Invasión Carlista

Invasión Carlista

El 13 de julio de 1874, durante la Tercera Guerra Carlista (o Guerra Civil, como la llamaban los periódicos de la época), las tropas conducidas por el hermano del pretendiente al trono, Alfonso Carlos de Borbón y su esposa María de las Nieves de Braganza, pusieron sitio a Cuenca. Dos días después, las tropas insurrectas entraban en el último reducto bajo control gubernamental, la parte antigua de la ciudad, poniendo así fin al asedio y confirmando la derrota de las tropas afines a la Primera República Española. El asedio de Cuenca supuso la única victoria de los legitimistas en una capital de provincia, aunque esta no inclinó la balanza hacia un hipotético triunfo carlista.

¡Lo peor para la pobre Cuenca es que tenemos el enemigo en casa!

Benito Pérez Galdós, De Cartago a Sagunto: Episodios Nacionales.

El calor de la noche estival había sido sofocante. El humo de los edificios en llamas en la parte baja de la ciudad se iluminaba por los propios focos de combustión trazando pinceladas rojizas sobre el oscuro cielo. La ciudad, sitiada por completo, estaba reducida a la parte alta. Su interior servía de refugio a la mayor parte de la población que, de filiación carlista o gubernamental, deseaba el fin de la contienda. Las calles antes acostumbradas a un trasiego tranquilo ahora se veían cubiertas de cuerpos sin vida. El sonido del fuego cruzado desde las aspilleras se fundía con el de los gritos de dolor y el crepitar de las llamas. Los edificios de la margen izquierda del río Huécar, en la calle de los Tintes, se encontraban ocupados por los carlistas. Estos habían levantado las tejas de las azoteas, izando oriflamas rojas y gualdas de “Dios, Patria y Rey”, y disparaban desde allí. Las tropas de Alfonso Carlos de Borbón se encontraban completamente desmoralizadas tras dos días de asedio, a lo que se sumaba la muerte del comandante Julio Segarra a las puertas del Convento de la Concepción. Sin embargo, una arenga a la luz del alba y la noticia de la llegada de los batallones de Pascual Cucala dieron la vuelta a los ánimos.

Al otro lado del río, motivar a los soldados y voluntarios era más complicado: no había noticias de la columna enviada desde Madrid en auxilio de la ciudad. Las provisiones escaseaban, sobre todo el agua, pues el acueducto que la traía había sido cortado a la altura de la Cueva del Fraile. Aun así, las tres puertas que permitían la entrada a la ciudad desde el sur se encontraban bien defendidas. La única puerta septentrional, la del Castillo, prácticamente inexpugnable, aguantaba impasible los embates de los sublevados.

Sin embargo, a las once de la mañana, un revuelo se formó en los alrededores de la Puerta de Valencia. Inexplicablemente, las tropas leales a Carlos VII habían conseguido entrar por alguna rendija y corrían por la calle de la Moneda. Los primeros asaltantes, voluntarios o forzados, sucumbieron a la pólvora todavía armados con los zapapicos encargados de abrir el butrón a la derecha de la puerta. El desconcierto de los defensores tornó en delirio al descubrir la furia con la que golpeaban entre descargas y agudas notas de clarines. No había piedad con quien caía al suelo. Estos desdichados eran atravesados con el frío acero de las bayonetas al grito de “¡Viva Don Carlos de Borbón!”. La calle empezaba a cubrirse de cadáveres de ambos bandos mientras los liberales intentaban reagruparse. Los carlistas avanzaban palmo a palmo, sin intimidarse ante los disparos desde las ventanas de las casas. Eran las pisadas de los invasores los tambores de guerra. Los redobles se multiplicaban conforme entraban a la ciudad vieja. Replegándose calle arriba y previendo la derrota, los partidarios del gobierno comenzaron a rasgar los pellejos de vino y aceite que quedaban desde el inicio del asedio. Desesperados, cruzaron carros y escombros en las calles a fin de entorpecer el paso del colérico enemigo. Las estrechas calles parecían venas corruptas invadidas por un violento virus que quemaba, violaba y mataba los órganos de la ciudad.

En la Plaza Mayor se encontraba el brigadier José de la Iglesia, gobernador militar de la ciudad. Al escuchar las desesperadas notas de las cornetas, corrió calle abajo junto a un reducido grupo de soldados, temiéndose lo peor. Al llegar a San Felipe, encargó el levantamiento de tres barricadas: una a las puertas de la misma iglesia, una más en Santo Domingo y otra a la entrada de la Plaza Mayor. Habiendo dispuesto lo que tenían a su alcance para improvisar las tibias defensas, les sorprendió el estrépito con el que los liberales ascendían por las polvorientas calles buscando refugio. Cubriéndose del fuego cruzado, los supervivientes saltaron al lado todavía seguro. Desde allí la defensa era cada vez más penosa. Los carlistas habían ocupado las primeras calles del recinto amurallado. El Instituto había caído en sus manos y ascendían en dirección a Alfonso VIII. Fue en la calle Cordoneros donde el comandante Enrique Escobar y Valdeolivas conoció su fatal suerte. Irrumpieron en su casa, y él, enfermo, fue sacado de la cama, apaleado por los carlistas y arrojado desde el balcón. Antes de golpear el suelo, su cuerpo todavía con aliento fue recibido con el filo de las bayonetas, mientras su madre, con los ojos fuera de las órbitas y la garganta rasgada del llanto, veía todo desde arriba.

A una orden del brigadier comenzó la inevitable retirada. Abandonando las barricadas recientemente levantadas corrieron bajo los arcos del ayuntamiento y llegaron a la Plaza Mayor. Cada vez eran menos los que alcanzaban las cotas más altas de la ciudad. Entre miradas de desolación desde caras enhollinadas, los pocos que quedaban, abandonados completamente a su suerte por el gobierno central y los refuerzos que no llegaban, hicieron por última vez frente a los invasores desde la puerta de la catedral. Huyeron por la calle de San Pedro hasta la iglesia homónima cargados con el único ápice de esperanza que les quedaba: el de salvar la vida. Así llegaron a las puertas del Castillo. Bajo aquellos longevos muros, entre la pólvora y el acero, ondeó la bandera blanca y las cornetas entonaron los acordes de la rendición.

Capitulaba una ciudad inusitada a las batallas. Los cadáveres todavía calientes, las llamas abrazándose a las vigas de madera de las casas y el humo contaminando la clara atmósfera de las hoces. Los abusos se alargaron durante dos días más. Los vencedores no distinguieron entre enemigos o afines a su causa: el mismo color de sangre tiñó los paredones. Los muertos no entendieron de traiciones. Que no caigan en el olvido los crímenes cometidos en nombre de su Dios, su Patria y su Rey.

La noticia del final de la guerra dos años después fue recibida con alegría entre los conquenses. Ellos no podían ni querían olvidar aquellos infames crímenes sin sentido. En 1877 se levantó un obelisco en recuerdo a las víctimas de aquel 15 de julio. Cada año, los ciudadanos se reunían a recordar a los muertos durante el suceso. Hasta 1942. La maquinaria ideológica franquista se encargó de retirar el monumento y levantar uno a sus propios caídos. Demasiados carlistas componían las filas de los vencedores en 1939.

Para saber más:

  • Lebrero Izquierdo, Herminio (2018): Lugares de Memoria Institucionalizada en Cuenca (1877-2017). La Historia que perdura. Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha.
  • Romero Saiz, Miguel (2010): El Saco de Cuenca. Diputación Provincial de Cuenca.

Esta entrada tiene un comentario

  1. Ana

    Una lectura amena y pasional de éste capítulo de nuestra historia.

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