Imagen cabecera: Mosaico de Noheda. Fuente: José Latova
Los monumentales mosaicos de la villa de Noheda, recientemente excavada y casi sin parangón en todo el territorio del Imperio Romano, muestran diferentes escenas míticas del mundo clásico. Datados entre los siglos IV y V d.C., representan los últimos compases de un mundo a punto de desaparecer cuyo legado no se recuperaría hasta el Renacimiento. El siguiente relato se pone en la piel del creador de los mosaicos, que contempla su trabajo y, más en concreto, el llamado por los arqueólogos Panel Figurativo C, en el que aparecen diferentes escenas de la vida del príncipe troyano Alejandro Paris.
El maestro musivario contempló satisfecho la obra bajo sus sandalias. Él era el artífice del maravilloso mosaico que asombraría a los invitados del dueño de la villa. El suelo del triclinium1 estaba cubierto de millones de milimétricas teselas que, con todo lujo de detalles, narraban escenas míticas del ideario que cualquier romano que anduviera a orillas del Mare Nostrum2 conocería.
Arrastraba los pies sobre las teselas con la levedad de un felino. Se detuvo sobre una de las escenas y, casualidad, vertió de su copa una gota de vino que fue a caer sobre la mirada perdida de un Dionisos por supuesto borracho. Recorriendo el cuerpo vítreo del dios se fijó en el thyrsus3 que sostenía con la mano izquierda. Sonrió al ver como la deidad también derramaba la crátera de su mano derecha en un descuido. Pudo imaginar los sonidos casi orgiásticos del cortejo que lo acompañaba. Percusión y viento anunciaban la llegada de un dios ebrio pero feliz.
Volvió ligero sobre sus pasos dejando a sus espaldas una de las tres exedras que componían los flancos de la sala y, poniendo rumbo hacia la fuente rectangular cuyo rumor refrescaba el interior, se volvió a detener sobre una de las composiciones que él mismo había diseñado. Una lejana pero familiar escena se presentaba ante él. Lejana, porque se desarrollaba en el lado oriental del mar. Familiar, porque había escuchado y leído tanto sobre ella que creía personalmente haberla vivido.
Se sentó sobre la fuente apoyando en el frío mármol la copa de vino. Miró hacia la izquierda y vio a un joven Alejandro Paris a la sombra de un árbol. A sus pies, un pueril y travieso Hermes le entregaba al príncipe troyano la manzana de oro que la diosa de la Discordia, Eris, había lanzado sobre la mesa del banquete de las bodas de Tetis y Peleo. Aquella manzana tendría que ser para la más bella de las diosas, y Paris habría de ser el juez que lo decidiera. El hijo de Príamo, bajo ese árbol de las costas de Jonia, no podía imaginar el alcance de la discordia que germinaría de aquel áureo fruto del manzano.
Ante el sorprendido Alejandro Paris se presentó la tríada llegada desde el Monte Olimpo: Afrodita, Hera y Atenea. El maestro estaba escrutando la figura de Afrodita. El pecho al descubierto y la cadera ladeada. No había dejado pasar la ocasión de utilizar la sugerente curva creada por aquel famoso escultor ateniense, Praxíteles, para otorgar erotismo a la acción. La diosa del amor le prometió a Paris que, si la elegía como la más bella de las tres, obtendría el amor de la más bella de todas las mujeres. A la izquierda de Afrodita estaba Hera. Si el troyano escogía a la esposa de Zeus, reinaría sobre toda la tierra y sería el más rico de los hombres. Por último, la ojizarca Atenea, ataviada con lanza, escudo y casco de guerra, dio su palabra al príncipe de que lo convertiría como el más valiente de entre los mortales y conocedor de todas las artes si la elegía a ella.
Al elegir a Afrodita despertó la ira de las otras diosas. La decisión implicó que estas se pusieran en su contra durante la inminente guerra de Troya. El maestro se compadeció del pobre Paris. ¿Quién no hubiera rechazado todo el poder y el oro de la tierra a cambio de la belleza? Pensó que al lado de eso último, el resto era miseria… Afrodita cumplió lo prometido. Con la ayuda de la diosa, Paris escapó con la esposa de Menelao de Esparta, Helena, la más bella de las mortales. Entonces el musivario siguió contemplando su creación. Vio al troyano vistiendo el gorro frigio tomando de la mano a Helena, invitándola a subir a un barco de diez remos donde les esperaba la tripulación. La que fuera reina de Esparta iba acompañada de sus dos esclavas, Etra y Tisadie, representadas en el mosaico de manera jerárquicamente inferior. El artista imaginó el viaje que llevó a la fugitiva pareja desde Esparta hasta las costas de Asia Menor, sobre las que se alzaba imponente Troya. Un viaje relativamente corto pero no exento de dificultades que él mismo había recorrido. De hecho, el maestro había visitado las dos ciudades en sus años de juventud. Antiquísimas poblaciones de longevos muros que ahora imitaban el modelo de la urbe romana.Ella me persuadió la peligrosa
Jornada, y soy traído como amante,
Por el divino impulso de esta diosa.
De aquellos viajes por las costas del Mar Egeo recordaba las murallas de la ciudad de Paris, y las había querido representar en este mosaico en el confín opuesto del mundo. Sabía que no eran las mismas que habían visto los amantes, pero le gustaba pensar que había andado el mismo suelo y que, navegando también en un barco de diez remos, había sido impulsado por el mismo viento.
Contempló a los enamorados descendiendo del barco, siempre acompañados por Eros, portador del amor de ambos. Por fin llegaban a buen puerto, o eso creían en aquel momento. Contemplando los muros de la ciudad, volvió a rememorar los versos que Ovidio5 puso en boca del príncipe:
Saldránte a recibir en escuadrones
De Troya las matronas placenteras,
A darte amor con sus corazones.
Y así era. Vio a los habitantes de Troya danzando ante las puertas recibiendo a la pareja que, -aún no lo sabían-, traería guerra, sangre y fuego. Pero el maestro no había querido representar el desenlace del amorío. Pensó, quizás, que en los últimos años de su vida, sólo quería recordar lo bueno que había vivido. O tal vez, que una habitación dedicada a la música y a la alegría no era el lugar donde expresar las últimas consecuencias por haber disfrutado de un amor correspondido.
El musivario vació la copa sobre los nenúfares de la fuente, se levantó despacio y, agarrando con una mano la túnica, abandonó la sala en dirección al nártex guiado por la temblorosa llama de las lucernas.
PARA SABER MÁS
- Higino (2009). Fábulas, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid.
- Ovidio (1884). Heroidas, Luis Navarro (Editor), Madrid.
- Valero Tévar, M. Á. (2015). La villa romana de Noheda: la sala triclinar y sus mosaicos (Tesis Doctoral), Universidad de Castilla-La Mancha, Toledo.
1 Comedor de los antiguos griegos y romanos (Fuente: RAE).
2 Mar Mediterráneo.
3 Vara adornada con hojas de hiedra y parra y rematada con una piña en la punta, que solía llevar como cetro la figura de Baco y se usaba en las fiestas dedicadas a este dios (Fuente: RAE).
4 Ovidio, Heroidas, XV, 13.
5 Ovidio, Heroidas, XV, 64.