29 de octubre de 2024. Furiosas aguas generan un desastre en muchas localidades de Valencia, con terribles consecuencias humanas y materiales. Meses más tarde, el Gobierno de la Comunidad Valenciana continúa con diversos cambios legislativos que sepultan el Plan de Acción Territorial de la Infraestructura Verde del Litoral (Pativel), facilitando la construcción en terrenos con riesgo de inundación. Entre medias, desconsuelo, desesperación y, para los ingenuos, una sutil llama de esperanza pensando que una tragedia de este calibre nos haría mejores, nos haría reflexionar sobre nuestras acciones. Una sensación parecida a la que se vivió hace cuatro años al salir de la pandemia. La desilusión, en este caso, tardó menos tiempo en aparecer.
Porque esos cambios legislativos llevan fraguándose, en el anonimato informativo que ofrece los episodios en el que “todo va bien”, desde hace varios meses. Hablar sobre aburridas leyes que realmente sí influyen en nuestras vidas no producen los suficientes clics. Hablar sobre acciones amarillistas de familiares de nuestros dirigentes sí, claro está.
Resumiendo, el mencionado Pativel prohibía construir en unas 7.500 hectáreas en las inmediaciones costeras, más de un tercio de ellas en zonas declaradas como inundables (según el Plan de Acción Territorial de carácter sectorial sobre prevención del Riesgo de Inundación en la Comunitat Valenciana–Patricova), y la mitad de estas estando en terrenos calificados hasta ese momento como urbanizables. El gobierno valenciano actual ya ha decretado ampliar la construcción de 500 a 200 m desde la costa. Además, se está modificando la Ley de Costas y simplificando los trámites de la ley urbanística regional, facilitando la construcción en estas zonas con riesgo de inundación. Un Mazón que hace apenas seis meses criticaba la ley de costas actual y la tildaba, prácticamente, “como un atentado contra los propietarios”.

Entonces, producida una tragedia de este calibre, cabe pararnos, aunque sea por unos minutos, a reflexionar. Porque debemos discernir cuáles fueron las causas para realizar las acciones necesarias, tanto en el corto como en el medio y largo plazo.
¿Por qué se produce una dana de este calibre?
No es mi deseo profundizar en este punto, pues existen ya infinidad de informes e investigaciones que remarcan las razones que nos han llevado hasta la situación actual.
Dos son las básicas que nos conducen hasta aquí. La primera, amargamente deslocalizada; la segunda, estrictamente localista.
Porque sí, claro es, y así lo afirman los distintos informes del IPCC (y esta sí es una fuente fiable, no el Twitter), “desde la publicación del IE5 [Quinto informe del IPCC], hay más evidencia de que los fenómenos extremos – como olas de calor, precipitaciones intensas, sequías y ciclones tropicales – están cambiando, y que esa evolución se debe a la influencia humana”. Es decir, el cambio climático influye en la proliferación de eventos extremos. Este primer factor tiene la trágica característica de estar deslocalizado por todo el globo. Por tanto, contaminar aquí puede repercutir en terribles consecuencias a miles de kilómetros. Nos queda la solución de mitigar nuestras emisiones, si bien es cierto que esto requiere de un esfuerzo global. Como cabe mucho que esperar de las otras naciones, debemos comenzar, desde ya, las estrategia de adaptación al cambio climático, pues eso sí depende de nosotros y nosotras. De nuestras instituciones, pero, sobre todo, de la presión que ejerza la sociedad sobre ellas.
Y con ello llegamos a la segunda causa que ha producido la situación actual en la comunidad valenciana. La urbanización descontrolada en zonas ya sabidas como inundables, producida por un sistema donde la ambición y la inmediatez son la norma. Un modelo social que nos aleja de nuestra realidad ambiental. Un sistema que, como el agua el pasado 29 de octubre, sólo sabe crecer.
Recientemente tuve la oportunidad de entrevistar a una mujer, de 87 años, que residía en Gestalgar, un municipio de la serranía valenciana. Charlando con ella sobre las consecuencias de la dana, le preguntamos sobre la riada que ella también había vivido allá por el año 1957. Sobre las diferencias que ella había sentido. Su respuesta fue clara: “el agua llegó al mismo nivel que la de este año. La diferencia es que entonces sólo inundó las huertas junto al río, no las casas de la gente”. Destrozó la cosecha, sí, pero no sentenció tantas vidas como esta última. ¿Cómo es posible que ahora, con más medios y estudios, con mejores materiales, tengamos peores consecuencias? La respuesta es clara: el abandono de la relación del ser humano con su entorno natural; una presión demográfica en torno a ciertos polos urbanos; y la codicia y falta de escrúpulos de constructores y concejales, han permitido la urbanización de ciertos espacios, como barrancos y vegas, fenómeno hasta hace pocas décadas impensable hasta para el más “ignorante”.

Entonces, ¿qué podemos hacer?
Ante lo ocurrido, y estableciendo las bases del porqué, tenemos que erigir las columnas sobre las que sustentar nuestro futuro. Si sabemos que estos episodios se seguirán produciendo, quizás con mayor virulencia, y que no podemos asegurarnos de que el resto de países mitiguen los Gases de Efecto Invernadero (GEI) como es debido, sólo nos queda una solución: adaptarnos a este nuevo clima.
Antes de comenzar a dar palos de ciego, es necesario establecer una estrategia de acción a medio y largo plazo. Para ello, hay que abrir grandes melones. Y sí, estoy hablando del sacrosanto sistema económico y social, que ignora las consecuencias ambientales y nos aboga a consumir, poseer y acumular como requisito necesario para evitar las crisis que nos conducirán al desastre y la pobreza. Un sistema frágil que ignora el devenir de la propia naturaleza. Un sistema que devora recursos por encima de los que el planeta es capaz de regenerar. Todos entendemos que si estamos usando el móvil con cientos de aplicaciones, por mucho que lo estemos cargando, terminamos por consumir su batería. Lo mismo pasa con el planeta.
Pues bien, cuando conocemos al precipicio que nos conduce esta carretera, lo más inteligente es coger el primer desvío. Debemos repensar un nuevo modelo social no productivista. Quizás debamos decrecer para evitar así más crecidas.
No se debe abordar el decrecimiento como la panacea, la solución a los problemas, pues en esencia no es más que un gran marco o paradigma donde deberíamos discernir las soluciones concretas, como remarca el economista Serge Latouche.
Se trata de una filosofía que acepta la idea de que la velocidad de desarrollo actual de la humanidad es simplemente incompatible con los límites de regeneración del planeta. No pretende que volvamos a las cavernas. Quizás, se trate simplemente de medidas como las expuestas en el Real Decreto-ley 14/2022, limitando el aire acondicionado a 27 ºC y la calefacción a 19 ºC. O de lógicas de urbanismo como la marcada en el mencionado Pativel.
Porque, como resaltaba Jorge Riechmann, “una cultura ecológica no puede ser sino una cultura de los ritmos pausados, los tiempos lentos”. Una cultura que nos permita reflexionar, escuchar a la ciencia y actuar en consecuencia. Una sociedad donde la actitud crítica, científica, sea la norma, como pregonaba el filósofo Karl Popper. Una comunidad donde las ambiciones personales sean relegadas en pro del bien común. Es una nueva visión hacia el desarrollo de una economía desde lo local. Porque decrecimiento es que pegues la suela de los zapatos antes de tirarlos, que vayas con sudadera en tu casa en invierno o que cierres el agua del grifo mientras te lavas los dientes.
Pero en lo social también es que construyamos sólo lo que necesitemos, que nos deslocalicemos o que promulguemos un sistema de consumo (de energía, agua y otros) que permita la regeneración natural de estos recursos. Y todo ello, siempre, mediante la concienciación y el cambio que se ejerce desde la presión social, desde la protesta.
Una casa no es una hucha
La solución remarcada tiene un amplio recorrido hasta llegar a buen puerto. Sobre todo, por el hecho de la necesaria concienciación social que conlleva un cambio cultural de tal calibre. En concreto, en lo referente al problema que nos ocupa, el urbanismo descontrolado que fuerza peligrosas crecidas, cabría añadir uno más, mucho más nacional. La idea de que un piso es un modo de ahorro, porque su valor nunca deja de subir (pronto olvidamos lo que ocurrió en el año 2008). De ese modo, la clase media se ve atraída por la idea del ladrillo salvaje, de la no restricción de precios por parte del Estado, así como se resiste a una mayor oferta de vivienda pública y social que regule el mercado, y que puede desarrollarse desde un concepto decrecentista, donde la reforma de las viviendas ya existentes sea la norma. Un melón más que es necesario abrir para abordar la verdadera problemática que nos ha conducido a la actual situación.
Un breve resumen
Al final, todo se resume fácilmente. Érase una vez una sociedad que empezó a crecer y crecer, a construir y construir. Tanto fue así que se consideró necesario hacerlo en lugares hasta los que hace pocos años era impensable construir, en vegas y barrancos. Unos pocos advirtieron el peligro, pero los codiciosos que gobernaban los ignoraron y ridiculizaron. Con el tiempo, el desastre llegó, y la tragedia de los agoreros se confirmó. Al principio, una sociedad impactada creyó en un cambio a mejor. Pero al final, los de siempre, en este caso los dirigentes de la Comunidad Valenciana, siguieron pensando que lo mejor era seguir forzando el error. Para ello, seguirán derogando restricciones para la construcción en terrenos inundables.
Y, para terminar, al pastel. Si bien es cierto que la actitud del presidente Mazón el día de la dana, con la opacidad de los actos que llevó a cabo en el famoso Ventorro, es criticable, más lo es sin duda las actuaciones de su gobierno antes y después de la tragedia, repitiendo los mismos errores que han costado vidas a favor de la codicia de unos pocos. Centrémonos en los actos que realmente juegan con nuestras vidas, aunque sean más aburridos.
Si con atarnos a los derechos humanos y a la ciencia, ya tenemos medio camino marcado.