Boniches, un río para un mar de pinos

Boniches, un río para un mar de pinos

Boniches, agua y monte. Su alma es el río Cabriel y su cuerpo un inmenso pinar. Es el río el que, serpenteando y arañando, ha desgastado la piedra arenisca para diseñar un paisaje azul, rojo y verde. Azul de las cristalinas aguas que de fuentes y arroyos llenan la pureza transparente del río Cabriel; rojo de la ardiente arenisca que reina bravía todos los senderos y caminos; y verde del pino resinero que impregna la vista y el aroma a donde los pies quieran que vayan.

El río Cabriel es el principal afluente del Júcar y en sus más de doscientos kilómetros destaca por su estado y conservación. Sus aguas cristalinas son hogar de truchas, nutrias, garzas y numerosos insectos; mientras que su ribera es un frondoso pasillo de sauces, mimbreras, chopos, olmos y alisos. Se trata de un paseo fluvial de incalculable valor paisajístico y natural, rareza de estos tiempos donde reina la alteración y la contaminación.

Figura 1. Aguas del río Cabriel a su paso por el término de Boniches. Fuente: Autor

Pero ello no es casualidad. Resulta, que el alto curso del Cabriel, desde su nacimiento en los Montes Universales hasta Boniches, apenas ha atravesado contados pequeños términos, como Salvacañete, Alcalá de la Vega y Campillo Paravientos, donde no habitan más de 614 habitantes, en total, contando con los de Boniches. Y es que nos encontramos en una de las zonas más despobladas de nuestro país que provoca, que la falta humana, conserve un río intacto, montaraz e indemne de contaminación.

Pero el río Cabriel, hoy alejado del ruido y de la multitud, fue un elemento vertebrador de la Serranía de Cuenca y las tierras levantinas durante siglos. Sus aguas han servido como vía de transporte de la madera desde las primeras referencias históricas en el siglo IX, a través del geógrafo Al-Edrisi, hasta casi mitad del siglo XX. Tras los deshielos y con la fuerza de la corriente, los hábiles gancheros bajaban los troncos aguas abajo, hacia el Júcar y el Levante. La alta demanda maderera era, entre otras, para construcciones arquitectónicas y navales. Seguramente fueron los montes de Boniches, manantiales; y sus riberas, embarcaderos.

Figura 2. Río Cabriel a su paso por el término de Boniches. Fuente: Autor

El agua, además de transportar madera como una móvil carretera, servía de motor para impulsar diferentes molinos a lo largo del curso del río y, aunque rimbombante, ser motor socioeconómico del municipio de Boniches. El Molino de la Herrería, el más cercano al pueblo, que se utilizó como molino harinero, pero que por su nombre debió ser originariamente un martinete; el Molino de la Luz, inaugurado en 1915, y que producía electricidad a los hogares de Boniches; y, el Molino de los Llanos, antiguo molino harinero del que apenas quedan restos.

Pero si el Cabriel fue motor y transporte, principalmente era alimento. El ingenio se transformó en diferentes caces y presas que jugaban con el transcurso del agua y nutrían la vega. La ternura y voluminosidad del agua han generado unas ricas y fértiles huertas para el consumo local. Las Huertas del Tortejón, Los Llanos, el Pino Cacho o la Dehesa del Río se llenaban de verduras, hortalizas, alfalfa, patatas o cáñamo que sustentaron el devenir de otros tiempos. Estos frescos parajes son además sombreados por una gran cantidad de nogales. Cuentan, que cuando alguien dejaba un huerto por edad o por que se marchaba del pueblo, plantaba un nogal como símbolo de su recuerdo.

Figura 3. Tierras fértiles de la vega del río Cabriel. Fuente: Autor

El río Cabriel divide el término de Boniches, como un espadazo inextirpable, suministrando toda su riqueza natural y cultural. Sus aguas beben de las tantas fuentes y arroyos que, dispersos, se unen en el Cabriel. La Fuente del Trillero, del Cura, de la Canaleja, del Nacimiento, o la del Sastre, mueren entregando las aguas que nacen del vientre de la tierra. Destacan por su solera popular, la Fuente del Estrecho, enarbolada por sus misteriosos poderes curativos, y la Fuente de los Peces, de la que cuentan que brotaban borbotones de peces despellejados. 

Pero si el río atraviesa el término, sólo ocupa una pequeña parte de él. El resto, más de las tres cuartas partes, es una densa masa forestal que juega con el rojo de la piedra arenisca y el verde del pino. Este puntiagudo mar, que abraza y juega con lo que el río le propone, hace del relieve y del paisaje uno de sus verdaderos atractivos. Las Cabezas, la Sima del Cerro de Cabeza de la Fuente o el Pino de las Cuatro Garras son elementos naturales que acobijan la misteriosa belleza del tiempo. Fueron a lo largo y ancho de estos rincones donde se desarrolló la ganadería de Boniches. Como ejemplo, en 1958, coincidiendo con el momento de mayor presión demográfica, se contaron unas 1.800 cabezas de ganado ovino, y más de 1.000 hectáreas destinadas al pastoreo. La mayoría de familias, entonces, contaban con su ganado, el cual se recogía en las incontables barracas, distribuidas a lo largo y ancho del monte. Hoy, las ruinas esqueléticas de estos pétreos corrales, testigos del demoledor paso del tiempo, son los únicos restos de una ganadería mermada y casi desaparecida. También cruzan el término ancestrales vías pecuarias: dos cordeles (del Atajo y de la Cabeza del Cerval) y cuatro veredas (del Espinillo, del Cementerio, de la Cofradía o de las Cabezuelas).

Figura 4. Barraca ganadera. Fuente: Autor

Pero este monte tiene un protagonista indiscutible: el pino rodeno o resinero. Esta conífera, alma de estos montes, no sólo era necesaria para el trabajo de hacheros y carboneros, quienes extraían la materia prima para cocinar, cocer y sobrevivir a los severos inviernos, sino que ofrecía un nuevo recurso más: la resina.

Al entrar la primavera, se pelaban los pinos y se les colocaba una grapa para que comenzara a sangrar el pino. Esta “sangre” resinosa se recogía en un pote. El aumento de las temperaturas, incrementaba el sangrado. Pero era necesario ir labrando o “picando” la corteza periódicamente para evitar que se cerrara. Cada resinero podía ser responsable de la labranza de hasta 5.000 pinos. Tras ello, era el momento de remasar que consistía en vaciar y rebañar con una espátula los potes y rellenando las latas que portaban. Una vez llenas, las vertían en los barriles depositados en los cargaderos y se transportaban hasta las fábricas, primero de Teruel y luego a El Cañizar, en Pajaroncillo. Esta potencia resinera se debe a la riqueza forestal del término, que contaba con 5 zonas de resinación (Cueva de la Vieja, Peña del Cuervo, Dehesa Pumareda, Montesblancos y La Rehuerta), que sumaban más de 150.000 pinos.

Figura 5. Montes de pinares en Boniches, con las Cabezas al fondo. Fuente: Autor

Y en las entrañas de estos montaraces valles, aprovechando los abrigos y el constante rumor del agua, se alzaron las primeras poblaciones humanas. Estos pobladores prehistóricos quedan plasmados perennemente en el paraje de Cabeza de la Fuente y más notoriamente en las pinturas rupestres de Selva Pascuala, en el vecino término de Villar del Humo.

Pero tuvo que rodar la rueda del tiempo para que finalmente apareciera el asentamiento que hoy queda: el pueblo de Boniches. Aunque, con firmeza, su pasado debe ser más longevo, pues Madoz, en el siglo XIX, menciona su castillo como el Castillo de los Moros, su primera referencia escrita es de 1263, con la construcción de la Iglesia de la Asunción. Ya entonces, las calles y sus casas, refugiadas por el cerro del Castillo del viento del norte, adquirirían la estructura enmarañada, sobre la misma ladera, que cae hasta la plaza y la iglesia. A finales del siglo XV, Boniches pasó a formar parte del Señorío de Moya, siendo parte del mismo hasta su disolución en el siglo XIX. El castillo fue destruido y sus laderas fueron aprovechadas para la construcción de pajares que, como un pequeño poblado, dibujan hoy la estampa de la colina.

Figura 6. Castillo o “La Picota” de Boniches, restos de una fortaleza medieval. Fuente: Autor

Su población, siempre escasa y alrededor de los 300 vecinos, sufrió un repunte demográfico en los años 50 del siglo XX, donde alcanzó los 500 habitantes. Desde entonces, el rumor de las aguas del río Cabriel ha sido más sonoro ya que el pueblo se ha ido silenciando. En el 2023, son 140 personas censadas. El monte y sus pinares han quedado dueños de estos parajes. Los pinos ya no sangran y la resina ha quedado como un duro ámbar. Los pajares, hoy abandonados, parecen hacer un juego visual entre aquel poderío defensivo de una vieja nobleza, y la pobre humildad de un reciente campesinado.  Las fuentes, cada vez menos fructíferas, van siendo devoradas por la maleza. Los parajes, sus nombres olvidados; las casas, vaciando. El agua y el monte han quedado como imágenes y voces relícticas de unas generaciones que se pierden entre el caudal y los senderos. Hoy, la vega está llena de nogales.

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