¿Chimpancés o bonobos?
Son cientos, millares los diferentes modelos de sociedad que nuestro planeta ha conocido. Parecidos en ocasiones los unos a los otros, siempre se encuentra una característica excepcional entre ellos que impide a historiadores, sociólogos o antropólogos extraer ninguna ley general al estilo de las ciencias naturales. Es posible establecer una, sin embargo, por su ausencia: no hay ningún modelo sociopolítico conocido bajo el control exclusivo de las mujeres donde éstas tuvieran unos privilegios de los que los hombres no disfrutaban.
Para encontrar una sociedad matriarcal tenemos que cruzar hacia el sur el río Congo. Allí, en la frondosa selva, encontraremos a nuestros peludos primos los bonobos (Pan paniscus). Estos simpáticos primates han desarrollado un “contrato social” con el que parecen satisfechos en todos los sentidos: las hembras de la especie dominan el grupo y, cuando un conflicto interno estalla, se resuelve practicando sexo. Los bonobos macho son pacíficos, tímidos incluso, lo que parece atraer a las hembras. Si algún individuo se muestra beligerante es expulsado del grupo, impidiendo que se pueda reproducir. Si Rousseau los hubiera conocido reformularía su obra -aunque hubiera mantenido lo de “volvamos a la naturaleza”-.
Por desgracia, en nuestra especie nos parecemos más a los primos de la ribera norte del Congo: los chimpancés (Pan troglodytes). De carácter agresivo, su estructura social está fuertemente basada en la potestad del macho; es decir, son patriarcales.
Pero, ¿qué es el patriarcado?
El patriarcado se podría definir como un sistema social en el que el conjunto masculino es considerado superior respecto al femenino. De esta manera, el grupo de varones tiene poder de control sobre las hembras y, por tanto, una serie de privilegios. En occidente, la superioridad social del hombre sobre la mujer ha sido defendida a brazo partido por la mayor parte de los dos sexos, pues, hasta mediados del siglo pasado, era considerado “lo natural”. Esta naturalidad fue el producto de las tradiciones y paradigmas en los que se ha construido la sociedad occidental. Según el Antiguo Testamento, de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre (Génesis 2:22). Sabemos cómo sigue la historia: la serpiente, Eva, la manzana -esa Caja de Pandora comestible- y la expulsión del paraíso por su culpa.
Pero, cuando a la Iglesia se le caía a pedazos el púlpito con la aparición de la ciencia moderna y ya nadie creía que Dios había creado el mundo en siete días, fue necesario mantener los privilegios del hombre sobre la mujer. Entonces, estudiando metódicamente las sociedades del pasado, se llegaba a la conclusión de que siempre había existido asimetría sexual en la especie humana. Es decir, la mujer siempre había tenido responsabilidades diferentes al hombre en el seno de la sociedad, a saber: casarse y cuidar a los hijos. Hoy en día sabemos que no era así. Todo parece indicar que la mujer en la Prehistoria se dedicaba a la caza menor, a la recolección de especies vegetales y, muy probablemente, el origen de la agricultura se deba a ella.
Filósofos como John Locke (1632-1704) meditaron acerca de la situación de la mujer, llegando a la acertada conclusión que su subordinación era una construcción social fruto del proceso histórico. Como tal, había sido provocado por el ser humano y, por la misma razón, por el ser humano podría ser destruido. En una línea similar, Simone de Beauvoir (1908-1986) afirmó la construcción de las diferencias sexuales a base de prejuicios, negando la existencia -natural- de cualquiera de ellas. Sin embargo, no fue hasta la segunda mitad del siglo XX cuando la historiografía feminista y la arqueología de género abrieron otras alternativas que reivindicaran el papel de la mujer en el discurso histórico.
El patriarcado sigue presente en la sociedad occidental actual. Pese a la incansable labor de mujeres y hombres por acabar con él, con el fin de conducirnos a una sociedad más justa, es tan pesado el bagaje de la historia y la inercia de las costumbres que su mitigación requiere de más trabajo, tiempo y paciencia.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Buscar los orígenes de un fenómeno como este no es sencillo. Sus causas son múltiples y, por esa razón, es probable que haya otros factores que aquí no aparecen. Aunque las raíces se hunden en los momentos previos a la invención de la escritura en las últimas estribaciones del Neolítico, alargándose hasta épocas recientes, sería un error no echar un vistazo más atrás y ver qué podemos aprender del modo de vida de nuestros ancestros. En el caso de los Australopithecus (hace 3,9 – 2 millones de años), nuestros tatarabuelos africanos, presentaban un marcado dimorfismo sexual -los machos eran de mayor tamaño que las hembras- parecido al de los chimpancés actuales, lo que podría indicar unas sociedades bajo el control de machos dominantes. Con la aparición del género Homo (2,3 millones de años) y, junto a una serie de revolucionarios cambios morfológicos, se atenúa el dimorfismo entre machos y hembras, lo que parece demostrar un cambio hacia sociedades más cooperativas e igualitarias entre ambos sexos.
Desde ahí hasta la aparición de las primeras jerarquías, la estratificación social, o la sociedad de clases -simplificando al máximo y asumiendo el error de hacerlo debido a la brevedad del artículo-, podría hablarse de “igualdad” sexual. Es importante remarcar el concepto de jerarquización o estratificación social pues, a partir de entonces, e independientemente de cada clase, han existido otras dos subclases: hombres y mujeres. Estas diferencias de estatus social comienzan a gestarse a finales del Neolítico. En un primer momento, los hombres se apropian de la capacidad sexual y reproductiva de las mujeres a través de su intercambio con otros grupos con el fin de evitar conflictos y mejorar la re-producción de los mismos. Desde este momento, los conjuntos familiares comenzarían a ser controlados por un hombre, quien gestionaba los intercambios de las mujeres y la estructura del grupo. En el nacimiento de los primeros estados en Próximo Oriente alrededor de 3500 a.C. se aprecia ya, de manera clara, un patriarcado institucionalizado. El interés de los estados era, retributivamente, mantener la estructura familiar patriarcal.
La invención de la escritura permitió a los hombres aumentar sus privilegios por encima de los de la mujer, que nunca aprendió a escribir. En los primeros códigos legales, como el de Hammurabi (1754 a. C.), ya se aprecia la formalidad que ha alcanzado la subordinación de la mujer. Por ejemplo, la ley número 133A establece que si un hombre ha sido tomado prisionero y en su casa hay de qué comer, su esposa no saldrá de casa, guardará su bien y no entrará en casa de otro. Es decir, la labor de la esposa es cuidar del hogar, no pudiendo salir de él sin su marido. Entre los hombres la clase social a la que se pertenecía estaba marcada por su relación con los medios de producción; para la mujer – por duro que sea ha sido así hasta hace relativamente poco- por sus vínculos sexuales con un hombre, que le permitía acceder a los recursos materiales: la explotación sexual es la verdadera marca de la explotación de clase en las mujeres (Lerner, 1990: 313).
Por otro lado, la desaparición de las diosas de la fertilidad tras la llegada del monoteísmo masculino hebreo, y filosofías como la aristotélica, que manifestaban que las hembras son más débiles y frías por naturaleza y había que considerar al sexo femenino como una malformación natural (Aristóteles, Reproducción de los animales: 273), cuya influencia en la construcción de la religión cristiana fue tan fuerte, relegaron a la mujer al papel de madre para así poder entrar al reino de los cielos.
Para terminar…
Queda patente, por tanto, la construcción cultural del patriarcado. No hay ninguna posible defensa basada en lo natural. Aun así, es pertinente recordar que las identidades de género han variado a lo largo de la historia. No era la misma en la Revolución Neolítica, ni en el nacimiento de los primeros estados, ni mucho menos ahora. Igual que la conciencia de la mujer fue alterada -y la del hombre- y llegó a creer que su desigualdad era producto de Dios o de la Naturaleza, es necesario confiar en la transformación generacional de la identidad sexual -que, afortunadamente, poco a poco, observamos-, lo que nos permitirá avanzar a un modelo de sociedad más justo y equitativo.
Para saber más
- Aristóteles. Reproducción de los animales. Biblioteca Clásica Gredos.
- Hernando Gonzalo, A. (2005). Mujeres y Prehistoria. En torno a la cuestión del origen del patriarcado. En M. Sánchez Romero (Ed.), Arqueología y Género (pp. 73-108). Universidad de Granada.
- Lerner, G (1990). La creación del patriarcado, Crítica.