Tendemos a pensar que las culturas, sobre todo la nuestra, inmersos en el etnocentrismo más rancio, es una creación única y que se ha hecho a sí misma por sus propios medios y alejada de influencias que, en ocasiones, creemos que denigran nuestra pureza cultural. Sin embargo, personalmente, no dejo de fascinarme con las increíbles conexiones que existen entre unas culturas y otras, lejanas o cercanas, pasadas o presentes. Y, si bien en los últimos siglos la corriente cultural ha variado y oscilado, se puede decir que, desde nuestro punto de vista, las influencias han llegado casi siempre desde oriente.
A las gentes de Oriente Medio se les estrecha -un poco- más el cerco de lo que considerar oriental, aunque los alegres y belicosos sumerios, acadios y babilonios -por mencionar algunos de las decenas de pueblos que habitaron las riberas de los dos ríos- también recibieron influencias del confín del mundo que bañan el Pacífico y el Índico. A finales del siglo pasado se documentaron restos de clavo (syzygium aromaticum) en una casita a orillas del Éufrates que databa del siglo XVIII a. C. Conviene puntualizar que durante los siguientes tres mil años esta especia solo se podía obtener en las Molucas, archipiélago a más de diez mil kilómetros de distancia. Imaginar el periplo de la especia es casi una experiencia astral. Desde el archipiélago indonesio, si escogían la ruta terrestre (más tarde conocida como Ruta de la Seda), atravesando China y los desiertos del interior euroasiático; o, si la elección terminaba siendo la ruta marina (más tarde propiamente conocida como Ruta de las Especias), sin perder de vista el subcontinente indio y arribando a las costas del Golfo Pérsico para después seguir por vía fluvial hasta los puertos del interior mesopotámico. La historia de las especias es un viaje maravilloso. Tanto, que en sánscrito una de las palabras para designar a la pimienta (piper nigra) es yavanesta, traducible como pasión de los griegos. O, más fantástico aún, que el descubrimiento del continente americano no se hubiera llevado a cabo si los otomanos no hubieran tomado Constantinopla en 1453 d. C. y, con ello, cortado el tráfico de especias a Europa, obligando a los aromanautas Vasco de Gama, Colón o Magallanes a tirarse al mar en busca de aquellas.
Occidente -que incluye también las costas del norte africano- siempre ha tenido en su opuesto geográfico ese espejo donde mirarse. Todo tiene su origen en las tierras -para nosotros- orientales. China, India, Mesopotamia o Egipto se encargaron de repartir por el globo sus conocimientos a través de pueblos colindantes que a su vez añadían nuevas ideas en un proceso de adhesión e imbricación continuo. No erraban los latinos cuando, al despuntar el sol matutino por el este, lo saludaban exclamando ¡ex oriente lux!, pues sabían que, con la ígnea esfera, en su viaje hacia el oeste, viajaban materias preciosas: no solo especias, oro o sedas, sino mitos, dioses, conocimientos sobre el mecanismo de las estrellas que permitía su eterna revolución en la cúpula celeste… Siempre admiraron los pueblos occidentales a los orientales. No es para menos pues, según cuenta Ovidio, desde Troya navegó Eneas para convertirse en rey y progenitor del pueblo romano.
Lo cierto es que Oriente vio las desconocidas tierras occidentales como un territorio donde expandir sus mercados y desde donde obtener productos fundamentales para su economía. Cuando el pequeño fragmento de clavo quedaba abandonado en la casa a orillas del Éufrates, el Mediterráneo Oriental ya era un auténtico hervidero comercial. Desde el tercer milenio a. C., en la mitad este del Mediterráneo florecieron culturas basadas en el comercio, mercantilistas, protocapitalistas podríamos aventurarnos a decir. Hay autores que hacen incluso una analogía con la globalización europea de a partir del siglo XV [1]. Egipcios, hititas, cretenses y, sobre todo, micénicos y chipriotas, dominaron la economía mediterráneoriental. Los pequeños reinos y estados que poblaban las soleadas orillas se aventuraron incluso hacia el interior siguiendo los ríos navegables, sirviéndose de ellos como se sirve la sangre de los pequeños capilares para expandir sus culturas por otros remotos países.
A occidente le costó, pero acabó entrando en el juego en algún punto del segundo milenio a. C. La tecnología del bronce obligó a los pueblos del Mediterráneo oriental a buscar los elementos necesarios para su elaboración, el cobre y el estaño, en tierras occidentales. No únicamente los recursos metalíferos, sino otros nuevos como el ámbar noreuropeo, apreciado por las élites de los estados mediterráneos en calidad de objeto exótico. De aquellos primeros contactos -con casi toda seguridad indirectos en ese momento- se encuentran numerosas evidencias, como la silla plegable de estilo egipcio/egeo en un túmulo funerario sueco [2], la difusión de la bebida como elemento ritual reflejado en las copas argáricas del sureste ibérico o los fragmentos cerámicos micénicos o chipriotas hallados en Montoro, Córdoba [3].
Estos contactos se harían mucho más frecuentes a finales del segundo milenio y, sobre todo, a lo largo del primero. La llegada de los primeros pueblos del Mediterráneo Oriental a las costas ibéricas supuso una auténtica revolución cultural en los habitantes indígenas de la península. Desde las costas de Fenicia, la política de la ciudad de Tiro fue especialmente expansionista. De hecho, la fundación mítica de Cádiz se atribuye a navegantes tirios. El mestizaje cultural entre los asiáticos y los indígenas ibéricos acabó dando lugar a uno de los horizontes arqueológicos más espectaculares del suroeste peninsular: Tartessos. Esta cultura en nada se parece a la avanzadísima civilización occidental a la que aludían los aedos griegos, y cuyo mítico nacimiento se debió a la unión del Sol y del Océano durante el ocaso. Quisieron los egeos ubicar en este reino el Jardín de las Hespérides, los bueyes de Gerión e incluso a Cerbero, que representan los últimos trabajos de Hércules. No es casualidad que en el estrecho de Gibraltar se hallen sus columnas. Historia menos fabulosa y bajo la que subyace una sutil ideología colonialista es la periégesis que narra Heródoto sobre el comerciante Coleo de Samos, que debió vivir en el siglo VII a. C., y cuyo viaje a Egipto se tornó en peligroso periplo por el Mediterráneo, abandonándolo las corrientes marinas en las costas tartesias, de donde volvió a su isla extraordinariamente rico.
Las incursiones comerciales fenicias y más tarde las griegas fomentaron el desarrollo cultural de una cultura en la mitad sureste peninsular que nos resulta más familiar, la íbera, la cual asimiló, identificó como suyas y desarrolló por nuevos derroteros las aportaciones orientales que habían traído aquellos pueblos del otro lado del Mediterráneo. Es por ello que encontramos pebeteros ibéricos que imitan las cabezas de las estatuas griegas, con los mismos rasgos que las diosas fenicias o helénicas, Astarté o Deméter, y cuya funcionalidad -la de quemar especias aromáticas- nos remite de nuevo al inicio del artículo.
En la provincia de Cuenca contamos con un ejemplo excepcional de la influencia orientalizante sobre los pueblos ibéricos. En la necrópolis tumular de Cerro Gil, en Iniesta, se localizó un mosaico de guijarros cuya figura central muestra una figura femenina alada, dispuesta frontalmente y sentada sobre una silla de tijera. En las manos lleva flores de loto, y sobre sus brazos se posan dos aves que miran directamente a la diosa, probablemente Astarté [4].
Desgranar cada una de las aportaciones que una o varias culturas han ejercido sobre otras es un trabajo ímprobo. Por otro lado, merece la pena comentar algunas de ellas -como he intentado en este artículo- y así intentar hacer comprender al lector cómo las culturas están vivas, son dinámicas, fagocitan unas a otras o crean preciosas simbiosis que dan resultados maravillosos. Incluso nosotros, ya inmersos totalmente en la cada vez más estéril cultura occidental, la monocultura producida en masa [5] que diría Levi-Strauss, seguimos influenciados por las antiguas culturas que nos precedieron y que dejaron su impronta en costumbres, mitos y tradiciones.
Bibliografía
[1] Sherratt S., 2016: “La economía mediterránea: “globalización” a finales del II milenio a. C.”. Ensayos sobre economía e ideología en el Mediterráneo Antiguo. Bellaterra Arqueología, páginas 137-168.
[2] Jensen, J., 1998: “Oak coffin-graves of the Northen European Bronze Age”. Gods and heroes of the Bronze Age. Europe at the time of Ulysses. National Museum of Denmark/Kunst und Ausstellunghalle der Bundesrepublik Deutschland/Réunion desmusées nationaux France/Hellenic Ministry of Cul-ture. Copenhagen, London: 108-109.
[3] Ruíz-Gálvez Priego, M., 2009: “¿Qué hace un micénico como tú en un sitio como este? Andalucía entre el colapso de los palacios y la presencia semita”. Trabajos de Prehistoria, Vol. 66, Nº2, páginas 93-118.
[4] Valero Tévar, M. A., 2005: “El mosaico de Cerro Gil. Iniesta, Cuenca”. El periodo orientalizante. Protohistoria del Mediterráneo occidental: actas del III Simposio Internacional de Arqueología de Mérida. Vol. 1, 2005, páginas 619-634.
[5] Levi-Strauss, C., 2012: “Tristes tópicos”, Austral.