Lillo es el lugar donde se abre La Mancha. Pero no la mancha de infinitas viñas y contados olivos y cereales. Sino aquella mitológica de Estrabón donde de encina en encina saltaba la ardilla. Donde huele a espliego, tomillo y romero. Donde corteja la avutarda y el sisón. Donde visten sus camas las liebres. Estepas de esparto donde terminaba aquel Campus Spartarius romano que comenzaba en el campo de Cartagena.
Porque Lillo y sus habitantes, como un sinfín de pueblos, hicieron del esparto (Stipa tenacissima) su parte inseparable. Sus espigas, como largas velas, cubrían los campos en verano y primavera, pero eran sus tallos resistentes el ingrediente para sogas, alpargatas, alforjas, aguaderas, serones y seras. Porque estos espartizales, o atochares, se esculpían entre las manos de tantas generaciones. Ya fuera en las puertas de sus casas o entre ratos de sus oficios, vecinos y labradores hacían pleitas y “vencejos” bajo el sol de la llanura entre el ir y venir del calendario.
Pero también llanuras esteparias con olmos en los pozos, con caminos abrigados por alamedas y con lunares lagunares de piel salitrosa. Porque el corazón y alma de Lillo son sus lagunas. Junto a ellas se mece el esparto basto o albardín (Lygeum spartum) que da su nombre a la laguna de la Albardiosa, abrazaba en el pasado las lagunas del Altillo y que, aún hoy, resiste, entre el pueblo y la Laguna del Longar, una de sus poblaciones manchegas más importantes. Estos espartales y albardinales rodeaban a los juncos (Juncus sp.) y austeros tamarices (Tamarix tamarix) en aquellos suelos que nunca se encharcaban. Frontera de la patria del agua, del limo y la sal, guardiana de viejos secretos.
Uno de ellos, es una planta baja y discreta que hoy aparece sobre las costras salinas y que en días de viento cruza los campos en forma de bolas secas y rodantes, caídas de un lejano planeta. Es la sosa, barrilla, salicor, o mejor conocida en Lillo y La Mancha como “trotamundos” o “salicón” (1). Sus nombres se confunden, pero su tesoro residía en sus cenizas, las cuales tras quemarse eran ricas en sosa, necesarias para la fabricación histórica de jabón y vidrio. En el caso del arte del vidrio se requería sosa y cal para bajar su temperatura de cocción y alta viscosidad; mientras que para la elaboración del jabón era el ingrediente principal. Fue tanta la necesidad de estas plantas barrilleras en estos gremios, que zonas como Alicante, Murcia o el campo de Cartagena se convirtieron en potentes motores comerciales de exportación de todo el Mediterráneo.
Estas cenizas de oro también fueron un recurso fundamental para las tierras salitrosas de Lillo y su comarca. Los importantes hornos de vidrio de Cadalso en Madrid y la preciada jabonería de Ocaña, durante los siglos XVI y XVII, se suministraron de cenizas de salicor o “salicón” manchego. En Lillo, en el Catastro de la Ensenada de 1752, se menciona la barrilla como cultivo en tierras que se riegan con agua de noria y que eran “reducidas a 160 fanegas cultivadas de barrilla un año y al otro se suelen sembrar de cebada…”. También detalla que se regula su siembra “en riego dos fanegas y medio por cargar la mano, y en secano, una.” En 1788, se anota en el cuestionario de Tomás López: “lo más del terreno es salitroso y lo que produce más en el día es de salicor, en cuya especie y cultivo trabajan demasiado sus vecinos.” Claro está, que la barrilla o salicor daban cenizas de oro también para Lillo.
Su cultivo se detalla en el Semanario de Artes y Agricultura de 1806 y se describe como productivo y útil por crecer “en los terrenos de secano y bastarles el rocío para prosperar con lozanía en una estación en que regularmente no llueve, y se halla la tierra como esteril y abrasada por los rayos ardientes del sol”. En Lillo se cultiva en los llamados saladares y se pueden regar con el agua salitrosa de pozos.
En 1855, en el Diccionario Geográfico de Madoz, se sigue mencionando el cultivo de salicor en Lillo. Sin embargo, es este ya el período de declive de su cultivo cuando las nuevas sustancias químicas terminaron con estas cenizas barrilleras. Ya en 1814, Mariano Lagasca anticipaba el final del proceso económico de las plantas barrilleras y la importancia del mismo en el pasado, aludiendo que aquella ceniza de sosa “ha producido a la España más millones que las minas del Potosí y de Guanajuato”. Hoy son cenizas de olvido su recuerdo y su cultivo.
Traspasando los campos de barrilla, ya en el corazón de las lagunas, aparece otro recurso natural que ha sido un fatídico escultor de nuestra historia. Una mezcla mineral que brota de la costra salina que bordea las lagunas y que ha sido alma y cuerpo de la guerra: la pólvora. Documentada en la Península desde el siglo XIV, su presencia y su influencia es omnipotente hasta el siglo XIX. Aunque durante el siglo XVI, España, a pesar de una creciente demanda, la importa de otros puntos de Europa, a lo largo de los siglos XVII y XVIII se arraiga y fomenta una fabricación interna de pólvora. Ello unido a las desgracias que trae la guerra.
El alma sangrienta de la pólvora es el salitre. La polvóra no es más que una mezcla pulverizada y homogénea compuesta por salitre, carbón y azufre. Pero sus proporciones, establecidas ya en 1592, determinan la importancia del salitre: 75 de salitre, 13 de carbón y 12 de azufre. Y qué mejor zona para este mineral que las comisuras de las lagunas manchegas. Y así una de las principales zonas de producción de pólvora y salitre fue el Priorato de San Juan donde se enclava Lillo. En la fabricación de pólvora destacaron la Real Fábrica de Tembleque y de Alcázar de San Juan. Sin embargo, fueron numerosas las salitreras que suministraban del alma de la pólvora y entre las que se mencionan Corral de Almaguer, Villafranca de los Caballeros y por supuesto, las soleadas y salitrosas lagunas del Altillo de Lillo.
En el Catastro de la Ensenada de Lillo, en 1756, se describen cuatro salitreras y sus correspondientes propietarios “una del vecino Pablo de Lara, otra de Teresa García viuda de Pedro Aparicio, otra de la viuda de Francisco Diaz de Burgos y la otra de María Magdalena de Frías, viuda de Juan Antonio de Ochoa”. En estas salitreras de Lillo, al contrario de Alcázar de San Juan, no se detallan el número de coladeras o calderas ni su producción.
El salitre, como si fuese una planta de perlas blanca, también se cultivaba. Eran tras las primeras lluvias de primavera cuando se extendían tierras de barro, llamadas tendidos, en suelos humedecidos y compactados. Se regaban con estiércol y agua madre y se dejaban al sol para que precipitasen las sales (2). Cuidadosamente, los maestros salitreros medían con el aerómetro la graduación y estado de la “lejía”, es decir agua con sales disueltas. Cuando había decantado y concentrado el salitre se producía su extracción de los tendidos mediante raeduras con rastrillo. A continuación, se producía la filtración de estas tierras concentradas de salitre en las artesas. Por último, se pasaba a su evaporación, primero en balsas y piletas al sol y luego cocida dicha “lejía” en calderas.
El producto resultante podría seguir dos caminos: el salitre sencillo que, tras comprobar su calidad, se pesaba y almacenaba, o el agua madre que, aún líquido, se empleaba para regar los tendidos. Otra opción era obtener salitre afinado. Así quedaba listo para la fabricación de la pólvora, la cual se realizaba en los no lejanos molinos de pólvora de Alameda de Cervera y Ruidera donde se pulverizaba, trituraba, graneaba, asoleaba, y, finalmente, empapelada (3) para la triste guerra.
Aunque se vuelve a mencionar la elaboración de salitre en el Diccionario Geográfico de Madoz en 1855, desafortunadamente, poco más se sabe sobre este tema. En 1876 se subastaron los inmuebles de la ya cerrada fábrica de Alcázar de San Juan por lo que con total seguridad también antes las salitreras de Lillo. El salitre y la pólvora del Priorato de San Juan, armas para las crueles guerras de nuestra tierra, habían llegado a su fin. El blanco salitre manchego había manchado sin saberlo de sangre nuestra historia. Hoy también son cenizas de olvido su recuerdo y su cultivo. Esta vez, afortunadamente.
La pólvora huele a azufre y sal. La barrilla a sosa y a cal. El salitre habla de guerra y la barrilla de sueños de cristal. Aunque Lillo había escrito su historia cercana a su tierra salitrosa, se ha perdido su tradición barrillera y salitrera. Una por desgracia, otra por fortuna. Poco a poco y vertiginosamente en las últimas décadas, la viña ha ido devorando la estepa primigenia de cereales, encinas y esparto. También los icónicos y amenazados albardinales, frontera natural de las lagunas.
Ya nadie puede con su voz relatar aquellos dos cultivos austeros pero preciados. Al mismo tiempo, enmudecen las llamadas del cortejo del sisón y las plumas pavoneantes de la avutarda. Ruedan, eso sí, los viejos salicones en los campos, los propietarios salitreros en los catastros y los nombres del Cerro de la Espartosa, Salobrar Redondo o la Laguna de la Albardiosa en los mapas de antaño. Parte de la historia de Lillo hoy son cenizas hechas de sosa y sal. Cenizas de un fuego que fue de todos y hoy de nadie.
(1)Es importante aclarar, que a priori, el salicor en principio hace referencia a la especie Salicornia herbacea. Pero en el caso del Salicor de la Mancha se trata de la especie Salsola soda. Así queda reflejado en el Semanario de Artes y Agricultura en 1806 al explicar XXXX que “la sosa (Salsola soda) es la planta que yo he visto cultivar exclusivamente en los pueblos de la Mancha y la que se conoce en aquella provincia con el nombre vulgar de Salicor que no es la planta llamada por Linneo Salicornia herbacea”. Esta especie (Salsola soda) es planta herbácea de marismas y saladares y gusta de suelos salinos y húmedos. Por ello las inmediaciones de las lagunas del Longar, el Altillo y la Albardiosa. Son plantas discretas y poco vistosas. Hojas carnosas y semicilíndricas; flores diminutas y poco llamativas. Se diferencia de Salsola kali porque ésta tiene las hojas rígidas y acabadas en una espina.
(2) La recolección se hacía en las madrugadas de primavera y siempre con buen tiempo. Una vez que las sales comenzaban a precipitar, ya se hablaba de “tendidos en sazón”. Como curiosidad cuando saliera vegetación en los tendidos, un niño se podría encargar de arrancar las hierbas a tirones o con cuchillo, a fin de no crear pequeños agujeros y que se acumulase el agua, alterando el proceso de obtención del salitre (Martínez Rueda, 1833).
(3) La pólvora en España se empapeló hasta el siglo XIX en cartuchos con un peso neto de ocho onzas (sin incluir el papel y la cuerda de tipo hilo bramante). Los cartuchos llevaban dos sellos, el sello real y, a partir de que la Compañía de Cárdenas se quedara con el asiento de la pólvora, su propio sello. El proceso de empapelo requería un lugar limpio y despejado, donde no malgastar la munición. Se trataba por tanto de otro habitáculo contiguo a los otros edificios del molino. En el caso de los molinos de pólvora de Alameda y Ruidera, al producirse pólvora roja y negra, el papel que contenía el cartucho tenía que ser de estraza.
BIBLIOGRAFÍA
- Álvarez, J. (1576). Relaciones histórico-geográfico-estadísticas de los pueblos de España hechas por iniciativa de Felipe II: Reino de Toledo. Universidad de Castilla la Mancha.
- Cuestionario de Tomás López. Biblioteca Digital Hispánica / Biblioteca Nacional.
- Girón-Pascual, R. (2018) Cenizas, cristal y jabón. El comercio de la barrilla y sus derivados entre
- España e Italia a finales del siglo XVI (1560-1610)
- Gómez Díaz, J. (1996). Lillo, mi pueblo, su gente. Madrid.
- Madoz, P. (1845-1850). Diccionario Geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar.
- Miñano y Bedoya, S. (1826-1829) Diccionario geográfico-estadístico de España y Portugal.
- Respuestas Generales del Catastro de la Ensenada. (1752). Portal de Archivos Españoles (PARES).
- Semanario de Agricultura y Artes : dirigido á los párrocos de órden superior (1799) Nº 105: Carta sobre el cultivo y provecho de la barrilla.
El proyecto “Lillo: en busca del agua entre cuencas”, financiado por el Ayuntamiento de Lillo y la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha a través de los fondos de la Unión Europea-Next Generation UE, tiene como objetivo principal la puesta en valor de todo este patrimonio cultural, oficios y conocimientos ecológicos tradicionales asociados al ciclo del agua en el municipio de Lillo.
Vestal es una consultoría que apuesta por el fomento del turismo cultural en el medio rural.
Vestal busca recuperar aquellos saberes ancestrales en riesgo de desaparición, así como poner este patrimonio etnográfico al servicio de la población de una manera atractiva, sirviendo de cimiento para el turismo cultural y la repoblación rural.