García Lorca, una Semana Santa en Cuenca

García Lorca, una Semana Santa en Cuenca

Fue en 1932, un año después de instaurarse la República en España, cuando García Lorca vino a Cuenca, a pasar la Semana Santa con dos amigos. Lo cuenta uno de ellos, Carlos Morla Lynch, en su libro de memorias titulado En España con Federico García Lorca, publicado por la editorial Renacimiento.

Carlos Morla era músico, escritor y diplomático de la embajada de Chile en España por esos años. Además de este libro, dejó su testimonio de cómo se vivió la guerra en el Madrid asediado y los hechos que ocurrieron durante el tiempo que estuvo en España, en esta y en otras obras suyas. Fue amigo de los artistas y escritores de la generación del 27, por lo que durante la guerra y después de ella, su casa y la embajada chilena se convirtieron en refugio de intelectuales amenazados, de todas las tendencias.

El libro, escrito en forma de diario, recuerda el viaje que hicieron los tres amigos, uno de ellos Federico y el otro Rafael Martínez, a nuestra ciudad.

Nos cuenta que salieron de Atocha, en un autobús de línea que paró en Villarejo y luego, en Tarancón. Un coche desvencijado y medio vacío del que recuerda que el pasajero que iba a su lado, un hombre de Cuenca, le ofreció un pitillo después de haberle pasado la lengua para liarlo y que, en cada parada, subían y bajaban mujeres con cestas y garrafas de aceite o de vino.

Fueron tres jornadas, las del día 23, 24 y 25 de marzo, que se corresponden al Miércoles Santo, Jueves Santo y Viernes Santo. Llegaron de noche: “Hemos llegado a Cuenca en los instantes en que desciende de alturas umbrosas la procesión del Miércoles Santo, llamada también del Silencio”, escribe.

El autobús los dejó en el Hotel Iberia, en el que habían reservado la única habitación que quedaba libre, con tres camas y balcón a la calle.

Después de cenar, salen en busca de las procesiones, suben las escaleras de piedra y llegan a la Plaza Mayor, donde están ya los pasos a punto de comenzar su recorrido. Se sienten sobrecogidos por el hechizo que encierra el espectáculo de andas y capuchones con velas encendidas, que se mueven lentamente. “Federico, Rafael y yo, cada uno con un cirio en la mano y la boina en la otra nos incorporamos al cortejo tras el paso de la virgen de la Amargura que, entre fanales iluminados y llena de majestad en su amplio vestido de terciopelo negro recamado de plata, dirige su mirada dolorosa, invadida de lágrimas al cielo.”  

Federico García Lorca

El narrador califica de espectáculo sobrecogedor y lleno de misterio “aquel escenario incomparable” por el que pasan: callejuelas estrechas, cuesta arriba y cuesta abajo, puentes de piedra y plazoletas. Detrás de balcones y ventanas, ven siluetas negras que hacen la señal de la cruz cuando pasa el cortejo. El cortejo llega a la catedral en la que, una vez que pasan las imágenes santas, se cierran las puertas. Fuera empieza el jolgorio en bodegones y tabernas. El fervor religioso de la ciudad se transforma en “bullanga y jaleo…que aquello tiene más aspecto de bacanal de la Edad Media que de fiesta religiosa de nuestros días.”

Después de haberse sumergido en aquel ambiente festivo, que llama tanto la atención al chileno, se van a dormir y Federico, enseguida, empieza a roncar. Carlos, sin poder dormirse, recuerda el poema que Lorca hizo cuando pasaba la procesión: Virgen de la Soledad, /abierta como un inmenso tulipán. / En tu barco de luces/ vas/ Por la alta marea/ de la/ ciudad, / entre saetas turbias/ y estrellas de cristal….

El segundo día, el de Jueves Santo, el diplomático chileno abre las ventanas, con vistas al Júcar, y deambula por las callejuelas desiertas. Asiste al despertar de la ciudad, como si se tratase de un alegre día festivo. Más tarde, juntos los tres, van a un café en el que se encuentran con un penitente del día anterior que les cuenta cómo le arrancaron la caperuza y le golpearon. Por la tarde van a Palomera por una carretera en la que se han desprendido unas rocas. En el pueblo asisten a otra procesión, que les parece “tierna y apacible, sincera e infantil” y se arrodillan los tres sobre los pastos mientras pasa toda la gente, niños y animales incluidos, detrás de la imagen.

De regreso a Cuenca, entran en iglesias “en las que yacen Cristos oscuros, negros de besos, entre velas encendidas” y se suman al jolgorio de la ciudad, aun mayor, dicen, en la plaza de la Infanta Paz.

En la procesión del Jueves Santo, llama la atención de los viajeros una anciana que camina descalza y un muchacho encorvado por el peso de la cruz que lleva sobre su hombro. En un momento del recorrido, el cortejo se detiene en un silencio sobrecogedor, les sobrecoge más aún cuando alguien informa en un susurro de por qué se han parado allí: es porque, en esa casa, delante de ellos, hay un niño que agoniza.

Un balcón se abre y cantan una saeta. El canto trágico aumenta la emoción que sienten. Ellos, músicos diletantes, no encuentran parangón para ese grito salido del alma.

El amigo de Federico, de ideas afines a la República como él, escribe esto: “A pesar del vendaval que pretende exterminar las creencias humanas, a pesar de la época disolvente en que vivimos que intenta aniquilar todas las tradiciones sacrosantas, no hay poderío capaz de detener la fuerza sin armas que encarna ese cortejo que pasa.”

Penitentes de Cuenca. José Ortiz Echague (1939)

El tercer día, de madrugada, asiste, desde el balcón, a la procesión de los borrachos: música de tambores y trompetas, algarabía. “Magnífico, pero pagano”. Federico no se despierta, sigue durmiendo, a pesar del ruido, hasta la siguiente procesión,  En el Calvario, en la que procesionan imágenes con escenas de la Crucifixión, la exaltación, la agonía, el descendimiento y la virgen de las Angustias.

Por la tarde asisten a la del Santo Entierro, al que acompañan los caballeros del Santo Sepulcro, formado por la aristocracia conquense, vestidos de smokings y togas episcopales, que desentonan, según el viajero, por su carácter mundano. Luego describe lo que no desentonaría para él: los tres soldados bíblicos, con sus cascos de cartón plateado y sus barbas de crin, los nazarenos encapuchados, los niños penitentes, que le recuerdan a los enanitos de las leyendas del Rin o pequeños mártires.

Se encuentran con un conocido, el crítico de arte Ángel Goldoni, y van a casa de “un notable de la ciudad”, don Juan Gómez y Aguilar. La vivienda es “un primer piso del lado de la calle ascendente, que se corresponde al cuarto o quinto en la parte opuesta que se halla suspendida sobre el barranco”. Con la descripción de esta casa asomada al abismo y de la pesadilla que el autor tiene esa última noche que duermen en Cuenca, termina la narración de esa Semana Santa de García Lorca y sus amigos en nuestra ciudad.

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