“Pasas más hambre que un maestro de escuela”. Manida expresión donde las haya que tuvo un fuerte tirón entre la sociedad durante decenios. Es una de esas frases que, de tanto escucharse, muchos terminaron por asumir como cierta, aun desconociendo la cotidianeidad del docente.
No ayudó mucho la imagen reflejada en La lengua de las mariposas, historia que, sin embargo, nos revela una forma de enseñanza que merece unas líneas aparte. Quienes nos sentamos en un pupitre frente al encerado allá por los años 60 y 70 no supimos percibir que nuestros maestros pasaran esa paradigmática hambre del dicho anclado en la mente de todos. Tal vez nos llamaba la atención su forma de hablar, sus gestos, la costumbre de alguno de colocar la colilla del cigarro de pie sobre la mesa. También estábamos pendientes de si llegaba el director para levantarnos en señal de respeto, o si el maestro pasaba por detrás revisando el cuaderno para llamarnos la atención, con o sin cachete añadido. ¿Cuál es el origen de la frase? ¿También circulaba entre la sociedad de cincuenta o sesenta años atrás?

Ya en los albores de los años 20, al parecer, habían pasado aquellos tiempos en que el maestro era el prototipo del hambriento, el que daba pie a chistes y comentarios jocosos para personificar a la persona que, si comía, no cenaba, y que muchos días se los pasaba sin comer y sin cenar. Hacía tiempo que Juan de la Cierva, ministro de Hacienda, acabó con esa vergüenza y redimió al magisterio decretando que el sueldo fuese abonado directamente por el Estado, evitando así que los maestros fuesen juguetes de caciquillos sin conciencia, aquellos que se comían la asignación que los ayuntamientos destinaban como subsidio para el maestro de escuela.
Desde entonces, al cambiar su situación económica, el maestro comenzó a adquirir en la sociedad el prestigio y relieve moral que merecía su función social. Pasó de este modo a formar parte de la élite social en el mundo rural. Seguro que todos hemos conocido la idea de las fuerzas vivas locales, entre las que se encontraban las figuras del cura, el alcalde, el médico y, tal vez, el boticario y algún terrateniente. También desde entonces se incrementó el número de jóvenes que dieron rienda suelta a su vocación docente, aunque aún deberían pasar unos años para que la plantilla de maestros de primera enseñanza fuera suficiente para atender las necesidades culturales del país. El esfuerzo de los maestros rurales para combatir el analfabetismo fue escasamente reconocido, y aún hoy es apenas recordado.
Cuenta Rodolfo Llopis (1), que fue Director General de Primera Enseñanza entre 1931 y 1933, que “había que acabar con el divorcio existente entre la escuela y el pueblo; el pueblo ama a la escuela y la considera como cosa propia: es nuestra mejor conquista”. La República se consagró desde el primer momento a la escuela y la cultura de un pueblo “corroído por el analfabetismo, dominado por toda suerte de prejuicios ancestrales”. La situación era dramática porque un 32,4% de los 25 millones y medio de españoles eran analfabetos (2).

A pesar de todo, la vida de los maestros no se desenvolvía con el desahogo económico que debía, y en muchos casos era tan irrisoria la consignación recibida que apenas podía bastar para atender a las más perentorias necesidades, imposibilitando a los maestros no solo que ampliasen sus conocimientos mediante la compra de libros, viajes, etc., sino para mantenerse debidamente y vestir con decoro. Haber trabajado y vivido en un pueblo en los años 80, donde el agua del grifo procedía de un pozo que había que rellenar periódicamente, permite comprender cómo era la vida en aquellos tiempos en que quizá había que salir al corral para hacer las necesidades. Y vuelvo aquí a recordar la escena de La lengua de las mariposas en la que un sastre, padre de alumno, confecciona un traje nuevo para el maestro, un traje que dignifique su figura, que haga honor a la alta responsabilidad que pesa sobre él.
La sociedad de la época no veía con buenos ojos que quienes educaban a sus hijos vivieran en peores condiciones que los más modestos obreros o labradores. Ahora bien, eso de formar parte de esta o aquella formación política… La sociedad podía percibir como sublime la función del maestro, pero rechazaba que sus ideas fueran contaminadas por las impurezas de la política, tarea destinada a los políticos. La misión del maestro se había de centrar en la educación y la cultura, y todo lo que desviara su atención podría afectar a la figura ejemplar que representaba para su alumnado.

La enseñanza, en todo caso, era un problema en aquellos años 20 y 30 —todavía lo es cien años después, pero eso es otro cantar—, muy especialmente la enseñanza primaria, problema que se hacía más grave en el mundo rural. Algunos veían la profesión del magisterio como un ejercicio de sacrificio y caridad ejercido en escuelas de mala calidad y mal abastecidas, en un tiempo en que España estaba a un paso de desquiciarse. Y las quejas y críticas, como ahora, estaban a la orden del día, la mayor parte de las veces expresadas por quienes nada sabían de enseñanza, como ahora. Quienes de todo parecían saber y entender, quienes miraban al maestro por encima del hombro, quienes poca preocupación podían sentir por el cierre de una escuela, no contaban los servicios a la comunidad prestados por los maestros, su labor de difusión cultural, su capacidad de trabajo, a veces fuera de horario, por descuajar el analfabetismo de todos, hombres y mujeres, contando a menudo con el desinterés de la clase política, salvo honrosas excepciones. Sería interesante debatir sobre los cambios producidos hasta la fecha, si es que los ha habido.
En no pocos casos la escuela del pueblo en aquellos años 20 y 30 era algo más que un centro de enseñanza; era la biblioteca, el teatro, un lugar de reunión, una ventana a un mundo que solo podía verse en los libros o a través de la imaginación. La escuela era, o debía ser, un punto de encuentro con el vecindario. Sí, quedaba mucha tarea pendiente para combatir la falta de pago de sus salarios a los maestros, las malas condiciones de los locales, la ausencia de recursos, la utilización de métodos tradicionales y el alto absentismo del alumnado… A veces era necesario llamar la atención de los padres por incumplimiento del deber de llevar a los niños a la escuela (3). Aun así, muchos mayores, sobre todo mujeres, recordarían que apenas fueron unos meses o breves años a la escuela porque sus padres los “invitaban” a acarrear el ganado, labrar el huerto, recoger el grano o realizar las labores de la casa. Todo esto hizo que el retraso escolar fuese considerable y se convirtiese en uno de los mayores problemas sociales del mundo rural. Se vivió en este tiempo un cambio radical hacia la estatalización de la escuela que evitó su dependencia de los municipios.

Hablamos de la escuela rural y probablemente viaje la mente hacia esos locales, a menudo en las afueras del pueblo, donde maestros y alumnado formaban un equipo de aprendizaje. Pocas veces se nos ocurre, sin embargo, pensar en la escuela de la vida. Gracias a la tradición oral, transmitida a lo largo de incontables generaciones, disponemos de un saber ecológico ancestral, gemelo intelectual de la ciencia. Se trata de un conocimiento que ha pasado de abuelos a hijos y nietos, mientras aprovechaban los recursos naturales del entorno, cuando pescaban a orillas del río o cazaban en la estepa, al tiempo que pastoreaban en el monte o labraban la tierra del huerto. Ahora bien, ¿cómo surgió ese conocimiento? ¿Cómo llegó a saberse qué planta utilizar para combatir esta o aquella dolencia? ¿Qué madera resultaba más adecuada para fabricar útiles de cocina o herramientas de trabajo? ¿Qué proceso había que seguir para transformar el pelo de las ovejas en una confortable manta? ¿Qué especie arbórea resultaba más indicada para cubrir un terreno?

El saber tradicional nace de la observación atenta y sistemática de la naturaleza, de los resultados de innumerables experimentos prácticos. Hunde sus cimientos en la estrecha relación con el entorno, y su principal maestra es la propia tierra. Harto difícil es para cualquiera asumir el papel instructor de la Naturaleza, no menos lo ha sido para la escuela a lo largo de la historia. Y no será porque no ha recurrido a una vasta diversidad de estrategias. Una de ellas fue el coto escolar. Pero si queremos comprender qué fueron los cotos escolares y cuáles sus objetivos, deberemos conocer primero el concepto de mutualidad escolar. Esto será materia para un próximo número.

(1) Llopis, R. (2005). La revolución en la escuela. Biblioteca Nueva, Madrid.
(2) Pérez Galán, M. (2011). La enseñanza en la Segunda República. Biblioteca nueva, Madrid.
(3) La ley Moyano (Ley de Instrucción Pública, 1857) recogía en su artículo 7 que “la primera enseñanza elemental es obligatoria para todos los españoles. Los padres o tutores o encargados enviarán a las escuelas públicas a sus hijos y pupilos desde la edad de seis años hasta la de nueve; a no ser que les proporcionen suficientemente esta clase de instrucción en sus casas o en establecimiento particular”.