Y después de la sequía, llegó el agua. Para arrasarlo todo.
El agua no es ahora fuente de vida sino un torrente que nos hace sentir ahogados al ver las imágenes que se suceden en la televisión: en Paiporta, Xirivella, l’Alcúdia, Letur, Mira… territorios arrasados, vidas sumergidas… Y ahora, ¿cómo salimos a flote?
“No llueve: es un sangrar lento y largo”.
Con este verso (premonitorio) la poetisa Grabiela Mistral, premio novel de literatura, nos da la clave para entender el porqué de los impactos que este fenómeno ha generado en nuestras cotidianidades. La culpa no solo es del agua, sino de las heridas que ya llevan tiempo abiertas en nuestra sociedad. Esta tragedia no es consecuencia exclusiva de la acción de la naturaleza, sino que ponen de relieve nuestra capacidad de resistencia y la resiliencia.
Una sociedad agrietada y erosionada (como el suelo) reduce exponencialmente su “capacidad de absorción” es decir, las habilidades para canalizar y encauzar lo sucedido. De esta forma, se hace más difícil reconstruir los cimientos, los pilares físicos y emocionales que un desastre de estas características derrumba. Un proceso complejo que se agrava para los colectivos que ya eran víctimas de las violencias estructurales de un sistema basado en la lógica de la acumulación que se olvida de las vidas y los cuidados. De nuevo, una situación extrema que dignifica el trabajo de los servicios públicos (sanidad, bomberos…) que salvaguardan el bienestar social. De nuevo, la solidaridad y el espíritu de lucha colectivo supliendo las carencias del sistema. De nuevo, un toque de atención que, como una gran ruleta rusa, se cobra vidas.
Buscar responsabilidades políticas en esta situación es una tarea ineludible, incluso de memoria hacia las víctimas. Sin embargo, ¿están únicamente los responsables dentro de las esferas políticas? ¿O deberíamos mirar también hacia otros estamentos dominantes de nuestra estructura socioeconómica? ¿Hacia aquellos que gestionan nuestros tiempos? ¿Hacia aquellos que deciden cuándo dejamos de ser una máquina para convertirnos en una vida digna de ser protegida y cuidada? ¿Hacia aquellos que tergiversan los datos y ocultan información en busca de rédito social o el ansia de vuelta a una “normalidad” que les permita seguir acumulando beneficio?
Frente a la complejidad y a la incertidumbre que provocan las respuestas a estas preguntas, la política de gestión de los desastres debe ser abordada con perspectiva preventiva, desarrollando planes, programas y proyectos que presten atención a las vulnerabilidades de nuestro sistema social y permitan abordar de manera situada y específica las prioridades de las poblaciones expuestas a la amenaza. Las políticas “asesinas” que se basen en el reemplazo, en colocar las mismas estructuras en el mismo lugar, volverán a reproducir los patrones socioeconómicos que han provocado esta caótica (y mortal) situación.
Lo que se lleva el agua son las lágrimas de las familias que lloran a sus muertos. Lo que se lleva el agua son los perfumes de quienes acuden en traje y corbata para mostrar su preocupación ante las cámaras. Lo que se lleva el agua es el barro en las manos de profesionales y personas voluntarias que trabajan codo a codo con las víctimas.
Lo que no puede apagar el agua es el fuego, la rabia provocada por este escenario apocalíptico. Una rabia que permita construir, desde la esperanza, futuros radicalmente distintos.