Decía Séneca que “la naturaleza nos ha dado las semillas del conocimiento, no el conocimiento mismo”. Es decir, que la única manera de obtención de conocimiento ha sido a través de la observación de los patrones naturales que nos rodean, la base de la ciencia moderna.
Pero no sólo es la base del método científico moderno, también es aplicable a la suma de saberes acumulados a lo largo del tiempo por nuestros abuelos y abuelas. No en vano, cuando hablamos de saber tradicional nos referimos al “conocimiento, innovaciones y prácticas de las comunidades locales, desarrollado a partir de la experiencia adquirida a lo largo de los siglos y adaptado a la cultura local y el medioambiente” (Convención sobre Diversidad Biológica). Es un conocimiento holístico, transmitido oralmente de generación en generación, del que somos herederos. Por esta razón constituye nuestra responsabilidad mantenerlo, ya que con cada persona mayor que desaparece se pierde toda la sabiduría que atesora.
La naturaleza de estos conocimientos es muy diversa (valores, dichos, modelos de organización social, tecnología, habilidades agrícolas, etc.), pero todos ellos tienen algo en común: han sido diseñados a través del descubrimiento de patrones en el entorno, y han sido usados en el propio beneficio de nuestra especie.
Sin embargo, la Modernidad y la Revolución Industrial, a pesar de dejarnos grandes legados, hicieron que, en algunas ocasiones, nos olvidáramos de aquello que ya sabíamos, llegando a despreciarlo. Además, la mecanización en la agricultura y la ganadería junto al éxodo rural en los años 60 provocó un mayor distanciamiento con la naturaleza. Pero es hoy, nuestra generación, la que necesita reaccionar.
Estos drásticos cambios en nuestro modelo de vida preservado durante siglos están creando un mundo insostenible. Nos enfrentamos a un reto sin igual, el cambio climático, de escala global e impacto local. Por lo que más allá de luchar por reducir las emisiones de los grandes contaminantes, debemos desarrollar los mecanismos necesarios para poder adaptarnos a este cambio.
Y es que estas prácticas tradicionales, aunque no enfocadas específicamente al cambio climático, han sido desarrolladas para enfrentar desafíos ambientales en general, por lo que suponen una fuente de información esencial para la adaptación al cambio climático. Debemos rescatar lo conocido antes de la ruptura del equilibrio ecológico entre el hombre y la naturaleza.
Hay numerosos casos de este conocimiento ancestral aplicado a lo largo de nuestra provincia, desde tecnologías de captación y manejo de agua, hasta aplicaciones de diversas especies autóctonas en diferentes usos (medicinal, veterinario, construcción, etc.). Volver a estos usos nos hará menos dependientes del exterior, y por tanto, nos aportará mayor capacidad de adaptación ante posibles cambios repentinos que pudieran producirse.
Un ejemplo importante es el uso de la crujía (Digitalis obscura), una planta con grandes propiedades farmacológicas, sobre todo para aplicaciones veterinarias. A pesar de su toxicidad (de la que ya se tenía constancia, por lo que nunca se consumía directamente), hay constancia de que en la Serranía de Cuenca se utilizaba para hacer friegas para mejorar la circulación o curar las llagas de los animales. También como infusión para que estos expulsaran las lombrices, como solía hacerse en Huélamo. La crujía estaba tan extendida que en muchos pueblos de la serranía era habitual un juego entre niños que consistía en crujir las flores con la palma de la mano. Sin embargo, estos usos, tan comunes en otro tiempo, están cayendo en el olvido, pues la falta de relevo generacional de nuestros pastores impide que este conocimiento se transmita.
Otro ejemplo de gran interés es el romero (Rosmarinus officinalis). Conocido es su uso actual como elemento ornamental o como condimento. Pero menos conocidas son otras facetas de esta especie que están cayendo en desuso. En la Serranía de Cuenca, era habitual utilizar esta planta como remedio para la depresión y el estrés, al igual que en otros territorios de la península. Del mismo modo, era muy habitual su uso como repelente de mosquitos y abejas.
Estos son sólo unos ejemplos entre otros muchos. Lo claro es la necesidad de mirar a nuestros pueblos y mayores y preguntarles, atesorar esa valiosa información, pues aplicarla (apoyándonos en las facilidades que nos brindan las nuevas tecnologías) puede ser nuestro aporte para construir un planeta más sostenible, un territorio más resiliente. Nuestra provincia tiene un gran patrimonio cultural, es rica en estos saberes, por lo que es nuestro deber recuperarlos y adaptarlos a los nuevos tiempos.
Cada vez cobran más importancia conceptos como la permacultura, donde se persigue unir la sabiduría contenida en las prácticas y procesos tradicionales con los nuevos conocimientos obtenidos a través de la ciencia. Debe imponerse un enfoque en el diseño de nuestras prácticas y acciones. Un diseño elaborado a través de la observación y el uso adecuado de los conocimientos y recursos. Debemos hacer que prime la cooperación y el intercambio de información sobre la competencia que prioriza el beneficio individual frente al desarrollo colectivo.
Y si quedaba alguna duda sobre lo que trato de exponer en estas líneas, siempre queda recurrir a lo declarado por nuestra amada UNESCO, que otorgó a Cuenca el título de Patrimonio de la Humanidad: “Todas las formas de conocimiento son recursos extremamente importantes para enfrentar desafíos globales tan difíciles como [la adaptación] al cambio climático”. Dixit.