Pocas cosas son tan accesibles como el espectáculo que ofrecen a diario las monjas blancas de la plazoleta antesala de la Plaza Mayor. Ni un retiro espiritual o el mejor de los masajes tailandés pueden operar el baño de bienestar físico y espiritual que experimenta quien se sumerge en esta burbuja atemporal.
Entre los atractivos conquenses este es quizás el más silenciado, que pasa desapercibido aun yendo de boca en boca. Estas monjas, llamadas blancas por sus atuendos, representan un valor en alza en estos tiempos de aceleración y prisas. “La experiencia más desconcertante que puedas vivir en Cuenca”, al decir de un seguidor. Están ahí, recogidas en un rincón de la Anteplaza. Basta cruzar el umbral del convento para adentrarse en su capilla, placenta atemporal repleta de sensaciones.
Una docena de presencias inmaculadas, ocultando su físico con ropajes fantasmagóricos, nos dan la espalda. Solo dejan escuchar sus voces, con las que reciben al espectador sobrecogido. Las Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Inmaculada sintetizan un microcosmos en el que se dan cita religiosas de diversas nacionalidades. Un universo de acentos percibidos con nitidez a la hora de sus rezos, repartidos en varias sesiones al día y siempre acabados en cánticos virginales. No en vano ensayan a diario sus “actuaciones”.
Se aglutinan en un pulcrísimo y diminuto espacio que, aun así, les viene grande. Una minúscula capilla es el escenario de sus comparecencias diarias: la misa de las 8,30, el rosario a las 7,30, 12,30 y 18,45 y las vísperas de las 18,20. Un rezo en bucle que legitima su denominación de origen.
Pueden describirse a golpe de oxímoron: desprenden luz con sus blanquísimos ropajes pero resultan inquietantes; viven aquí y ahora pero parecen intemporales; se las podría tocar pero son inaccesibles; están presentes pero semejan espectros; son corpóreas pero se diría que levitan…
Entran y salen con estudiada coreografía, como si cada una de ellas tuviera asignado un rol, incluido el de protagonista, desempeñado por aquella que permanece sola frente al altar en custodia del Sagrario.
Ejercen un atractivo magnético no exento del desasosiego que llevó a exclamar a un turista “demasiado silencio”, antes de abandonar precipitadamente el sacro recinto, al que sin duda entró sin conocimiento previo. Porque hay que saber que detrás de esa pesada cortina que aísla del fragor a estas monjas de clausura, se esconde un espacio zen invadido de voces tántricas coordinadas en tiempos alternos: las que empiezan la oración y quienes la terminan. Porque ese es precisamente su cometido, rezar por todos y por todo, pedir lo imposible en el convencimiento de que la plegaria alcanzará su objetivo. Y no solo eso, porque también tejen labores para el culto.
Con todo, el plato fuerte llega cuando, en la misa o al final del rosario, una de ellas abandona su sitio para dirigir los pasos hacia el teclado. Y siguiendo un cotidiano ritual da comienzo el microconcierto de unos canticos espirituales sin parangón…en esta ciudad por lo menos.
No solo llega el espectáculo a través del oído; también impacta la contemplación de una escena que “parece diseñada por Cruz Novillo” como apunta un espectador sensible a la acción artística, en referencia a esa disposición siempre equilibrada en estudiada geometría.
Quien nunca haya gozado de esta experiencia ancestral y se adentre por primera vez en tal vorágine de paz que sobrecoge, resultará fulminado por la sorpresa. Y, de reincidir, en las veces sucesivas también asaltará la sensación de asistir por primera vez a lo nunca visto, a lo inaudito. Porque todo parece igual pero algo se ha movido, como ocurre en el kabuki japonés. Viene a cuento apuntar que la etimología de la palabra kabuki deriva del verbo kabuku, que significa inclinarse o estar fuera de lo ordinario, es decir teatro experimental o extraño.
Es la seducción del in situ, del estar allí para asistir a la pequeña incidencia, al imprevisto, aunque solo sea la tos de una monja resfriada. Se trata de un ritual repetido milimétricamente pero sometido a los vaivenes del “directo”- Como esa vez que llegó un repartidor, carretilla en mano y, una vez dentro, frenó en seco permaneciendo atónito con el envío sin saber a quién y cómo entregarlo. Porque esas presuntas mujeres de las que solo percibimos contornos imprecisos y casi difuminados de purísima blancura, no saben lo que ocurre a sus espaldas: quien entra o quien sale.
Es lo que tiene vivir allí sin vivir en ellas, no poder ver lo que ocurre en su trasera. Aquel mensajero debía ser primerizo porque existe una puerta lateral, subiendo a la Torre de Mangana, provista incluso de torno, por la que entran y salen las monjitas. Al menos una abandona el convento cada noche para deshacerse de la basura, porque toda alma habita un cuerpo capaz de generar detritus. Este final de jornada sirve de colofón al espectáculo, esta vez en blanco y negro, cargado también de plasticidad.
Nada escapa a la contemplación: la que es intrínseca a ellas y la que provocan en el espectador. Tal es el cúmulo de sensaciones suscitadas que muchos califican de performances la puesta en escena de estas mujeres entregadas a la causa religiosa y, aunque les pese, profana. Pero no tanto a su pesar, porque deben ser conscientes del eco que despiertan sus “funciones” e incluso sentirse halagadas por ello.
Quien ha pisado por primera vez esta capilla lo seguirá haciendo con toda probabilidad. Hay algo ahí que aturde los sentidos, el pasmo ante lo increíble, la certeza de que lo inusual puede repetirse.
Un milagro que una inmersión total en esta experiencia mística sea todavía gratis…claro que por cinco euros se puede adquirir el DVD que lleva por título El carisma de la Madre M.ª Rosario del Espíritu Santo Lucas Burgos.
Maravilloso artículo sobre la Capilla del Convento de las Esclavas, “ las Blancas”, que refleja los sentimientos de quienes también gozamos al visitarla. Una descripción sobresaliente. Gracias.