Vindel, escondido en un frasco de vidrio.

Vindel, escondido en un frasco de vidrio.

Una aproximación al pueblo de Vindel a través del Catastro de la Ensenada en 1752

En un planeta con más de ocho mil millones de personas, ¿es posible buscar un lugar donde esconderse? En un sistema veloz e impaciente, ¿hay un retiro donde esconder el tiempo? Y, en una sociedad regida por las pantallas y la tecnología, ¿hay alguna herramienta secreta para comprender realmente quiénes somos?

Existe un rincón oculto bajo las sierras que se resquebrajan del Alto Tajo y que intentan abrirse hacia la vega del río Guadiela. Un lugar donde, al descender los matorrales que bajan de los montes de pino y encina, corre un pequeño arroyo de tierna agua. Este es arropado, con delicado murmullo, por álamos, chopos, sauces y olmos.  Los caminos que aquí llegan huelen a tomillo y romero, se llenan de endrinas y moras cuando el verano acaba, y en invierno, se dejan resecar con el hielo. Los tejados que desde aquí se asoman son los de Vindel.

Figura 1. Los tejados que desde aquí se asoman son los de Vindel. Fuente: Autor

Los pies que, hoy, aquí llegan se encuentran con una historia condensada alrededor de la iglesia de la Asunción. Y cuando se dice condensada, es con la plenitud de su significado. En este modesto entorno se recrean los tres grandes estados por los que pasa el ser humano: el nacimiento, la vida y la muerte. El nacimiento porque junto al edificio religioso da sus primeros pasos el río Vindel y porque, entre los muros de su nave, se encuentra una piedra bautismal románica, en cuya cóncava bóveda se han bautizado una hilera de generaciones que se pierden en los siglos.  La vida porque, mientras a sus espaldas no cesa el murmullo perenne del agua, en su puerta se encuentra un inmenso tilo que, cada año, con sus verdes vestidos y embaucadores aromas, nos va relatando el paso de las estaciones. Y, por último, la muerte, en forma de guadaña, rodea la mitad trasera de la iglesia. Esta tierra abonada con huesos mantiene la esencia de aquellos camposantos antiguos alrededor de iglesias y ermitas. Y es que, quizás en un escondite como es Vindel, el tiempo no ha necesitado molestar a los muertos.

Figura 2. En su puerta se encuentra un inmenso tilo que, cada año, con sus verdes vestidos y embaucadores aromas, nos va relatando el paso de las estaciones. Fuente: Autor

Pero Vindel guarda un secreto. Y es que escondió su historia en un frasco de cristal. Más detalladamente, en unas angarillas de vidrio fabricadas en 1752 por dos vecinos de este pueblo, Baptista Sáiz y Juan Francisco Andino. Hoy, estas angarillas están perdidas en el polvo del tiempo, pero quedaron grabadas, con negra tinta, en el Catastro de la Ensenada.  

Y es que leer el texto del Catastro de la Ensenada, de 1752, es descorchar un frasco de vidrio que lleva tiempo esperando sobre la cornisa de un armario; es viajar con el ojo por sus palabras y, al mismo tiempo, andar por las calles de un pueblo que parece lejano. Ciento siete páginas que, como un testimonio bíblico, dibujan los edificios, quehaceres, oficios y nombres de las gentes que vivieron en aquel momento. Para entonces Vindel “se compone de noventa y cinco casas habitables con inclusión de las de los licenciados y forasteros, y dos arruinadas”. Esto le hacía una población aproximada de más de trescientos habitantes. Hoy son doce personadas censadas. Entre sus edificios destacaban “la casa del Ayuntamiento […], una oficina para el abasto de carnes, un cuarto o casa para el cirujano, una fragua con su yunque […], un corral arruinado que llaman de consejo, una dehesa boyar […], una taberna y una carnicería. No hay médico ni boticario.”  Hoy son sustituidas por un centro social, un frontón y una inmutable iglesia.

Figura 3. Al viajar con el ojo por sus palabras, andamos por las calles de un pueblo que parece lejano. Fuente: Autor

Su monte, paredes del cofre de un tesoro perdido, eran suelos quebradizos donde se movería el ganado del que se citan “hasta ciento ochenta y ocho cabezas de lanar, ciento quince de cabrío, hasta ochenta de vacuno” y también, en sus solanas, espacio para que baile la abeja y su miel en las “doscientas y ochenta colmenas” que se contaban. Descendiendo hacia el pueblo y la vega, se menciona un “pequeño pozo de nieve que pertenecía a la Capellanía de Ánimas […] y que está en el barranco que baja de San Sebastián y se halla en el presente sin nieve…”

Figura 4. Su monte, paredes del cofre de un tesoro perdido, eran suelos quebradizos donde se movería el ganado. Fuente: Autor

La vega era dedicada a las tierras de cultivo, base y sustento de la despensa de las casas. Las tierras bajas de regadío “producen sin descanso cáñamo y nabos u hortalizas” y las que son de secano “producen con año de trigo, que llaman tranquillon, cebada o centeno. Otras plantadas de viña.”  Salpicando o bordeando estas tierras de cultivo, los árboles frutales adornarían estas tierras bajas y fértiles, entre ellos se encontraban “plantados cincuenta nogales, ciento veinte olivos, dos perales, veinte guindos, cuatro cerezos…”.

Figura 5. La vega era dedicada a las tierras de cultivo, base y sustento de la despensa de las casas. Fuente: Autor

Pero, contra todo pronóstico, los habitantes de Vindel tenían un oficio distinto a la ganadería y la agricultura. Un oficio viajero con el cual, junto a sus mulos y burros, recorrían los caminos del país transportando y trajinando diferentes productos. El pueblo de Vindel era arriero y contaba con un ganado de “cincuenta y siete de mular, hasta treinta y siete pollinos todos machos (pues en este pueblo no hay pollina alguna)”. Si eran exclusivamente arrieros, realizaban entre diez y doce viajes al año. Si eran labradores, también eran arrieros. Pero entonces dedicaban entre seis y ocho viajes al año, cuando las faenas agrícolas lo permitían. Es importante mencionar que la media de cada viaje era treinta días. Ahí queda el dato y sus consecuentes cálculos. El resto de la población de Vindel eran leñadores, jornaleros y mujeres, que, sin aparecer en los textos, se ocupaban de salvaguardar, mientras realizaban las incesantes tareas del hogar y del campo, el pueblo y su vida.

Ser arriero tenía un por qué. Y es que resulta que había entonces en Vindel una fábrica de vidrio de gran calidad e importancia. Y era este preciado vidrio el que obligaba a sus habitantes a viajar por provincias y puertos del país. Uno de sus principales destinos eran los puertos de Bilbao. Allí lo vendían, o intercambiaban con otros productos como azúcar, cacao, garbanzos, arroz, alubias o pescados frescos y secos. Eran estos vecinos, nómadas que pasaban la mayor parte del tiempo en caminos, ventas, posadas mientras el pensamiento se llenaba con el recuerdo de aquel pueblo escondido entre las montañas, y al que soñaban volver con las alforjas cargadas.

Figura 6. Y es que leer el texto del Catastro de la Ensenada, de 1752, es descorchar un frasco de vidrio que lleva tiempo esperando sobre la cornisa de un armario. Fuente: Autor

Pero mientras estos arrieros cosían y descosían los senderos del país comerciando con el vidrio y otros productos, fueron otros los que pasaban el año entero preparando este material tan preciado y auténtico. Eran “nueve maestros y oficiales del vidrio, un velador, un moledor de parrilla, una arenadora, un aprendiz y cuatro muchachos que llaman de horno” los que trabajaban todo el año entre los tibios muros de la Fábrica y horno de vidrio de Vindel.  Propiedad, en 1752, de Antonio Fernández Hermosilla es descrito en dicho texto como una estructura honda donde se encontraban “cinco morteros de piedra arenosa […], dos arcas formadas de ladrillo, una para templar el vidrio y otra para cocer la parrilla […], un cuarto o pieza donde se deposita la arena, y (se) cierne, y un trampago con su piedra donde se muele la parrilla con el trabajo de un mulo.”  Al mismo tiempo, dos vecinos, Baptista Sáiz y Juan Francisco Andino, fabricaban pequeños juegos de mesa de vidrio donde colocar el vinagre, aceite o sal llamadas angarillas que vendían a tres reales cada una.

Figura 7. La fábrica u horno de vidrio se encontraba en la plaza del pueblo y era propiedad, en 1752, de Antonio Fernández Hermosilla Fuente: Autor

El siglo XIX trajo el declive demográfico de Vindel y el cierre de la fábrica de vidrio. Tal como queda citado en el Diccionario Geográfico de Madoz en 1804 “en el mes de abril, se notó un terremoto, y a la mañana siguiente observaron los vecinos que había cesado el curso deleitado arroyo […]; en el mismo año se padeció una gran epidemia que redujo la población de 128 vecinos que eran a 35. En 1840 tenían los carlistas un inmenso depósito de proyectiles en la gran fábrica de vidrio de Vindel, cuyo establecimiento utilizaron para fabricar granadas.”. Consiguió remontar la población, como arriero subiendo un cerro, y en 1842 ya contaba con 255 vecinos. Sin embargo, no remontó el cerro del tiempo la fábrica. El siglo XX trajo el desplome demográfico que sólo en la década de 1960 y 1970 descendió de 161 a 71 habitantes. Hoy, son doce vecinos censados. 

Las ciento siete páginas del Catastro de la Ensenada son una herramienta secreta para comprender un pueblo que parece lejano y, sin embargo, hoy quizás está más lejano que nunca; un viaje a un rincón oculto en un planeta masificado; una lectura por un retiro donde ralentizar las imparables manecillas del reloj. 

La historia y el pueblo de Vindel se escondieron en alguna de aquellas angarillas de vidrio que, algún arriero, con su macho y su pollino, se llevaron por los caminos y senderos de la península mientras cantaba “Arrieritos somos y en el camino nos encontraremos”.

BIBLIOGRAFÍA

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