El sueño de Jacinto

El sueño de Jacinto

Lleva tiempo alcanzar un sueño y, algunas veces, toda una vida se va en ello.  A Jacinto le costó un lustro materializar ese Deseo con mayúscula que moldeaba en su imaginación casi desde que tuvo uso de razón. Entre juegos de infancia y labores prematuras de hortelano en el huerto familiar, iba creciendo su atracción por esa roca singular que se alzaba enfrente, un poco elevada sobre el terreno que más tarde sería de su propiedad.

Así que esa mole le pertenecía y la soñó al modo en que Jacob soñaría la escalera que le conduciría al cielo. Si Dios concedió a Jacob la tierra donde posó su ensoñación, a Jacinto la Naturaleza le dotó de la fuerza necesaria para labrar su sueño. Como si de un mandato divino se tratara, se propuso construir su casa sobre esa piedra, o mejor dicho en el interior de esa piedra que durante generaciones había servido de refugio de pastores o almacén de paja cuando solo era una cueva.

Aquella “covacha” como él la llamaba despertó su espíritu de arquitecto y poco a poco empezó a proyectar la idea de hacer habitable tamaña cavidad. Esa gigantesca toba que llamaba su atención en la finca familiar del camino a Palomera pasó a ser el eje central de su vida. Por eso, cuando llegó el momento de repartir la herencia, Jacinto se la pidió, como dicen los niños, y se propuso ahuecarla a su antojo, como objetivo prioritario de su existencia. Antes de alcanzar los 40 años se puso literalmente manos a la obra y comenzó a horadar el gigante pétreo sin más herramienta que un hacha y la fuerza de sus manos…el tesón venía de fábrica.

Asomando el tubo de la chimenea. Fuente: la autora

Casi imperceptible desde la carretera, pasado el kilómetro tres, la piedra parece una más de las tantas que salpican la hoz, pero un tubo ascendente induce a pensar en una salida de humos, no precisamente ideada por el hombre neandertal. Estamos pues ante la señal inequívoca que denota la existencia de un espacio con posibilidades de habitar. Lo deduce hasta un niño, incapaz de dibujar una casa sin la chimenea con la consecuente estela de humo.

Su aspecto exterior no permite imaginar la estructura que esconde en su interior. Una vez franqueada la puerta y un pequeño pasillo, nos recibe un salón con chimenea, un balcón, varias ventanas y una cocina americana, al lado de un baño con agua corriente, como es de rigor. Una gran columna irregular en el centro parece sostener el piso superior, al que se accede por unas escaleras que, a mitad de subida, dan acceso a otra habitación. En total, seis dormitorios más salón-comedor-cocina, un baño, diez ventanas y el citado balcón.

Salón y columna central, cocina al fondo. Fuente: la autora

No sólo la chimenea, y esa temperatura natural que guarda la piedra, garantizan el confort, también hay libros, que pertenecieron a la biblioteca de Alfonso XIII –una historia aparte- y objetos decorativos, en su mayoría de cerámica. Casi un museo etnológico en las entrañas de la piedra. El suelo, de barro cocido, cierra el círculo de esta vivienda al natural. No en vano, Jacinto era buen rastreador de materiales y siempre los buscaba cuando sabía de un derribo. Imperdonable sería cerrar el inventario sin aludir los objetos más preciados que cuelgan en la pared, convertido en blasón familiar: el grupo de hachas que fue empuñando el artífice de ese prodigio de sostenibilidad. Una casa sin nombre erigida a golpe de tesón, el incentivo indispensable para convertir una ilusión en realidad.

Las diversas hachas usadas. Fuente: la autora

Sería imposible calcular las infinitas horas empleadas para horadar esa roca que despertó en Jacinto el deseo de desocupar, como si de un okupa inverso se tratara. La titánica obra, que cincelaba en sueños, fue una labor de zapa en sentido estricto, silenciosa en voz humana y solo acompañada por la cadencia del hacha al golpear. Ayudas puntuales las tuvo, como la del hijo sacando escombros con carretilla, pero la construcción fue obra del esfuerzo solitario y una única imaginación. Este arquitecto autodidacta   aprovechaba “ratillos” para ir socavando la roca en invierno, mientras la huerta duerme. El resto de las estaciones estaban destinadas al huerto, al que acudía antes de abrir o después de cerrar la droguería que regentaba; y aún tenía tiempo para instalar persianas en otros “ratillos” sueltos. Quien hubiera dicho que su oficio fue el de guarnicionero, en realidad.

Las jornadas de este hombre infatigable comenzaban parejas a la salida del sol porque había que regar, cavar, recolectar o desbrozar: “al huerto como a la casa es menester quitarle el polvo a diario”, solía decir. Hacia las nueve de la mañana abandonaba el huerto y cargado de flores y hortalizas recién recolectadas, emprendía la vuelta a Cuenca para abrir la tienda y ofrecer los productos de esa huerta ajardinada situada a los pies de su preciada roca. Todo pivotaba en torno a esa casa que erigió a fuerza de hacha, sin más instrumento de precisión que su oído, el sentido que detectaba el momento de parar o de seguir hasta abrir un agujero que sirviera de ventana. Cuentan sus vecinos de hoz que también ellos se guiaban por el sonido para adivinar cuándo la herramienta asomaría por la piedra: ¡todo un hito a celebrar! Una labor personal de la que participaba la comunidad de hortelanos de esa zona regada por el Huécar. Ahora, ahí está esa obra, fruto del esfuerzo supremo de un solo hombre, para disfrute de la hija y sus amigos, legalmente inscrita en el registro de la propiedad.

Las cenizas de Jacinto, aquel hombre sabio y docto sin instrucción, que al hablar rezumaba sentencias, reposan ahora a los pies de la noguera que plantó hace medio siglo mirando a su casa de piedra, justo en la época en que iniciaba su construcción. Le apuntó el destino cuando enfilaba los 87 años porque como él decía “si te han apuntao, lo mismo te da estar de pie que sentao”.

Pero el suyo es el más gratificante de los descansos, la mejor de las recompensas: haber alcanzado el objetivo de una vida, haber vivido para cumplir un sueño.

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