El tiempo también muere. Encarnado en miles de millones de instantes, agoniza incesantemente. Así hace cada tarde con el sol en el horizonte; con la mirada desconocida que se cruza en las aceras; con el olor a café en la cocina y con el arrullo de la paloma en el campanario. También con la entregada caricia o con aquel beso adolescente que se cree eterno. Son instantes efímeros que mueren ininterrumpidamente bajo la indiferencia.
El tiempo cuando se camufla entre las vestimentas de los procesos, aunque parece alargarse y dilatarse, también muere. Así ocurre con la torpe e infantil oruga al doblar sus alas de mariposa por última vez en la frescura del prado. También con el girar de la rueda del día y la noche. ¡Y qué hacer si el invierno no es más que un desagradable saludo de la primavera! No hay piedad con sus calendarios y estaciones, tampoco con la belleza de la vida. ¿Quién sabe con el universo? Son procesos complejos que mueren ininterrumpidamente también bajo la indiferencia.
Hoy, como tantos otros anteriores, son tiempos que se acaban. La inercia socioeconómica que ha perdurado durante siglos y siglos se ha visto “hiperacelerada” por el mercado libre. El capitalismo ha prendido la llama a la sosegada marcha de la naturaleza y la ha pulverizado en cenizas. Su lucha vertiginosa por un poder cada vez más infinito en un planeta de recursos finitos ha puesto la cabeza de la humanidad bajo la guillotina del tiempo. El ejemplo de la exterminación del pueblo palestino por el Estado de Israel es un ejemplo atroz de lo que es capaz el tiempo venidero. Pero lo peor quizás sea la quietud e indiferencia del resto del mundo. La vida de este mundo desarrollado y atropellado que se esfuma en trenes, oficinas, habitaciones y blancas salas de hospital, y se “sana” evadida en pantallas. Pantallas que ofrecen la realidad que queremos ver y no aquella que enseña las estaciones y la naturaleza. Pantallas que alejan los valores de la generosidad, curiosidad y solidaridad enclaustrándolos en “me gustas” y “compartir publicación”. El día a día transcurre en un vacío pasajero, en un tiempo que canta dolidos réquiems a la tierra.
Pero, como fue, es y será, todo instante y proceso vuelve a empezar de algún modo. Porque, a fin de cuentas, ¿existe la muerte? ¿o no es más que esa parte esencial de la vida sin la cual no tiene sentido? Así que toca, y nos toca, volver a hablar con la tierra y con sus estaciones. También con las nubes, ríos, colinas y montañas, pájaros, hojas y frutos, llanuras alargadas. Toca ser fénix de arena y agua entre las cenizas de asfalto que deja la globalización capitalista. Porque son tiempos de seguir los versos de Quevedo al decir que “Al asiento del alma suba el oro, no al sepulcro del oro baje el alma”. Sobrevivir con menos, para vivir con más. Todo este es un discurso repetido y repetido en las últimas décadas pero que ahora se vuelve casi inminente. Pues, ¿quién nos hablará de esta tierra cuando ya nadie la conozca? Sus guardianes, gentes humildes y campesinas de los pueblos, se marchan en silencio y olvido. Nos quedamos solos pero eso sí, con ganas.
PD: Es por ello que, de algún modo y porque el tiempo muere, nos toca volver a empezar.
Espacio de encuentro entre miradas donde repensar el futuro de nuestras tierras y territorios.
Un ecosistema innovador de encuentro y pensamiento para un tiempo que requiere propuestas y colaboración.