Huevos en flor

Huevos en flor

   Pocas cosas se ofrecen al paseante de la ribera del Júcar capaces de distraer su atención, subyugada por el color único de sus aguas. Sin embargo, pasado el puente de San Antón, en dirección al Recreo Peral, muy cerquita de la Virgen de la Luz, algo distrae haciendo girar la cabeza hasta dar la espalda al rio. Es la casa de las plantas donde florecen huevos en lugar de flores.

Fuente: autora

   Imposible no pararse a mirar esa ventana que enmarca la maceta singular, blasón de esa casa común a la estética de la zona. Imposible no pararse en seco y quedarse suspenso ante el prodigio de hacer florecer una planta al margen de las leyes naturales. Porque es única y solo ha podido salir de la mano del hombre. Mientras la contemplación permanece hipnótica, el pensamiento trata de buscar explicaciones.

   A primera vista parecería que un excéntrico es el autor de esa maceta reventona de cáscaras blancas ovaladas, al más puro estilo daliniano. Puede ser la pieza de un artista, seguidor quizás de Bruno Munari, para quien “un huevo es la forma perfecta, aunque esté hecha con el culo”.

   Pero esa obra no es ni más ni menos que la minuciosa tarea que dejó Vitoriana Gallarte hace años como legado universal. Una paciente labor cotidiana con la que esta mujer, que habitó el barrio de San Antón hasta su fallecimiento hace una década, afrontaba metódicamente para vencer la soledad a la que le sometió su ceguera, llegada a los 28 años por enfermedad degenerativa. Con el fin de mantenerse autónoma en la cocina ideó la ruptura controlada de las cáscaras para que la abertura de unos dos centímetros permitiera al contenido del huevo dar en la diana de la sartén al hacer tortillas. La obligación de romper esa dureza con la precisión de un cirujano convertiría su ritual cotidiano en un fin en sí mismo, una liturgia que la situaba en el mundo.

    Porque ya no se trataba de reciclar cascarones o de proteger brotes verdes de la inclemencia, como pueda pensarse a un primer golpe de vista, su acción iba más allá: hacía tangible su introspección, estableciendo una conexión táctil entre su mundo interior y el cosmos. Es la teoría que expone su nieto Jesús Guijarro, heredero universal de esa pericia que ahora él y su familia reproducen: “Ella no veía la planta sino que la interpretaba. Empieza a interpretar el mundo con el tacto de forma que al palpar el huevo lo asocia a las hojas, haciendo convivir dos formas aparentemente inconexas”.                      Transmite Jesús todas estas sensaciones porque haber tenido una abuela ciega le ha llevado a experimentar el mundo con los ojos cerrados y ponerse en su lugar.

   Es así como la obra de Vitoriana responde a un juego de introspección que la llevaba de lo particular a lo universal con el único fin de enriquecerse a sí misma sin pensar en el efecto que sus plantas causarían en los otros. “Unos huevos que van más allá del objeto, que cuentan historias y nos están regalando futuro” cuenta Jesús. Venía a ser como un juego interno que ella hacía sin sentido alguno y la enriquecía. “Un chiste inteligente”, resume el nieto, “con su carga de humor y de ironía”. Su temprana viudedad, los hijos y la ceguera hicieron de ella una mujer estoica, como dan fe las horas pasadas en solitario y en completo silencio, sentada en una silla, sin radio ni televisión ni más vinculación con el exterior que la que le llegaba a través de la familia o el vecindario.

   Una de las tantas mujeres-coraje que bregó además con la invidencia y decidió ocupar su soledad almacenando oquedades blancas. Porque eso sí, los huevos habrían de ser blancos y no morenos. Quizás su memoria visual recordaba que el blanco destaca más con el verde.

   A fuerza de palpar esas plantas carnosas, de la familia de las suculentas,  llegó a descubrir que eran dúctiles y podían plegarse hacia el tronco como un paraguas, por tanto tenían la capacidad de albergarse en esos cascarones que jamás entorpecían su crecimiento. Toda una sabiduría puesta al servicio de una causa personal, que ya ha creado tendencia en otros sitios de Cuenca.

Fuente: autora

   Cuando Vitoriana enviudó, sorprendida por el infortunio se deshizo de varias cosas, entre ellas las plantas que le servían de con-tacto con el exterior. Pero el azar quiso que, años después, su nieto diera con aquellos brotes que, arrojados a la orilla del rio, habían decidido seguir creciendo. Y, conminada a continuar su labor interrumpida, comenzó de nuevo a establecer ese relación con el mundo, tiempo atrás interrumpida. De nuevo las plantas comenzaron a eclosionar huevos floridos para disfrute general. Otra vez a tiro de objetivo. Porque son muchos quienes ahora fotografían estas plantas, como en un tiempo lo hicieron aquellos turistas -sobre todo japoneses- que recuerda Jesús haber visto detenerse en su camino a la Sierra para sacar fotografías a la “exposición” de su abuela. Tiempo atrás todo el alfeizar que recorre la fachada estuvo festoneado de esas macetas, como un jardín blanco asomado al Júcar. Ahora, asomadas de nuevo cada primavera, aunque en menor cuantía, siguen siendo “el referente que da identidad al barrio de San Antón y nos vincula con los espacios que habitamos”, en palabras del jardinero heredero.

   Quizás intuyendo ese regreso, la mujer había conservado las cáscaras huecas, almacenadas en botes dispersos por la casa. De igual forma que conservó aquellas prendas de unos gancheros a quienes planchaba la ropa cuando recalaban en su casa. Aquellos hombres, a quienes sorprendió la guerra, no volverían jamás…¡quién sabe si engullidos por ella! Quizás Vitoriana les rindiera homenaje con sus huevos en flor.

Fuente: autora

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