la de hoy eran compañeros de trabajo. Herramientas de un tiempo cercano que parece remoto. Por un instante, se escucha el trasiego y el rumor de aquella posada manchega. Cuenta que, en la pared de la izquierda, hoy de un blanco brillante, se accedía a la cuadra donde además de guardar las caballerías se llegaban a representar pequeños teatros. ¿Entre el calor de la paja estuvo Lope de Vega o Calderón de la Barca? ¿Qué versos de delicadeza recitaban ante las cansadas miradas de las mulas?
La casa por dentro era en sí la vieja posada. Un salón rectangular, hoy lleno de fotografías de un tiempo caducado, era el zaguán. Señala que bajo el suelo se encontraba una vieja cueva donde la humedad y el frescor guardaban el vino y al fondo, esas escaleras subían a las habitaciones de camas de sacos de paja y bolsillos secos. Recuerda buscando en la memoria cómo en frecuentes ocasiones, en mitad de la noche, sonaban golpes en la puerta. Era la guardia civil que, sin previo aviso, venía a pedir cama. Camina a una de las habitaciones donde dos hombres se arreglan con extrañas ropas o disfraces. Son dos danzantes. Uno ya se ha vestido y el otro, con la ayuda del primero, está en ello. Pilar dice que el danzante vestido, hombre alto de mirada viva y sonrisa fácil, es Emiliano, su marido. El otro es su hermano Nicolás, menudo, ligero de palabra y más conocido como “Colasete”.
Este último, en un estado de semidesnudez, viste una camisa blanca con los dos primeros botones desabrochados y la cual se interna en un pantalón azul celeste que a su vez se encuentra ajustado con unas blancas y bordadas medias. Por un momento, la espinillera y el tobillo hacen de aquel hombre octogenario, un joven muchacho, ¿o no será algún comerciante persa dispuesto a subirse sobre una alfombra? Mientras tanto, por la calle, se comienzan a escuchar un lejano sonido de cencerros. El ambiente respira colores y sonidos.
Y así, de un modo protocolario, se suceden los siguientes pasos. Primero la faja: roja, ardiente y brillante que poco tiene que ver con aquellas marrones polvorientas que vestían para las faenas del campo. Luego las coloridas cintas: la primera es la cruz, dos bandas que se emparejan y enganchan con un imperdible en el centro del pecho; las segundas los arcos, azules como la misma mañana primaveral, dejándose caer por los hombros. Después es la hora de la corbata llena de detalles y estampados. Y finalmente, el broche final, el gorro. Un gorro de color claro y con tonos florales que se culmina con una flor que llevan en el lado derecho o izquierdo, dependiendo del lado de la fila en el que bailarán.
Pero aún queda una sorpresa a este rito que trae aromas y palabras de otras mañanas de marzo. Como surgido de la nada y mientras Emiliano coge las castañuelas, Pilar acerca un bastón con coleta. Al acercarlo, se comprueba que es una caña rematada con la cola de un zorro. Anota Colasete que la cola de la raposa no tiene demasiados años y que no es de la mejor calidad… Pero ¡ay, la caña!, la caña no tiene edad. Impecable y suave al tacto, dice que tiene, por asegurar, más de cien años.
¿Y qué significa esta peluda caña? Pues es la caña que portará el alcalde, es decir, el jefe u organizador de los danzantes. Y es que es Colasete el que dirigirá la danza que acompañará a la Virgen de la Encarnación por las calles del pueblo. Hoy, 25 de marzo, no se harán los paloteos, complicados ritmos que se consiguen al chocar dos palos y que acompañan a la melodía de la dulzaina y el tamboril. Sí para la fiesta de mayo. Hoy, los danzantes sólo tocarán las castañuelas delante del paso. En otros tiempos eran ocho y el alcalde, sólo podían ser hombres y para llegar a ser danzante había que esperar a que lo dejara uno de ellos. Esto sólo ocurría bien por abandonar el pueblo en busca de un futuro más próspero o en esa búsqueda sin retorno de un qué sé yo eterno. Emiliano y Colasete entraron jóvenes. Ya casi sesenta años danzando todos los años. Incesantes pasos al son de la dulzaina e incesantes ritmos con la castañuela. Se escucha el rumor de las notas del pasacalles, El Borreguito, Las Modistillas, La Gallina… En la actualidad, debido a la falta de gente ya no son ocho. Contra todo pronóstico son más. Y es que hoy, la falta de gente ha forzado que puedan bailar jóvenes y mujeres, hecho que antes no estaba permitido. La fiesta, como todo en la vida, cambia. Esta vez con esperanza y juventud quiere adaptarse a los tiempos.
El sonar de los cencerros en la calle se vuelve más estruendoso y frecuente. ¿Será un extraviado ganado? ¿o es la llamada de las campanas?. “Ya están los diablos en la calle”, dicen a la vez Colasete y Pilar. Y es que junto a estas danzarinas castañuelas abriendo el desfile, irán los diablos. Corriendo y brincando, con sus porras en mano, moverán sus caderas para hacer sonar los tres grandes cencerros que le cuelgan a la espalda. Y, en un momento inesperado de la procesión, acelerarán hacia la Virgen como si fueran a derribarla y entonces moverán porras y cencerros como en grito de guerra hacia ella, para después agacharse en silencio y volver en dirección opuesta corriendo. Su apariencia contrasta fuertemente con los danzantes. Sus trajes parecen una sola pieza de hombros a pies y su aspecto es caótico. Numerosos colores que tienden a embarrarse o empolvarse. Sin embargo, al acercarse, se muestran estampados, geométricas figuras e incluso detalles florales. En la cabeza, un gorro alto sobresale adornado con flores o guirnaldas. Son como bufones en busca de una corte. También años atrás debían ser ocho, ahora son numerosos, muy numerosos y destaca por su juventud. Hay niños, jóvenes y adultos. Por desconocidos motivos, se ausentan las mujeres. Todo cambia, a veces incluso de forma extraña.
Y finalmente llegó el momento. Los dos danzantes están vestidos y preparados. Al salir a la calle, saludan y, finalmente, se pierden entre la multitud por la calle de la iglesia. Conversan, ríen y, seguramente, en algún momento llenarán los ojos de nostalgia al recordar aquel momento, perdido en un calendario, cuando comenzaron a danzar. Y aflorarán aquellos nervios de la primera vez. Sentirán de nuevo la inquisitoria mirada de sus vecinos, si cierran los ojos también de los que se han ido, y el asombro de los forasteros, hoy turistas, que en aquella lejana noche habían dormido en la posada. Luego vendrá la misa, la que abrirán y cerrarán bailando entre el son de la dulzaina y el tambor. Mientras, sus muros temblarán con el estruendo de los cencerros. Y finalmente, la procesión.
Otro año más las calles se llenarán de un escondido enjambre de colores y sonidos. Tamborileras dulzainas, danzarinas castañuelas, endiablados cencerros. Al alejarse, los campos verdes de cereales y el brillo salitroso de la laguna se han pintado de pigmentos sonoros de otros tiempos. Una alondra sube en las alturas emborrachándose con sus trinos en el azul del cielo. Imágenes de hoy que recuerdan al ayer. Una mañana que podría ser de otro tiempo y de otra gente. Pero hoy, desde la lejanía, las nubes, como los coches de la autovía y el tiempo, pasan junto a aquellas casas arremolinadas sin mostrar atención…
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