Desde hace unas décadas, hay dos conceptos que parecen hermanos inseparables: La Mancha y los molinos de viento. Estas construcciones tan singulares han cobrado importancia, sobre todo, debido al famoso episodio sufrido por Don Quijote. Todo ello impulsado por la necesidad imperiosa de explotar turísticamente esta obra hasta el empacho.
Sin duda, se trata de ejemplos etnográficos de gran interés, pues utilizaban un recurso abundante (el viento) para realizar una proceso vital: la molienda del grano.
Esta necesidad, originaria desde los primeros asentamientos humanos y el cultivo de cereales, tuvo también su expresión en la región de la Mancha Húmeda y, por supuesto, en Quero. Lo inmediato, y más productivo, ha sido utilizar la fuerza del agua para mover las muelas. Es el origen de los molinos harineros.
Los molinos de agua de Quero
Sin embargo, en La Mancha el agua superficial es escasa, con gran variabilidad estacional. Los ríos, en el caso de Quero, principalmente el Gigüela y de manera secundaria también el Riánsares, tienen poco caudal, especialmente en verano.
No obstante, llegaron a existir siete molinos repartidos a lo largo del cauce del Gigüela, dentro del término de Quero, a pesar de sólo moler en tiempos de lluvias, pues recogían pocas aguas del río, como se detalla en las Relaciones Topográficas del año 1575. Los molinos mencionados son, en orden de las propias aguas del Gigüela: Pisapolvos, Carbonero, Montoya, Guijo, El Herrero, López Díaz y Esteban Fernández. Cuando no había lluvia, vecinos y vecinas iban a moler al Tajo o al Guadiana.
En el Catastro de la Ensenada, en el 1751, se nombran sólo cinco de estos molinos, así como sus propietarios principales (pues muchos tenían varios): el Molino Carbonero, propiedad de Don Tomás Merino, presbítero de Alcázar; el Molino de Montoya, de Don Francisco Marañón, vecino de Quero; el Molino del Herrero, de Don Juan Manuel Díez Moreno, vecino de Villacañas; el Molino de López Díaz, de Don Francisco López de Cervantes, presbítero vecino de Madridejos; y el Molino de Esteban Fernández, del que sólo pertenece una piedra de las dos que tiene a Quero, propiedad del Cabildo de Santa María de la Villa de Alcázar. Pisapolvos y El Guijo tuvieron que desaparecer en los dos siglos que transcurrieron entre ambas referencias.
Están nombrados en dirección a las aguas del río, siendo el primero de ellos el más alto respecto a cota. De este sólo conocemos que llegó a contar con dos piedras para la muela, pero se desconoce su ubicación exacta, aunque es probable que se situara al norte del municipio. En los mapas de finales del siglo XIX (1883) no aparece ni marcado. Algo similar ocurre con el Molino de Montoya, pues solo podemos estimar su ubicación por la aún existencia del topónimo Montoya en la vega de Gigüela, al noreste de la Laguna del Taray.
Sin embargo, el Molino del Herrero, situado en la confluencia del Gigüela con el desagüe de la Laguna del Taray (o el Riánsares, según quiera verse) ha sido, sin duda, el que mayor relevancia ha tenido en Quero en los últimos siglos. De hecho, sigue marcado en el mapa de 1955 y sólo en el del año 2000 se refiere a él como en ruinas. Prisco García Consuegra, ex-guarda de la cercana finca de El Masegar, lo recuerda, “aunque escasamente quedan unas piedras”. Paca Corrales Serrano, vecina del pueblo, también lo recuerda en funcionamiento.
Los dos últimos, de López Díaz y de Esteban Fernández también se identifican en los mapas de los siglos XIX y XX en las inmediaciones del Cerro del Molino (con yacimientos neolíticos), siendo lo más probable que el segundo de ellos pasara a denominarse como Molino Nuevo en las referencias cartográficas, ya sea por un cambio de nombre o por una reconstrucción del mismo. Esta suposición se basa en la situación del Molino Nuevo justo en el límite municipal con Villafranca de los Caballeros, indicándose en el Catastro de la Ensenada que el Molino de Esteban Fernández contaba con dos piedras, pero “solo pertenece a este término la una, y la otra al de Villafranca que las divide”. Además, de este molino sale un canal que se dirige a la Laguna de Villafranca, de acuerdo a lo que años más tarde relataría Pascual Madoz. Paca recuerda otro denominado como Molino Manolo, donde “mis padres iban a segar allí, y nos llevaban a mi hermana y a mí con ellos, y dormíamos en el molino”. Por la ubicación descrita, es posible que se trate del mismo molino.
En cuanto al otro, al de López Díaz, es posible que tuviera en otra época la denominación de Molino del Abogado, pues se encuentra en las cercanías del humedal de mismo nombre.
Respecto a la producción, cada piedra podría moler unas 17 fanegas de trigo al año, teniendo que pagar un cuarto de sus maquilas al Priorato de San Juan, orden a la que pertenecía la villa de Quero.
En 1845, en el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de Pascual Madoz, sólo se mencionan cuatro molinos sobre el Cigüela. Se mantienen los de El Herrero, López Díaz y Esteban Fernández, apareciendo un nombre nuevo: el Molino de Echapolvos. Por el orden en que se menciona, y teniendo en cuenta la existencia previa de dos molinos aguas arriba del de El Herrero, es más que probable que se trate de un nuevo nombre dado ya sea al Molino Carbonero o al Molino de Montoya. O, quizás, tenga algo que ver con el referenciado en el siglo XVI, el Molino de Pisapolvos.
Por supuesto, el mantenimiento adecuado de estos artilugios era de prioridad para la población, pues aseguraba el alimento base del que dependían muchas familias. Queda ello patente en los Autos de Buen Gobierno del año 1780, pues se dedican tres capítulos de manera exclusiva a los molinos harineros. En este documento, se establecen unas normativas que deben seguirse para evitar el despolvoreo (pérdida) de harina, siendo obligatorio “tener en la piedra el redor de tres pleitas de alto y sus mandiles”, así como que “todas las ventanas del citado molino han de estar tapadas”. También normas de saneamiento, pues “no ha de tener ni permitir en dicho molino palomos, gallinas, ni ganado de cerda, por cuyo medio se evitaría todo el daño que pueden causar, antes bien tendrá con mucho aseo limpios los pesebres corrientes”.
Es justo en estos años que aparecen dos nuevos vecinos, unos gigantes dormidos durante siglos: los molinos de viento.
Los molinos de viento de Quero
Y es que no todos los molinos de viento son de época de El Quijote. Estos inventos son, sin duda, una ingeniosa solución para solucionar un problema propio de La Mancha: hay poca agua superficial, especialmente en los ríos, por lo que el rendimiento de los molinos de agua es bajo.
En el año 1778 se comenzó la construcción de los dos molinos de viento de Quero, aunque entraron en funcionamiento dos años más tarde, casi dos siglos después del paso del caballero andante.
Cercanos a la Ermita de las Nieves, se posan estos dos edificios rehabilitados hace apenas unos años. El primero de ellos, conocido como el Molino de “Los Hidalgos”, fue reformado en 2006. El otro, llamado Molino de “La Guerrera”, se restauró en 2019.
Ambos están orientados de tal forma que aprovechan los vientos Ábrego y Solano, los más dominantes en La Mancha. Durante el siglo XIX se utilizaron, siendo la llegada de la energía eléctrica a Quero en 1916 lo que marcaría su fin, con la implantación de una moderna fábrica de harinas (eléctrica) en el pueblo. En los años 20 se abandonaron, condenándolos a la ruina durante décadas. Los de agua que habían perdurado hasta entonces siguieron el mismo camino.
Estos molinos contaban, probablemente, con silos en sus inicios, a modo de almacenes de grano. Por ello, hay un silo pegado a ellos. Sin embargo, el uso de estas cuevas como vivienda empieza a partir de la llegada del tren en el s. XIX, con nuevos pobladores que se dedicaban a su construcción.
Sin embargo, un hecho ensombrece la historia de estos molinos de viento. En el año 1899, comienza una pandemia en el pueblo, con muchos vecinos y vecinas que empiezan a contraer unas fiebres y terminan falleciendo. Al principio, la gente lo atribuye a un suicidio en el pozo “duz”, que habría contaminado el agua. Sin embargo, tras limpiarlo exhaustivamente, las fiebres continuaron, incluso se agravaron. Tardaron meses en encontrar la causa: las muelas de los molinos (también los de agua) contenían plomo que habían aplicado para aumentar su durabilidad. Este metal se estaba transmitiendo a la harina y causando una fuerte intoxicación en la población, siendo la causante de decenas de muertes.
¿Qué queda hoy?
De todo aquello solo queda el recuerdo, o ni eso. Los molinos de viento, por azares del destino, están completamente rehabilitados y puestos en valor. ¡Cuánto le debemos a Cervantes!
Sin embargo, los que marcaron tendencia en esto de la molienda en Quero, los molinos sitos sobre el Gigüela, son fruto del olvido. Unas ruinas cada día más indistinguibles sobre un río cada día con menos caudal. Pongámoslos en valor, pues no todo son gigantes.
Referencias
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El proyecto “Quero: entre el agua y la sal”, financiado por el Ayuntamiento de Quero y la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha a través de los fondos de la Unión Europea-Next Generation UE, tiene como objetivo principal la puesta en valor de todo este patrimonio cultural, oficios y conocimientos ecológicos tradicionales asociados al ciclo del agua en el municipio de Quero.
Vestal es una consultoría que apuesta por el fomento del turismo cultural en el medio rural.
Vestal busca recuperar aquellos saberes ancestrales en riesgo de desaparición, así como poner este patrimonio etnográfico al servicio de la población de una manera atractiva, sirviendo de cimiento para el turismo cultural y la repoblación rural.