El breve relato narrado a continuación se desarrolla en Al Madinat Kunka [1] en el año 441 de la Hégira (1049 d. C). Se describe la disposición urbana que pudo haber tenido la ciudad en esta época en base a los análisis arqueológicos realizados. El contexto cronológico muestra el comienzo de los Reinos de Taifas, centrándose en el brillante taller de marfil de la ciudad del que se conservan algunas piezas. En el arte islámico es habitual la iconografía figurativa pese alejarse de la iconoclasia. La llamada Arqueta de Palencia, hoy en el Museo Arqueológico Nacional, fue elaborada ese año por Abderramán ben Zayyan por encargo del señor de la Taifa de Toledo, Ismail Al-Maamun.
Setenta y dos naciones hay según
su culto, mas mi dogma es el amor.
¿Impiedad, islamismo, culpa?
pienso en ti, lo demás tanto me da.
Umar Jayyam
Bajé corriendo los enormes escalones tallados en la roca que conducían a la puerta de Wabda [2] Resbalando con las piedras desprendidas que obstaculizaban el camino, y esquivando carros cargados de lana y madera me precipité al exterior de la albacara. El tibio sol de una mañana de primavera se reflejaba en la superficie de la albufera que cubría la carencia de los farallones de piedra caliza que rodeaban el resto del recinto. Dicha balsa se formaba gracias una presa que recogía el agua del río Shaqr [3] unos metros antes de su confluencia con el Shukr [4]. Allá, del otro lado de la masa de agua, los primeros brotes de trigo y cebada formaban un ligero manto verde que, al iluminarse por las primeras luces del este, se coronaban con un efímero halo dorado. Vadeé la albufera por el borde de la presa y seguí corriendo por el sendero.
Apeado a la izquierda del camino que yo seguía, junto a una noguera, me esperaba el porqué de mi estrepitoso descenso. Un hombre, con el brazo derecho apoyado sobre el lomo de una mula, miraba distraído las primeras yemas del árbol. Al acercarme, desvió la mirada hacia mí y saludó. Acto seguido se dispuso a sacar dos pequeñas bolsas de cuero de las alforjas del animal y me las acercó. Tras comprobar su contenido le entregué unas monedas y me despedí. Sin más dilación, volví sobre mis pasos entre los campos de cultivo en dirección a la presa. Observé a las tempraneras campesinas y campesinos agachados sobre la tierra y pensé en la fertilidad de aquel pequeño trozo de sedimentos negros encajonado entre murallas naturales de piedra grisácea. ¿De dónde provenía su fertilidad? ¿Del agua fresca que nacía en la sierra o del sudor de las frentes de aquellos que la trabajaban?
Disipando estos pensamientos volví a cruzar, esta vez en sentido contrario, la puerta en recodo de la albacara. Disminuyendo el ritmo, contemplé los muros de tapial que trepaban a lo largo del espolón de roca y que formaban un recinto cerrado donde pastaban decenas de cabezas de ganado: la albacara. Tras adelantar unos cuantos carros me dirigí hacia donde los muros se estrechaban. Crucé un pequeño arrabal formado por una docena de casas encaladas. La medina crecía lentamente, colonizando como un pálido liquen la superficie de la roca caliza. Observé a los niños corriendo y a las mujeres y hombres que salían y entraban ocupados en sus quehaceres. Algunos de ellos se hallaban elaborando tapices de lana, una de las manufacturas por las que Kunka era conocida.
Allí, donde se estrechaba la colina, un muro transversal cerraba por el norte la albacara, dando paso a la medina. Crucé el arco de herradura. Me encontraba, por fin, dentro del núcleo urbano. Sin embargo, este no estaba rodeado de altos muros de tapial. Sus defensas las habían creado los dos ríos que la rodeaban. Verticales paredes moteadas de vegetación rupícola se precipitaban al río justo después de las casas. Al final de la estrecha calle por la que ascendía, me encontré en un recinto llano donde una alborotada multitud estaba reunida. Descubrí el delicioso aroma a especias variadas entre gritos y risas que se confundían mientras hombres y mujeres intercambiaban distintas vituallas. Me mezclé entre la gente y su trasiego, esquivando las azarosas embestidas de los presentes. Así crucé el zoco, y, mirando al este, contemplé la mezquita cuyo alminar se levantaba enhiesto y orgulloso sobre las hoces de los ríos. Al pasar por su puerta abierta, pude distinguir tras ella el patio poblado de árboles cuidados laboriosamente. Al alejarme del gentío escuché el claro rumor del agua de la fuente. Me lancé de nuevo a una callejuela y al levantar la vista contemplé, allá arriba, la poderosa fortaleza de la cual decían que se levantaba sobre las nubes. No era así ese día, pues el sol, en su camino diario a través del firmamento, iluminaba los blancos y altivos muros que defendían la única entrada septentrional a la medina.
Subí por la cada vez más empinada calle, y en la puerta de una de las últimas casas, descubrí a mi padre sentado, inclinado sobre una mesa con un objeto blanco entre sus manos. Abderramán, tal era su nombre, trabajaba para el gobernante de Tulaytula [5], Ismail al-Mamún. Tras la caída de los califas de Qurtuba [6] hacía escasos veinte años, el territorio de Al-Ándalus se había dividido en pequeños reinos independientes gobernados por reyezuelos. Al-Mamún, de raíces bereberes, había solicitado los servicios de mi padre, cuya reputación de eborario era manifiesta: el taller de marfil de Kunka era conocido en todo el territorio andalusí.
Le acerqué las bolsas de cuero a mi padre, y, frunciendo el ceño, se dispuso a abrirlas: unas finísimas virutas metálicas de color rojizo que brillaban a la luz del sol era el contenido de una de ellas. La segunda contenía unos fragmentos de opaca roca blanca. Estos materiales serían posteriormente tamizados y machacados, tornando en un fino polvo que tras diluirse en agua, servían como pigmentos para las manufacturas de eboraria.
Volvió a cerrar las bolsas y las apartó a un flanco de la mesa. Yo me senté al otro lado mirando como recogía entre los dedos callosos una delgada placa de marfil. Supuse que cubriría, a modo decorativo, una caja de madera. Intrigado por la naturaleza del material que trabajaba pregunté acerca de su origen.
– Cuentan que existe un animal, hijo mío –contestó con la voz queda-, allá, en algún país por donde el sol levanta, al otro lado del mar lejano, cuya altura supera la de los muros de la alcazaba. Este, para defenderse de los batidores que intentan darle caza, usa unos enormes colmillos. Y de estos, tras trabajarlos, se obtienen estas pequeñas placas –levantó la que tenía en las manos-. Una vez el animal está en el suelo abatido, los cortan y los embarcan. Después, a cargo de marineros y comerciantes guiados por los buenos astros, llegan a las costas de esta tierra.
Medianamente satisfecha mi curiosidad, decidí dejar a mi padre trabajar, e imaginando el peligroso periplo del colmillo de un ciclópeo animal, me ensimismé observando la elegancia de las manos del artesano. Los precisos movimientos quedaban impresos en las piezas que creaba. La pequeña placa sobre la que trabajaba con un trépano mostraba una escena funesta: una fiera apretaba sus fauces contra la cabeza de un hombre que yacía derrotado en el suelo. Este, casi exánime, levantaba el puño en un último y desesperado intento por liberarse de los terribles dientes que lo apresaban. Sin embargo, no todo estaba perdido. Iluminándose por un fugaz rayo de sol, un compañero del caído, de pie junto a una cierva acobardada, clavaba una lanza en el lomo del feroz animal. En otra pieza, estrecha y alargada que colgaba de un vencejo, leí unas palabras que deseaban paz y suerte a su futuro dueño.
Me giré y anduve hasta la calle. Subí hacia la alcazaba cabizbajo, pensando en distantes países donde habitaban animales monumentales, navegantes que leían las estrellas y llegaban a puertos cargados de productos desconocidos para mí. Me senté sobre la roca desnuda a la sombra de un almendro cubierto de flores blancas, justo antes del foso que cubría la puerta sur de la fortaleza. Miré hacia la medina mientras el lastimero canto del almuédano llamaba a la oración desde el alminar de la mezquita. La ciudad se derramaba sin prisa sobre la colina, en dirección al llano más allá del río y de la albufera. Las casas blancas recién encaladas brillaban a la luz del mediodía. Desde las hoces, el eco de los ríos ascendía hasta la cima.
Para saber más:
- Aragón, Mariano (Coord.): Cuenca Islámica. Ayuntamiento de Cuenca.
- Boloix Gallardo, Bárbara (2001): La Taifa de Toledo en el siglo XI. Aproximación a sus límites y extensión territorial. Tulaytula: Revista de la Asociación de Amigos del Toledo Islámico, Número 8, pp. 23-57.
- Dominguez-Solera, Santiago David; Muñoz, Michel (2014): Arqueología urbana en Cuenca capital: últimos descubrimientos. Espacio, Tiempo y Forma, Serie I – Prehistoria y Arqueología, 7, pp.163-210.
- Marinetto Sánchez, Purificación (1987): Plaquitas y bote de marfil del taller de Cuenca. Homenaje al profesor Darío Cabanelas Rodríguez, O.F.M., con motivo de su LXX aniversario. Universidad de Granada, Departamento de Estudios Semíticos.
- Ministerio de Educación, Cultura y Deporte: La evolución urbana de Cuenca.
- Villar, Carlos; Dominguez-Solera, Santiago David; Muñoz, Michel (2013): La muralla de Cuenca: restauración material y restauración histórica. Fortificaçoes e território na Península Ibérica e no Magreb (séculos VI a XVI), Volume II pp. 693-704.
[1] Cuenca.
[2] Puerta de Huete, en el actual Puente de la Trinidad.
[3] Huécar.
[4] Júcar.
[5] Toledo.
[6] Córdoba.
EXCELENTE artículo. Muy bien documentado y perfectamente redactado. ENHORABUENA al autor y a la Revista por publicarlos. Un saludo. Antonio Escamilla Cid.
¡Enhorabuena Dario! me gusta el dibujo y el relato. Una parte arrinconada de nuestra historia
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