¿Por qué Los Ojos del Júcar?

¿Por qué Los Ojos del Júcar?

Ver, mirar, vislumbrar, observar… Es tan extraordinario el juego entre la vista y la luz que ni siquiera somos conscientes de su hazaña evolutiva. La inmensidad se cuela por nuestra pupila y, a través de un mágico proceso electroquímico, se convierte en colores, formas, límites, y profundidades que nuestro cerebro interpreta, lógica y detalladamente. El entorno es reconocido y se convierte en realidad. 

Pero los sentidos, como la vista, son limitados y de algún modo, ilusorios. El espacio esconde, como un tesoro inexpugnable, demasiados secretos. Uno, entre tantos, es el tiempo. Ese misterio que envuelve todo lo que nos rodea y que nos empeñamos en contabilizar. Todo, absolutamente todo, lo que se posa a nuestro alrededor tiene una fecha de inicio y una fecha de caducidad. La atrevida imaginación, aún así, pretende romper ese límite temporal; pero después de los después, el misterioso misterio, permanece. 

Por ello, si hay algo que se empeña, en el ser humano, en querer desentrañar estas acuosas entrañas del tiempo, son los ojos. Los espejos, las estaciones, los reflejos, la vejez, las sombras, las ausencias… todas ellas se ratifican mediante la luz que entra por las pupilas. El transcurrir del tiempo socava la mirada mientras los pétalos de la vida se tornan descoloridos. Y nunca sería esta sensación visual completamente plena si no fuera porque también somos vistos. En la comunicación, en este caso visual, importa igual el emisor que el receptor.

Y así ocurre también con el paisaje. Entrevén los montes y sus árboles; contemplan los prados y las vegas; columbran la luna y las estrellas; y otean, las peñas y sus piedras. Y si hay un elemento natural que ojea de una forma curiosa y singular, ese son los ríos y sus imperecederas transitorias aguas, pues sus ojos se limpian y renuevan constantemente, para no dejar nunca de ver. Se reinventan, a cada instante, para volver a ser lo mismo. Son ellos, los que han contemplado los inexorables cambios del misterioso tiempo. Marcando su huella en las rocas y arenas, ya estaban cuando el mundo no sabía que se llamaba “mundo”. Examinó cómo los primeros pobladores se fueron aprovechando de la protección de los abrigos y de la generosidad de las vegas. Y se asombró cuando comenzaron a construir en los cielos, las casas. Y lloró al ver como los hermanos se mataban. Y, bajo soles y lunas, fue observando el devenir de distintos dioses, razas, oficios, lenguas…

En sus coloridos y ribereños iris se han levantado los pueblos y ciudades; se han molido la harina de los panes; abatanado los paños y las telas; e incluso se han impuesto las antinaturales fronteras. Sobre su somera y delicada córnea se ha transportado la serrana madera y, zambullidos en la profundidad de su retina, se ha lavado la lana, el lino, el mimbre, y los tantos trajes y harapos que han vestido la historia. En su cristalina imagen reposa todo el pasado y presente del ser humano. 

Y el Júcar, como tantos otros ríos, ha sido testigo óptico de la vida y de la memoria de la ciudad de Cuenca. Sólo sus verdes acuosos atesoran qué hubo antes del establecido origen árabe. Luego contempló aquel inexpugnable castillo y la albufera; la llegada de las cruces de Alfonso, templarios y santiaguistas; la expansión de la ciudad, ladera abajo, por las alturas; la construcción de las tantas iglesias; las batallas castellanas, francesas y carlistas; el tren y el automóvil… Pero lo que observaba, día a día, era el ir y venir de lavanderas, labradores, campesinos, molineros, hortelanos, pastores y sobre sus ojos, sus confesores, los gancheros.   Es él, junto al Huécar, el único que se ha atrevido a mirar a los ojos y luchar, o jugar, con la caliza piedra. El que ha bordado el tapiz de nuestra joven ciudad, desde un inicio que no existe en los calendarios hasta que, todo aquello que hemos construido, sea río de olvido. Es el verdadero protagonista de nuestro escenario. Obviarlo, es un error; salvaguardarlo, es una obligación.

Los Ojos del Júcar ha querido empaparse con la mirada de sus gentes e iniciativas para vislumbrar la realidad; comunicar, a través de sus verdes pupilas, el cordón umbilical que une el pasado con el presente de nuestra tierra; y sobre todo reflexionar con la chispa de luz que brota de su reflejo y su brillo, el futuro común que nos depara. Pero esta vez el Júcar y sus ojos han llegado al Mediterráneo. “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar…” y Los Ojos han aprendido a mirar de otra forma. 

Volveremos a vernos.

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